Pity

La recreación Por Paula López Montero

01. Escritura

 Sabíamos que gran parte del universo de Yorgos Lanthimos –quizá todo- se lo debe a Efthymis Filipppou, guionista de Canino (Yorgos Lanthimos, 2009), Alps (Yorgos Lanthimos, 2011), Langosta (Yorgos Lanthimos, 2015) o El sacrificio de un ciervo sagrado (The Killing of a Sacred Deer, Yorgos Lanthimos, 2017). Se empezaba a entrever cuando Filippou diseccionaba y repartía su creación para otros directores como Athina Rachel Tsangari que firma en solitario la estupenda Attenberg (Athina Rachel Tsangari, 2010) y que comparte con Filippou la película Chevalier (Athina Rachel Tsangari, 2015), o como el cineasta que nos ocupa: Babis Makridis con quien ya trabajó en L (2012). No cabe duda de que el gran autor con mayúsculas que se esconde detrás de aquellos directores es, en realidad y como no podía ser de otra manera, un escritor, un guionista. Si no hay escritura, no hay cine. Un hecho que ratifico tras haber visto Pity (Babis Makridis, 2018). Veremos cuánto hay del sello Lanthimos ahora que cuenta con otros dos guionistas en su esperada La favorita (The Favourite, Yorgos Lanthimos, 2018) como son Deborah Davis y Tony McNamara, y si Lanthimos les ha escogido precisamente es porque debe ser consciente de que para ser un gran director tiene que tener una escritura propia. Y es que en todas las películas antes nombradas a pesar de que la firma de escritura es la misma, podrían haber sido radicalmente diferentes en cuanto a elecciones, estética, ritmo, etc., pero son, sin embargo, embarazosamente parecidas. En concepto, en atmósfera, en silencios, hasta en encuadres hay un hilo conductor que hacen que la aclamada renovación del cine griego sea la sombra de un solo escritor. Así que, aunque sea por una vez y sin menospreciar el trabajo de los que considero también maestros, voy a tomar este artículo como homenaje a esa pluma que se esconde detrás de esos títulos.

 Pity (1)

02. Educación

El guión de Pity pivota constantemente y sin rodeos sobre su título, es decir, sobre la pena. Ese sentimiento tan arraigado en nuestro comportamiento social, esa compasión teatralizada que, llevada al extremo, se hace un completo sinsentido y deja ver las costuras de la moral cristiana de nuestros actos. Y no podía ser de otra forma porque se podría decir que todo el universo de Filippou versa sobre ello, ataca con ahínco a sus estructuras desde la congelación, desde la pausa, desde la repetición, desde la mirilla o la ventana que nos hace replantearnos la rigidez de aquello que llamamos educación o ser en sociedad. Todo en el imaginario de Filippou en realidad esta centrado aquí.

Pity habla de un abogado adinerado que parece no saber comportarse ante la situación crítica que vive: su mujer está en coma y se dedica a analizar desde las más pura frialdad y hermetismo el comportamiento de la gente a su alrededor que debe sentir pena por él y mostrárselo con los pésames más absurdos como “Lo siento mucho”, “Anímate” o “Ten paciencia”. Su vida se compone de una silenciosa, cómoda e insípida rutina, anidado con la mayor sobriedad de una estética minimalista, calculada y equilibrada que hace de espejo más que del alma, de la necesidad del alma en una era caótica por excelencia –en nuestro fuero interno vibran las más temibles emociones aunque sepamos ocultarlas-. Su vecina le lleva bizcocho de naranja porque siente pena de él, el dependiente de la tintorería le pregunta siempre por su hijo, y el protagonista parece necesitar de ese escaso afecto que le brindan los otros para encontrar su ansiado rol en la sociedad. Tanto es así que tras la inesperada recuperación de su mujer empieza a echar de menos ese hábito de pesadumbre y falsedad de afecto al que se había acostumbrado y para llenar ese vacío el abogado finge seguir en la misma situación y ocultar la mejoría de su mujer e incluso, llevado al extremo, empieza a involucrarse con el caso criminal que lleva entre manos para conocer mejor el sentimiento de pérdida y dolor al que se quiere seguir aferrando, o bien decide lanzar al mar a su perro para que los demás le compadezcan.

Uno de los mejores ejes argumentativos, el que más llama la atención y aporta reflexión al filme es que, precisamente, un hombre que parece tenerlo todo sienta la necesidad de dar pena, de conmover. Ironía de Filippou en cuanto que es una de las nuevas constantes de la posmodernidad, el auge del sentimiento de misericordia y conmoción por los demás sin, en realidad, implicarnos un ápice con la realidad que vemos ante nuestros ojos. Es el único enganche emocional que nos queda ahora que todo se ha vuelto mediado, entre pantallas, en virtualidades. De hecho, en todos los guiones de Filippou son constantes los espejos, dualidades, ventanas y cristales por los que se nos deja ver parcialmente la realidad, que nos hablan de la falta de contacto directo con el mundo. Y así es el personaje que traza Filippou, un ser más bien tímido, hierático, calculador y obsesivo con el orden y la recreación hasta que descubre que puede traspasar esa barrera, esa ventana, esa pantalla que le mantenía en su casilla mediante la compasión y pena de los otros. Pero ¿qué hacer cuándo ya no tienes ningún motivo por el que dar pena? Aquí empieza el punto ácido del filme, por cierto, no sin el precedente de Haneke y muy en la línea de Funny Games (1997), con ese brutal metal o deathcore musical de fondo que pone el contrapunto a la música clásica.

 Pity 2018

03. Costumbre, ojo clínico y recreación.

Su oficio va muy en la sintonía del personaje, un ojo que observa y juzga sin implicarse afectivamente en la trama y que recrea los acontecimientos para entender mejor a los acusados. Quizá esto sea también la justicia y la ley. Y de esto también va, en realidad y muy bien visto por Filippou, el sentimiento de pena, de una recreación del dolor de los hechos. Pero, con tanta recreación y en esta era del simulacro por excelencia, las fronteras se disipan y como un bestia se sacan las garras para capturar instantes de verdad llevados al extremo y en los que se descubre, en efecto, la única verdad –si se puede llamar así- del ser humano que se esconde tras la máscara, su violencia, su necesidad de guiarse por sus impulsos, de sentir. Y precisamente por esta pérdida de sentimiento, por la pérdida del instante originario, por la pérdida de la esencia de lo que somos, el ser humano se ve en la necesidad de recrearse constantemente, embelesado por esos instantes de verdad ficcional que cada vez con menos tiempo hacen perdurar aquello llamado “felicidad”, “belleza”, “bienestar”.

Además, no es baladí ese ojo clínico, analítico que abunda en todas las obras de Filippou, pienso en Langosta o en El sacrificio de un ciervo sagrado, cada vez tenemos mejores instrumentos para observar con detalle todo lo que acontece a nuestro alrededor, tenemos una explicación para casi todo, pero las explicaciones detrás de un microscopio no valen, la necesidad última del ser humano por comprenderlo todo es en realidad la necesidad más primaria, a saber, la de entender el dolor y nuestro comportamiento frente a él. De hecho, hay una constante en el filme y es el miedo hipocondríaco del protagonista convertido ahora en necesidad de enfermedad, o lo que es lo mismo, ¿acaso en la hipocondría, contrariamente a lo que se cree, no habría cierta pulsión o anhelo de muerte, de recreación de la muerte? Ay la muerte, aquello para lo que no existe representación. El ser humano descubre su verdad no viéndola. Babis Makridis compone una medio tragicomedia, cercana a la ironía y a la parálisis de las nuevas narrativas pero guiado a ciegas por el guión de Filippou. Seguramente le veremos escribir más y con gran maestría pero sin grandes sorpresas. ¿Qué nos quedará después de esto?

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