Pinocho de Guillermo del Toro

Llevo en ti mi hogar Por Raúl Álvarez

La Biblia de Collodi también tiene dos Testamentos. En el Antiguo, la Storia de un burattino o Historia de un títere (1882), publicada en el Giornale per i bambini, Pinocho es un niño egoísta y desobediente que frecuenta malas compañías y abandona a su creador, un ya enfermo Gepetto. Para más inri, liquida de un martillazo a Pepito Grillo y se mofa del Hada Azul cuando ésta le dice que es el espíritu de una niña que murió de pena tras ser abandonada por su hermano, de nombre también Pinocho. Como castigo por tan crueles acciones, Collodi decidió que el final más apropiado para su personaje era colgarlo de una encina, lo cual además respondía de manera coherente a su idea inicial de escribir un relato sarcástico y ejemplarizante sobre la Italia paupérrima del Risorgimento. Pero Pinocho fue un éxito editorial, y este final cambió. En el Nuevo Testamento, Le avventure di Pinocchio o Las aventuras de Pinocho (1883), Collodi salva la vida del muchacho –un pájaro corta la soga– y lo embarca en una historia de sacrificio y redención que, esta vez sí, tiene un feliz corolario cuando Pinocho decide dedicar su vida a estudiar y ayudar a los demás. A ser, en definitiva, un espejo de virtud para la juventud italiana del momento.

Es pertinente recordar estos detalles argumentales y su moraleja implícita cuando se analiza el Pinocho de Guillermo del Toro porque se trata, en efecto y afortunadamente, de un Pinocho que debe más a Guillermo del Toro que a Collodi. A diferencia de versiones anteriores, desde el clásico de Disney de 1940 hasta su reciente revisión por parte de Robert Zemeckis (2022), pasando por las de Luigi Comencini (1972) ­–quizá la más fiel a los relatos de Collodi–, Roberto Benigni (2002) y Steve Barron (1996), el director mexicano ha entendido con buen criterio que Pinocho es un mito universal, no un cuento ¿infantil? anclado en unas coordenadas históricas y que ofrece una enseñanza, facilona y manida, que apenas cambia aunque el cineasta de turno esquive o suavice ciertos aspectos del material de partida. Lo esencial es el sustrato humanista del personaje; el relato como enseñanza ejemplar, ayer, hoy y mañana. Por este motivo, poco importa que Del Toro se desmarque de la letra original y los lugares comunes. El valor de su propuesta radica en el punto de vista que ofrece sobre las lecciones menos evidentes del mito ­–vivir es dolor y ausencia– y su significado en un presente, el nuestro, profundamente egoísta y cobarde.

Este Pinocho es uno los mejores acercamientos cinematográficos al personaje porque Del Toro ha tenido la audacia y el valor de tallarlo desde la tragedia, recogiendo así el testigo de Steven Spielberg en Inteligencia Artificial (A.I. Artificial Intelligence, 2001). Además, ha sabido interpretar el poso cristiano subyacente en las historias Collodi y lo ha trasladado a una puesta en escena, animada en gozoso stop motion, en la que, como si del relato fundacional de una religión se tratara, la célebre marioneta es un mesías y su periplo en la tierra, un sacrificio evangelizador. El tono lo marca el magnífico prólogo, concebido como un Génesis en el que una idea concreta del Mal –la guerra– prende fuego a un Paraíso –los días felices de Gepetto y su hijo Carlo. La tragedia de Carlo, cuya muerte es también la de la verdad, la inocencia, la pureza y la bondad en nuestro mundo, provoca en Gepetto un seísmo de dolor que lo enfrenta, literalmente, al silencio de Dios y a la incomprensión de los hombres. No hay luz que disipe las tinieblas de su existencia. A partir de este punto de inflexión, Del Toro y Mark Gustafson (su codirector de animación) articulan una odisea prototípica que invita a reflexionar sobre asuntos primordial, aunque no únicamente, de índole moral cristiana, tales como la culpa, la compasión, el arrepentimiento, la penitencia y el remordimiento.

Pinocho de Guillermo del Toro

Del Toro quiere que nos cuestionemos como individuos, y, con ello, nuestro papel activo en la construcción de la sociedad. La fábula de Collodi le sirve en bandeja un argumento que encaja perfectamente con este planteamiento, porque el Pinocho original es ante todo un pecador arrepentido que primero muere y luego “resucita”; un hijo pródigo que vuelve a casa para enmendar sus errores. Esta lectura humanista lo distancia de otras creaciones literarias semejantes, como el Golem o Frankenstein, ya que Collodi, y ahora Del Toro, tensan la historia con dolor y la destensan con perdón. Esta sensibilidad puede causar zozobra en visiones contemporáneas que valoran el cine solo en la medida en que este incorpore temas de moda que se hacen pasar por conciencia del presente. ¿Acaso lo que somos y qué decisiones tomamos no es tener conciencia del presente? No conviene cambiar la filosofía por una sociología reducida con gaseosa. Menos ante una película que utiliza el fascismo en la Italia de Mussolini para plantear que la intolerancia prende cuando la solidaridad y los afectos se entienden como una compraventa de favores.

Tampoco conviene negar la singularidad de Del Toro como un autor de savia creyente que, sin embargo, o precisamente por ello, envuelve, para sublimarlos, temas de la fe cristiana en imaginarios y seres fantásticos de diversa naturaleza. Su amor por los cuentos góticos y de hadas, las fábulas animistas –este Pinocho dialoga con Samaniego– y las historias de fantasmas; o su pasión por los monstruos, los robots y las criaturas de otras dimensiones son solo disfraces para un discurso que, ya en Cronos (1992), apunta a la conciencia moral del ser humano como clave de bóveda de su filmografía. El mejor Tim Burton hace lo mismo para representar la marginación y el rechazo. Los héroes de Del Toro son todos, sin excepción, individuos que piensan en los demás antes que en sí mismos, y actúan en consecuencia, aunque eso conlleve su muerte. Este Pinocho labrado con lágrimas es una reencarnación más del espíritu de Hellboy y de Blade, de los niños de El espinazo del diablo (2001) y El laberinto del fauno (2006), de la Susan de Mimic (1996), de los pilotos de Pacific Rim (2013) y hasta de esa deliciosa pandilla de amigos que animan la magistral Trollhunters (2016-2018).

Por cierto, y no puede ser casual, tanto en Pinocho como en estas producciones Del Toro muestra un Cristo crucificado maltrecho como símbolo de la pérdida de la esperanza en el sacrificio. Los últimos minutos de Pinocho, acaso los más bellos en la carrera de Del Toro, añaden una reflexión tan encomiable como conmovedora en torno a esta cuestión; esto es, al sentido que debería tener una vida, cualquier vida. Un corazón cálido en momentos de soledad, una vela cuando arrecia la tempestad, una mano que reconforta, una sonrisa que abate la desesperación, una palabra contra el silencio. El virtuosismo técnico del stop motion, los sutiles movimientos de cámara, el timing exacto de las canciones, la evolución cromática, los juegos con la iluminación lateral, la humildad tonal de la banda sonora… Cualquiera de los logros técnicos y artísticos que puedan señalarse de este Pinocho de Guillermo del Toro sirven a ese insólito propósito en estos tiempos de cinismo y mentiras: la inmortalidad es el recuerdo que dejas en los demás.

Pinocho de Guillermo del Toro

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