Pocilga

Histoire(s) de la Porcherie – Sobre la apacible convivencia de espectadores, santos y monstruos Por Enrique Morales

Pocilga

«Interrogada a fondo nuestra conciencia, hemos decidido devorarte a causa de tu desobediencia.»

Pocilga ha sido, tradicionalmente, una de las películas de Pasolini que suscita un mayor desapego entre quienes sienten algún tipo de interés por su obra. No en vano, tuvo el dudoso honor de ser una de las últimas opciones elegidas por los colaboradores de este medio para el especial dedicado al director italiano. Pero, ¿es realmente Pocilga una suerte de obra fallida, al menos en lo relativo a su potencialidad seductora, tan inherente al cine? ¿Qué faltas o deficiencias existen en ella como para sostener una consideración semejante? Podría decirse que cinematográficamente, resulta austera, gris y hierática. Narrativamente, parsimoniosa, artificial y oscurantista. Un artefacto fílmico árido, como sus paisajes, que, en su evidente hermanamiento estético y conceptual con Teorema (1968) exhibe una aparente inferioridad que acaba por poner en entredicho su misma existencia. No es el objetivo de este texto intentar refutar esa perspectiva. Generalmente, la utilidad de cualquier ejercicio apologético en relación con un “artefacto artístico” es improbable, especialmente cuando, como en el caso que nos ocupa, los detractores están después de todo en lo cierto. Ante tal situación, cabe invocar un planteamiento paradójicamente novedoso (o al menos aletargado en un indefinido coma) en el ejercicio crítico: no detenernos en por qué detestamos/despreciamos/desdeñamos algo, sino en por qué son así, y no de otro modo, las cosas que detestamos/despreciamos/desdeñamos.

Comenzaremos arrojando el siguiente señuelo: Pocilga no es una película, en el mismo sentido en el que la “pocilga” a la que hace alusión el título no es un lugar, sino un estado de la conciencia, de la historia y del lenguaje. Pocilga es un determinado estado de la mirada, una “película-bisagra” que proyecta una visión doble y de compleja diferenciación: aquella de quien observa secretamente tras la puerta y aquella otra de quien es observado. Dos miradas que se miran sin mirarse jamás, dos realidades que se escinden sin dejar nunca de ser una y en el fondo de todo ello, la constricción del acto que no termina de materializarse. El sentido común, tan poco amigo de los excesos hermenéuticos del crítico, podría llevarnos a sentenciar que Pocilga es meramente una película doble o doble película, pues narra dos historias. Dos historias, no obstante, independientes que no parecen llegar a imbricarse en momento alguno. No solo sus tramas son autónomas, sino que la realidad temporal de cada una de ellas hace imposible la citada imbricación.

Pocilga

La primera historia, que abre la película, se sitúa en un tiempo indefinido que probablemente podamos datar a partir del siglo XV, por la presencia de armas de fuego, y no más tarde del XVII. Se trata, por lo demás, de un tiempo arcaizante en su mudez (aunque no mitológico), en el que la palabra cede el lugar a la acción, al rito. El rito, a su vez, acontece en un espacio propicio: la vasta negrura de un volcán activo salpicado de chimeneas humeantes. Y en este espacio, la angelical presencia de Pierre Clementi, que interpreta a un hombre innombrado que, tras asesinar a su padre, huye a las planicies del volcán en el que saciará su hambre con la carne de sus iguales, a quienes asalta en los caminos que cruzan esa tierra baldía. Aquí tenemos el rito, un rito que se constituye como tal al cumplir el requisito de reunir en torno a él a una comunidad activa, una inesperada comuna antropófaga de seres errantes que adoptan el estilo de vida del caníbal angelical.

La segunda historia, que transcurre en la misma época en la que fue filmada la película, evidencia la oposición contrapuntística que va a predominar entre las dos tramas: el nombre frente al anonimato, la palabra frente a la acción, los hombres frente al hombre, la arquitectura frente a los espacios naturales… En una ficticia Alemania italianizada, Julian (Jean-Pierre Léaud) busca la forma de convivir con la realidad que encarna su padre, un rico industrial (Alberto Lionello) que tuvo filiaciones nazis durante la guerra. El reticente heredero intenta lidiar con la casi paródica abulia de su sino por medio de paseos, frívolas conversaciones con su prometida Ida (Anne Wiazemsky) y secretas visitas a la pocilga de la finca de su padre. Julian es, en fin, una creación de su tiempo, conclusión que ha de entenderse en dos sentidos. Es, por un lado, una emanación trágica de la época que habita en la película, al tiempo que encarna una representación crítica y culpable de la joven burguesía pretendidamente intelectual que tanto se prodigó Pasolini en retratar en sus películas (al igual que lo hizo prolijamente cierto cine de los años sesenta y setenta). El Pasolini poeta fue todavía más explícito a este respecto: «Yo nunca me curaré de este mal./ Porque soy un pequeñoburgués, y no sé sonreír…/ como Mozart… »

Esbozadas las sinopsis de las dos historias que conforman la película, podemos volver a la cuestión de la naturaleza doble del filme. Como anticipábamos, recurrir a una fundamentación de tipo narrativo puede dificultar la correcta comprensión de la estructura de Pocilga y, con ello, de la película misma. Al contrario de otras obras que postulan su narratividad en torno a dos o más historias independientes, en el caso que nos ocupa no existe una diferenciación “tradicional” entre ambas tramas. Merece la pena mencionar que el interés por la estructura de las películas “múltiples” siempre estuvo presente en Pasolini. Existen, en su filmografía, numerosos ejemplos que así lo atestiguan: Los cuentos de Canterbury (I racconti di Canterbury, 1972), El decamerón (Il Decameron, 1971) o Pajaritos y pajarracos (Uccellacci e Uccellini, 1966). Estas obras ayudan a entender mejor, por contraste, la idiosincrasia de Pocilga en tanto que película múltiple. La diferenciación “tradicional” que podemos rastrear en las películas mencionadas, y que generalmente se expresa por medio del montaje del filme, queda descartada en Pocilga con el fin de estructurar un vaivén interválico entre ambas narrativas. Los planos del segmento del caníbal a menudo se intercalan con los del segmento de Julian y viceversa. Esta alternancia, siguiendo los usos históricamente asignados al montaje, induce a identificar una continuidad que se construye a partir de elementos dependientes destinados a la constitución de una totalidad narrativa. Ocurre, sin embargo, que Pasolini no postula el montaje de Pocilga en torno a un entramado narrativo, sino en torno a uno intelectual y conceptual. Su película cuenta, al fin y al cabo, una historia sobre la Historia.

Pocilga

Volvemos sobre nuestros pasos y nos agarramos aquí al asidero conceptual de la “película-bisagra” y añadiendo un último pliegue a esa idea, un juego de palabras a modo de corolario: Pocilga no es una película doble sino una película de la doblez. No solo se pliega constantemente sobre sí misma, obliterando aparentemente cuanto precedió en su desarrollo, pero sin dejar nunca de contenerlo, como ocurre con la Historia, sino que también se ocupa de aquella otra doblez humana de tipo ético. Y de un modo paralelo, una última doblez que empapa cuanto acontece en la película, dotándola de un aura de falta de autenticidad. Este es el motivo por el que se abría este ensayo dando la razón a los detractores de Pocilga. Se trata, sin duda, de una película fácilmente perceptible como “artificial” o, si se prefiere, “poco natural”. No puede ser de otro modo, pues Pasolini muestra una considerable preocupación por ratificar cómo la verdad no es una forma, tanto en su dimensión eidética como en su concepción en tanto que estructura narrativo-cinematográfica, sino un compromiso conductual que no se expresa por medio de la palabra, sino de/en la acción, que puede ser moralmente neutra o incluso negativa.

Para llegar a esa conclusión, Pasolini se vale principalmente del lenguaje, que tiene aquí una función de víctima propiciatoria. Los encuentros entre Ida y Julian apuntan, desde el comienzo del film, en la dirección de la imposibilidad del lenguaje para enunciar ideas trascendentales y, por lo tanto, de situarse cerca de la verdad y/o de lo perceptible como “auténtico”. Sus intercambios dialécticos son poco más que una expresión lúdica, como la coletilla “tralalá”, compartida por la pareja, así lo sugiere. A modo de antítesis, tenemos las conversaciones en las que se ve envuelto el padre de Julian, el señor Klotz: interesadas maquinaciones sobre sus negocios, su antiguo amigo y ahora competidor, el señor Herdhitze (Ugo Tognazzi), y su familia. No podemos pasar por alto, en último lugar, el encuentro entre la madre de Julian (Margarita Lozano) e Ida, que apostilla la reflexión pesimista de Pasolini sobre el lenguaje.

Como respuesta a su existencia estereotípicamente pequeñoburguesa, gris y estéril, Julian cae en un estado catatónico que, de algún modo, parece haberse provocado a sí mismo. Es esta su retirada del dominio del lenguaje, al que ya no reconoce ningún poder. Frente a este estado pasivo, su madre e Ida buscan en su carácter y su biografía razones que puedan explicar ese desenlace. Paradójicamente, las versiones que cada una de ellas sostiene sobre la naturaleza de Julian son totalmente incompatibles. Su madre afirma que era orgulloso, Ida lo niega al momento; sentencia después que nunca fue muy inteligente, Ida replica elogiando la inteligencia de Julian; adjudica a su hijo una devoción por la vida militar, Ida mantiene que nunca sintió ningún interés por lo militar. Esta secuencia cumple dos funciones esenciales que vertebran el sentido último de la película. Por un lado, ilustra, por reductio ad absurdum, los efectos de adoptar, de manera consciente o inconsciente, una forma de existencia pasiva, en nada distinguible de la del espectador («todas las cosas terminan siempre en una explicación y si yo no hablo, los otros hablaran en mi lugar», escribió Pierre Klossowski). Por otro lado, advierte de los peligros de la manipulación de la Historia bajo el disfraz de la exégesis, manipulación que solo resulta posible con el concierto de una multitud pasiva que no está dispuesta a asumir ningún compromiso vinculante con cuanto le rodea.

Pocilga

Quienes tienen la palabra en Pocilga no son, en fin, personajes, sino receptáculos. Sus discursos no pretenden ser creíbles ni naturales, porque ellos mismos son poco más que convenientes encarnaciones de esos discursos. La palabra vehicula, en el segmento alemán de la película, la manipulación, la ocultación y la funcionalidad. Es por ello que el mayor compromiso de Julian consigo mismo lo alcanza con la mudez que acarrea su temporal estado catatónico. Es por ello, también, que en el segmento del caníbal la palabra está totalmente ausente. Solo al final, momentos antes de la ejecución que le aguarda a él y a sus compañeros, la palabra hace acto de presencia. Una palabra astillada que, una vez más, se manifiesta en cuanto hay en ella de doblez. Si su compañero se vale del lenguaje para renegar de sus malas acciones, rezar y suplicar perdón, el caníbal angelical lo hará para reafirmar su rito y consagrar su desviación respecto a lo comúnmente entendido como humano: «He matado a mi padre, he comido carne humana y tiemblo de alegría». Es esta la verdad como compromiso conductual neutro de la que hablamos con anterioridad. Un compromiso que tiene su equivalente en el segmento de Julian, cuya condena, tácita en este caso, le lleva también a la muerte.

La conclusión de las dos historias que conforman Pocilga es, posiblemente, el momento de mayor cohesión estructural de la película. El montaje no solo contrapone ambas muertes (la de Julian referenciada, como no podía ser de otro modo, por medio de la palabra) en una sucesión directa, sino que existe un claro hermanamiento entre los finales que afrontan ambos protagonistas. Más allá de las particularidades de cada caso (el caníbal es inmovilizado por medio de estacas que lo dejan atado al suelo a merced de los depredadores; Julian decide ofrecer voluntariamente su cuerpo a los cerdos de la pocilga de su padre), los dos personajes enfrentan una muerte que comprende un martirio previo consistente en ser devorados vivos por algún animal. Obviamente, la elección de un broche semejante para sus vidas no es casual. Es el tipo de muerte que aguarda, por igual, a los santos y a los criminales más depravados. Pasolini, con cierto ocurrente cinismo, plantea así la ambigüedad entre dos arquetipos hipotéticamente contrarios, cuyo ethos (el compromiso conductual que se expresa en los actos) es, sin embargo, idéntico en su dimensión abstracta y amoral. Y mientras los santos y los monstruos son devorados, los padres de la iglesia reanudan sus oraciones, los empresarios forjan improbables alianzas con sus enemigos, los directores de cine dirigen películas y la voz de Malcolm Lowry resuena: «¡Cómo parece florecer el espíritu humano a la sombra del matadero!»

Pero no podemos cerrar este texto sin mencionar a quienes quedan en esos espacios que germinan entre los santos, los monstruos y aquellos que ocupan las estructuras que precipitan la muerte de los primeros y la degeneración de los segundos. Nos referimos, ciertamente, a los espectadores, a esas presencias pasivas que consiguen destilar la maravillosa piedra filosofal que posibilita vivir sin vivir y existir sin existir. ¿Quién, si no, es ese rostro bobalicón (Ninetto Davoli) que observa por igual la ejecución de la sentencia del caníbal y el martirio de Julian en la pocilga? ¿Qué paradoja temporal opera aquí para que la misma persona presencie las dos muertes en dos épocas diferentes? Nuevamente, hay que recordar que en Pocilga los personajes no son sino excusas, arquetipos que posibilitan el acercamiento a un concepto o a una idea. En el caso del personaje de Ninetto Davoli, el eterno simplón de la filmografía de Pasolini, esta tendencia alcanza su paroxismo al poner en entredicho la propia verosimilitud temporal de la película, que deviene en pura contingencia. Pasolini insiste así, como predecible conclusión, en que Pocilga no comprende dos historias diferentes y/o independientes, sino dos aspectos de la misma historia. Esto es, dos aspectos de la Historia. Y al margen, en todas las épocas al mismo tiempo: nosotros. Nosotros a la sombra del matadero, o, en este caso, de la pocilga, acatando la advertencia del señor Herdhitze: «Non dite niente a nessuno. »

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Comentarios sobre este artículo

  1. Vigle dice:

    Pésimo analisis, esto si que es un artificio, se ve que la persona que ha visto la película no ha entendido nada de lo que el autor ha querido decir.

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