Podría destruirte
Crítica a la moral woke Por Yago Paris
Arabella es una influencer millennial que está grabando vídeos cortos para las redes sociales de Happy Animals, una empresa de comida vegana que quiere luchar contra el cambio climático. Mensajes sobre el deshielo de las zonas polares se entrecruzan con promociones de descuento en la venta de los productos de la compañía. Activismo y capitalismo se mezclan hasta hacerse indistinguibles el uno del otro, algo de lo que la protagonista ni siquiera parece ser demasiado consciente. Esta escena de Podría destruirte (I may Destroy You, Sam Miller, Michaela Coel, 2020) tiene lugar en el séptimo capítulo de un total de doce, pero podría ser la primera del episodio inicial, pues describe con certeza el tono y las intenciones de la miniserie, que no son otros que poner bajo la lupa los aspectos más cuestionables de la comunidad woke, tales como la tendencia a mostrar una ideologización desaforada pero superficial de todo aspecto de la vida, una tendencia a los estados exaltados —que se podrían recoger en lo que se conoce como la cultura de la cancelación— o la repetición acrítica de corrientes de pensamiento hegemónico dentro del discurso progresista —y, en general, una tendencia a la autoindulgencia y la falta de autocrítica—.
La serie narra la vida de Arabella (Michaela Coel), una joven urbanita de clase intelectual y con estudios que vive en Londres con sus amigos Terry (Weruche Opia) y Kwame (Paapa Essiedu). Los tres personajes pertenecen a la generación millennial, como se observa en la utilización adictiva de las redes sociales, su obsesión por sus respectivas imágenes públicas, la tendencia a relacionarse de manera frívola y compulsiva con el sexo y las drogas —es decir, a entender las relaciones humanas como una experiencia de consumo recreativo más—, y la desestructuración generalizada de sus vidas, en parte fruto de las dinámicas de la modernidad —teletrabajo, horarios flexibles, etc.— y en parte consecuencia de su inmadurez. Esta vida superficial y consumista se ve trastocada cuando dos de ellos, Arabella y Kwame, son violados. Dos experiencias similares dan lugar a dos evoluciones muy distintas, habida cuenta del contexto social. La primera provocación de la serie consiste en señalar que, aunque son víctimas de lo mismo, ambos personajes reciben una atención, una legitimación pública y un espacio para expresarse totalmente distintos, y que esto, en buena medida, es causado por la propia mentalidad woke y su manera superficial, literal y resentida de hacer justicia. Mientras Arabella se convierte en una social justice warrior con gran relevancia mediática, Kwame, como hombre gay, siente humillación y se ve forzado a guardar silencio. El caso del varón está evidentemente conectado con el machismo generalizado de la sociedad, que, aunque en menor medida, también afecta a los hombres. En este caso, Kwame tiene que lidiar con una burocracia policial entre incómoda y displicente ante su caso, lo que provoca que abandone el proceso de denuncia. Sin embargo, esta dinámica también se reproduce en el ámbito personal, pues el personaje tampoco encuentra un lugar seguro en el que expresar lo que le ha ocurrido, hasta el punto de que, en un primer momento, ni siquiera puede acudir a sus amigas para contarles lo sucedido, y esto se debe, en buena medida, a que este nuevo entramado social, aparentemente abierto y seguro, privilegia ciertas víctimas sobre otras.
Del punto de partida —la violación a dos personajes y las distintas repercusiones que estas causan— se puede extraer la clave de la serie, que pretende analizar situaciones espinosas en toda su complejidad, y de hacerlo en un momento donde se premian los discursos simplistas y acríticos de la mentalidad woke, como se explicará en detalle posteriormente con varios ejemplos. La obra —un proyecto personal de la propia Michaela Coel, quien además de ser la actriz protagonista también ejerce de creadora, guionista, co-directora y productora ejecutiva— en ningún caso debe interpretarse como una visión reaccionaria del activismo. Al contrario, la serie arremete con fuerza y sin piedad principalmente contra el racismo, el machismo y la homofobia, pero Coel no cae en el error habitual de los movimientos activistas que han renacido a raíz de la cuarta ola feminista: por un lado, defiende la necesidad innegociable de hacer autocrítica, y por otro, aboga por dejar a un lado el extremismo simplista y entender que la vida es compleja, y que por tanto tenemos que estar a su altura si queremos realizar un cambio efectivo y duradero. En otras palabras, lo que la creadora de la serie parece querer decirnos es que cree con firmeza en el activismo, pero desconfía de corrientes de pensamiento que tienen más que ver con la instauración y explotación económica de un nuevo régimen de poder —más similar al previo de lo que se quiere admitir desde dentro— que con la conversión de la sociedad en un espacio más abierto, tolerante y seguro. Michaela Coel hace de esta necesidad de estar a la altura de las circunstancias la línea maestra de su creación. La serie se compone de un sinfín de situaciones cotidianas a las que todos los integrantes de nuestra generación nos hemos enfrentado en mayor o menor medida: discusiones sobre políticas identitarias, el despertar de la conciencia social, las dinámicas de interacción en redes sociales y la responsabilidad ética sobre lo que se publica, aspectos cruciales de las relaciones de pareja como la intimidad y el consentimiento, etc. Todos estos temas están a la orden del día, pero, lejos de ofrecerse lecturas matizadas y profundas, es muy habitual encontrarse con corrientes de pensamiento que abogan por dar respuestas simples a contextos en realidad mucho más complejos. La clave de la aproximación de Coel a la realidad millennial de corte woke consiste en mostrar los conflictos de manera poliédrica, en múltiples capas de complejidad, lo que en el fondo no es nada más que retratar la realidad tal y como es.
Un ejemplo paradigmático de lo descrito anteriormente lo protagoniza Kwame. Tras haber sufrido una violación por parte de uno de sus innumerables ligues de una noche, el joven se siente inseguro teniendo sexo con hombres, por lo que decide probar con mujeres, a pesar de que, como le hacen ver sus dos amigas, no siente la menor atracción hacia ellas. Cuando trata de explicárselo, justifica su decisión argumentando que la sexualidad es un espectro, no una dicotomía: uno no es homosexual o heterosexual. El acierto de la serie consiste en dar motivos para que entendamos al personaje pero, al mismo tiempo, mostrar las flaquezas de su discurso y especialmente lo ridículo que este resulta. En esta situación se pone de manifiesto la tendencia woke a culpar de manera automática a los hombres, así como la manera en que la frivolización del sexo —parece que para Kwame es más fácil acostarse con alguien que tener una conversación íntima, como le señala uno de sus ligues en otro momento de la serie— se lleva a extremos ridículos y muy poco empáticos, tales como decidir, tan a la ligera, que quiere probar con personas de otro sexo, como si estas fueran herramientas con las que satisfacer las necesidades de uno, y como si esta decisión no afectase a la otra persona, que con total probabilidad se sentirá utilizada.
Sin embargo, una vez puesta en evidencia la problemática actitud del personaje, se muestra su cita con Nilufer (Pearl Chanda), en cuya casa acaba teniendo relaciones sexuales con ella tras el primer encuentro, lo que da lugar a toda una serie de acciones que dejan muy en evidencia a la joven. Por un lado, la chica lo objetualiza de manera racista y exotizante —le excitan los negros— y, en los instantes previos a que se inicie la práctica sexual, ella adopta el rol que se suele asociar al hombre: totalmente carente de empatía, es incapaz de leer el claro lenguaje no verbal de Kwame, que de ninguna manera quiere acostarse con ella, y se muestra muy insistente, solo atenta a la necesidad de solventar su calentón a toda costa, hasta el punto de que se pone de manifiesto de manera indirecta que una mujer concienciada no está siguiendo la demanda feminista de que «solo sí es sí». Cuando esta se entera de que Kwame es en realidad gay, se muestra ofendida y utilizada, y tiene motivos de peso para sentirse de esta manera. Sin embargo, es incapaz de ejercer ningún tipo de autocrítica sobre ninguna de sus conductas —no solo es racista, sino también homófoba, ya que, en sus propias palabras, «¿cuánta empatía realmente puedo tener con los mayores apropiadores de la identidad femenina?»— y, lo más importante, incapaz de entender qué ha podido llevar a una persona como él a tomar una decisión tan entendible como cuestionable. Lo más preocupante es que Nilufer, que se comporta como una woke de manual —además de todo lo descrito, muestra una preocupante carencia de pensamiento crítico, al negarse a decir «nigga» («negrata»), que sustituye de manera ridícula por «nijja» (provocando una gran carcajada en el propio Kwame), pero no ver ningún problema en decir «faggot» («maricón»), de nuevo privilegiando ciertos colectivos discriminados sobre otros—, deniega cualquier posibilidad de explicación a Kwame, quien es automáticamente cancelado, con toda la autoridad moral que la comunidad woke le concede a sus miembros. Lo más dramático de esta situación, aparte de la intolerancia que demuestra Nilufer, es que la joven acusa al joven de ser un depredador sexual, cuando la que se ha comportado de esa manera ha sido ella. Toda esta subtrama se cierra, por tanto, ofreciendo una situación complejísima, donde resulta sencillo entender y al mismo tiempo problematizar la conducta de ambos personajes, y sin embargo, a ojos del orden social actual —el que representa Nilufer—, se ofrece una lectura simplista, interesada, acrítica y no tan basada en la justicia como en el resentimiento y la liberación de la frustración, dos factores clave de cierto tipo de ejercicio del poder.
Otro ejemplo en la misma línea se emparenta con el caso descrito en el inicio del texto, donde las problemáticas actitudes morales de lo woke se ligan a sus estrechos vínculos con el capitalismo, señalando que ciertos discursos y actitudes de esta comunidad poco tienen que ver con la mejora de la sociedad, sino con la posibilidad de sus miembros de sacarle un rédito económico al nuevo paradigma social. Esta situación se refleja en el personaje de Arabella. La joven es una twittera que se ha hecho famosa por haber escrito el libro Chronicles of a Fed-Up Millennial («Crónicas de una millennial harta»), publicado en internet como un archivo pdf. La autora, por tanto, no ha obtenido dinero de manera directa por la escritura del mismo, pero su éxito le ha permitido posicionarse como una influencer, lo que le abre las puertas a todo tipo de trabajos. A pesar de carecer de talento para la escritura y para el análisis —en la serie se sugiere que el éxito del ensayo tiene más que ver con su apelación a un humor de la empatía aparentemente rompedor pero de poco alcance crítico—, obtiene un prometedor contrato con una editorial importante y, por si fuera poco, recibe todavía más atención por el hecho de ser negra —algo que la propia directora de la empresa, también negra, no duda en aprovechar, aunque por su potencial comercial y no por dar visibilidad a la realidad afrodescendiente—. Durante el transcurso de esta subtrama, la joven es violada por segunda vez, por uno de los miembros de la editorial, Zain (Karan Gill). Aquí se ofrece otra situación compleja, pues, aunque la violación no implique violencia, lo sigue siendo: en este caso, su compañero sexual se quita el preservativo en medio del coito, sin consultarlo previamente con la protagonista, quien no se entera de lo sucedido hasta después de que el acto sexual haya tenido lugar. Más allá de reflexionar sobre las complejidades del consentimiento y las diferentes formas en que este puede manifestarse, un aspecto crucial de la subtrama es la actitud de Arabella, quien, lejos de ofenderse o sentirse dolida, se toma la situación con humor y le pide que la acompañe a la farmacia a comprar una píldora anticonceptiva. Nada parece activar su sistema de alerta, hasta que, de casualidad, escucha un podcast donde se comenta una situación similar, que señalan de manera tajante como lo que es: una violación. De manera automática, Arabella toma conciencia de lo que ha sucedido, pero lo hace de una forma muy sintomática de lo woke: mediante la asimilación acrítica de discursos. La joven no ha entendido que lo que le ha pasado es moralmente problemático debido a su capacidad crítica, sino porque unas personas con cierta legitimación social —graban un podcast sobre estos temas, ergo son referentes de los mismos— se lo han comunicado. Arabella pasa de la ignorancia a una rabia explosiva, al simple deseo de venganza, sin que parezca que el entendimiento de la situación sea profundo, es decir, sin que se haya desarrollado un pensamiento crítico en torno a la situación, o dicho de otra manera, se dedica a repetir ideas sin reflexionar sobre las mismas.
Esto se refleja en la manera de gestionar el incidente, que pasa por que ella exponga mediáticamente a su compañero, en medio de un evento con público organizado por la editorial en la que ambos trabajan. La decisión es problemática por varios motivos. Por un lado, confunde la venganza con la justicia; por otro, convierte una situación tan infame como compleja en una simple quema de brujas, una actitud también mezquina y deshumanizada que no obstante se justifica mediante discursos morales como la defensa de las víctimas y el cambio social; por último, lo hace de manera pública porque ella es consciente de que, al hacerlo, le va a sacar un rédito económico enorme, pues sabe perfectamente que el escándalo se va a convertir en un caso viral. Es decir, que, lejos de actuar por activismo, Arabella utiliza la legitimación del activismo para llevar a cabo un proceso de autoexplotación capitalista. En sucesivos capítulos observamos su evolución, que la lleva a una espiral de agitación de las redes sociales, denunciando todo acto sufrido por cualquier persona con la que se cruza, como una manera de ganar ella una visibilidad a costa de la desgracia ajena. Arabella se ha convertido en una influencer de corte social justice warrior, y la serie se encarga de darle motivos para estar frustrada y traumatizada por sucesos de su vida —la doble violación, sumada a la incapacidad de las autoridades para hacer justicia—. Al mismo tiempo, la narración señala que haber sufrido no justifica conductas que nada tienen que ver con el cambio social, hasta el punto de que lo parasitan económicamente, en un simulacro activista donde en realidad no interesa que nada cambie, ya que un cambio real y definitivo eliminaría las posibilidades de seguir sacándole rédito económico al contexto social.
La situación acaba llegando a un callejón sin salida, pues en el fondo Arabella sabe que algo no va bien en su vida y que esta conducta no es la solución a sus problemas. La manera de salir del entuerto se la da su psicóloga, que de paso retrata con precisión por qué el activismo en redes es tan problemático: «los modelos de negocio de estas redes nos espolean a comportarnos de ciertas maneras, que incentivan hablar, a menudo a costa de escuchar». Al mismo tiempo le explica la manera en que simplificamos la realidad al colocar como «la otredad» todo aquello que no comprendemos, nos da miedo o no nos gusta, lo que nos lleva a sentirnos con derecho moral a rechazarlo sin hacer el menor esfuerzo por comprenderlo. Tras esta conversación, Arabella comienza a tomar más responsabilidad de sus actos, a ser consciente de que no todo vale, a ganar empatía hacia el Otro y a entender que la realidad es compleja, que formamos parte de ella y que está en nuestras manos decidir cómo vivimos nuestras vidas, por mal que el destino nos haya tratado. Es decir, que, aunque se haya sido una víctima, uno siempre tiene la opción de no victimizarse. Este cambio la lleva a una relación más sana y justa con el activismo, donde la (auto)explotación capitalista del statu quo se contiene, y donde la joven es incluso capaz de comprender la complejidad de las situaciones que han llevado a ciertas personas a maltratarla, sin que en ningún momento se canjee la comprensión por la justificación. Ante el éxito de propuestas de ficción como Una joven prometedora (Promising Young Woman, Emerald Fennell, 2020), que ofrecen una lectura simplista, sesgada e interesada de la realidad, así como una ficción audiovisual paupérrima, Podría destruirte se posiciona por méritos propios como un tótem del pensamiento activista a través de una mirada que arrasa con los numerosos aspectos cuestionables del pensamiento woke. Como le sucede a Arabella, siempre tenemos la posibilidad de decidir qué tipo de activismo queremos ejercer.
Sin embargo, a pesar del éxito crítico que ha recibido Podría destruirte, esta no está siendo valorada por las virtudes descritas a lo largo del texto. De manera inexplicable —o perfectamente lógica, según se mire—, el grueso de la crítica ha pasado por alto el verdadero trasfondo político de la obra. Solo hace falta echar un vistazo a los principales análisis de la producción, concretamente a cómo sus respectivos autores la definen, para entender que la clave de la serie se ha perdido por el camino. Juan Manuel Freire señala que se trata de «una reflexión de alcance universal sobre abuso sexual, trauma, amistad, familia, memoria y, finalmente, curación o algo similar». Daniel Fienberg la define como «una exploración del consentimiento», donde existe «una conexión entre consentimiento y autoridad sobre el cuerpo de uno y una conexión entre esto y la autoridad de la voz de uno». Andrew Crump la entiende, no como «un show sobre la inocencia perdida, per se, sino sobre la santidad perdida, cuerpos violados, límites rotos, relaciones puestas a prueba», mientras que Flora Carr la considera «un drama mordaz e ingenioso que desmantela y reconstruye todo lo que creemos que sabemos sobre citas esporádicas y nuestro propio consentimiento». En todos estos casos, los críticos ofrecen lecturas muy superficiales de la serie. Nada de lo que dicen es mentira, pero nada de lo que dicen es suficiente para entender qué es de verdad, en un plano profundo, Podría destruirte, habida cuenta de la cantidad de ejemplos que ofrece la serie de manera clara y abierta —localizarlos es simple cuestión de querer verlos—.
En otros casos, las lecturas son algo más complejas: Meghan O’Keefe ofrece reflexiones en la línea de este texto, cuando señala que «la revelación de que el sistema de justicia puede tener todavía menos que ofrecer a las víctimas del área gris del asalto sexual de hombre a hombre que a las víctimas femeninas», y al mismo tiempo puntualiza que «se difuminan las líneas entre abusador y abusado, colocándolos como posiblemente atrapados en sincronía en un círculo vicioso», hasta el punto de que la serie puede llegar a ser «absolutamente devastadora y poder dejar en incertidumbre a quien culpar por lo que sucede y por qué sucede». Un ejemplo similar lo ofrece Judy Berman, quien señala diferentes complejidades de la narración, tales como que «para una joven autora negra como Arabella, una editora negra no será necesariamente una mentora», que «un hombre blanco heterosexual pueda ser una amenaza, y otro pueda ser un consuelo», o el hecho de que Arabella «se enganche al vengeance vlogging y que su terapeuta le señale de qué manera las redes sociales exacerban dichos malentendidos». En estos casos, se vislumbra cierta profundidad de análisis, pero no se llegan a atar todos los cabos. Ya sea por ingenua superficialidad, por insuficiente capacidad de ir más allá en el análisis, o por una muy interesada lectura sesgada de la serie, Podría destruirte se ha malentendido simplemente como una de las grandes series sobre el consentimiento, que, precisamente, puede ser utilizada por la comunidad woke para defender sus postulados, cuando en realidad es un arma arrojadiza contra esta comunidad, algo que, aparentemente, sus integrantes han sido incapaces de ver. Resulta paradigmático que la lectura que se está haciendo de la serie refleje la crítica social que la propia obra pretende señalar. Si la creación de Michaela Coel aspira a poner en cuestión la facilidad con que cierto sector de la sociedad está elaborando interpretaciones superficiales, acríticas y muy interesadas de una realidad muy compleja, las lecturas que se están ofreciendo en los textos que analizan la obra reflejan, precisamente, dichas interpretaciones. La ironía de esta situación es sencillamente sublime.