Pikadero
La estación de tren Por Manu Argüelles
Si Regresión (Regression, Alejandro Amenábar, 2015) proponía la incorporación del horror en el propio seno de la realidad, Pikadero, con estrategias muy diferentes y bajo otro tono, también acaba dando forma a la misma idea. Pero aquí la situación es bien diferente.
Pikadero es cine puro del impasse. Y en ese estado de espera (permanente) se filtran los claros signos de la alienación. Una realidad que además no enuncia los graves desequilibrios que ha llevado consigo la crisis económica. Pero estos acaban flotando durante toda la película y determinando el clima resultante. Porque, aunque quizás no parezca un estado crítico, gracias a la sanísima desdramatización de la que la película hace gala, los dos personajes principales viven en una clara coyuntura de precariedadad, hasta el punto que, entrados en la treintena, todavía tienen serios problemas para poder encontrar un lugar para hacer el amor. Esta problemática sirve de premisa para que Pikadero sea narrada en un tono cómico que funciona asimismo como instrumento para retratar la situación anímica de ambos personajes: él apocado y ensimismado, ella decidida y la que toma el timón de la pareja. Así, se fuerza la dramaturgia para que cada intento en el que intentan tener relaciones íntimas acabe frustrado. Y es que justamente a partir de esa dinámica se está enmarcando a los personajes en esa post-adolescencia tan del gusto del mumblecore, cuando los individuos están anclados en un presente en el que todo queda por decidir. En ese contexto funciona como perfecto emblema icónico de la película ese plano general que los filma a ellos de noche en la estación. Como si su situación personal se corresponda con haberse quedado atrapados en una estación fantasma en la que esperan a que llegue un tren que nunca vendrá. Por ello, cuando Iñaki, el amigo del protagonista, marche definitivamente a Alemania lo hará en autobús.
Porque, a pesar de su timbre liviano, estamos ante unos personajes que transitan por su vida como si estuviesen ausentes de ella. Viven en esa terna entre el deseo de querer hacer y lo que finalmente se hace. Y dado que el tiempo natural se prolonga más de lo que debiera son captados en ese trance como si estuviesen desubicados. Porque sin comerlo ni beberlo de repente se encuentran que están en el umbral de lo ordinario, dado que la vida cotidiana y sus aspiraciones (tener trabajo estable, tener pareja, etc.) para ellos está resultando una meta inalcanzable (ahí está el síntoma de la crisis económica). Pero si ello podía conducirnos a una crisis de valores, al menos a un cuestionamiento, Pikadero se apoya en la tradición y el folklore vasco como si fuese el hábitat natural en el que respiran. Su innación y su angustia no deriva de la incompatibilidad de ellos con las costumbres que dan forma a la pertenencia, dado que les proporciona cohesión y complicidad en cuanto comparten los mismos aspectos identitarios. Por lo que, a pesar de la integración en su entorno, siguen resultando discordantes con lo que se espera de nosotros en el ritmo de la vida moderna/urbana. Quizás esa situación de estado flotante se produzca por eso mismo, o por su propio bloqueo y su deficitaria capacidad para afrontar las riendas de su vida, o incluso por los aspectos contextuales de la recesión económica que ha expulsado a muchos jóvenes de la realidad convencional. Por eso les define tan bien esa estación de tren en clave fantasmática. Porque Pikadero es ante todo un ensayo sobre el vacío. De ahí el estuadiado planteamiento formal que coloca a los personajes en un extremo inferior del plano mientras todo el campo de visión es ocupado por la pared. Los entornos son mínimos y los personajes acaban empequeñecidos y desnudos en una fisicidad casi abstracta.
Y para transmitirlo, la propuesta de Ben Sharrock utiliza muy sabiamente el humor como elemento de distanciamiento. Lo tragicómico fluye con total naturalidad teniendo presente como ineludible marco referencial los modos y usos del cine de Aki Kaurismäki. Mi compañero Antonio M. Arenas de la Revista Magnolia en dicha brújula cinéfila me incorporaba el cine de Wes Anderson. Determinados movimientos de cámara de Pikadero resultan miméticos a los característicos del director norteamericano. También coinciden en un indudable gusto por el encuadre expresivo y la planificación geométrica del campo de visión. Pero estos dos últimos aspectos también puede apreciarse en el cine del realizador finlandés y, además, Ben Sharrock comparte también una misma voluntad de conciencia social. El excentricismo de Pikadero nunca rompe el costumbrismo, exactamente igual que sucede en las ficciones de Kaurismäki. Por otra parte, el tempo de la película también coincide con ese tiempo moroso del director de Le Havre (2011). Ante este panorama el tiempo tiene que pesar, por lo que en muchas ocasiones las secuencias están ideadas como si fuesen tableaux vivants (la secuencias de la vida familiar del protagonista) a la manera de Roy Andersson. Esta aura casi letárgica puede ser que resulte árida al espectador y es peligroso jugar con la monotonía, el hastío y las acciones congeladas sin caer en el aburrimiento. Pero creo que Pikadero logra salvarse totalmente de ese peligro.
Al final las decisiones se toman. Pero es imposible no acabar con un sabor agridulce. Porque se escapa de una prisión para acabar entrando en otra, ésta quizás con cadena perpetua. Y todo con un simple bigote.