Polanski: El hombre intranquilo
Introducción: Roman Polanski Por Sergio Vargas
Poco podía imaginar el actor que encarnaba a Alfred, el ayudante del profesor Abronsius, mientras se dirigía a sí mismo y a su futura esposa Sharon Tate en El baile de los vampiros (The Fearless Vampire Killers, 1967) la mala jugarreta del destino que le estaba aguardando a la vuelta de la esquina.
Sus tres primeras películas —Un cuchillo en el agua (Nóz w wodzie, 1962), Repulsion (1965) y Callejón sin salida (Cul-de-sac, 1966)— habían supuesto un gran éxito de crítica, y con el joven (para llevar tres películas en su haber) y de nuevo soltero (su primer matrimonio no duró ni tres años, errores de los díscolos años mozos) director en tan buen momento profesional, no era excesivamente sorprendente el salto genérico desde esos dramas claustrofóbicos en blanco y negro (no exentos de cierto humor malsano) a una colorida y picarona comedia vampírica. Así estaban las cosas en el mejor momento de su vida, algo que él mismo ha reconocido con frecuencia, y todo auguraba lo mejor para el realizador de origen polaco nacido en Francia, pero su carrera, a la postre, se ha visto ensombrecida por dos acontecimientos trágicos que han marcado su existencia y, aunque en menor término, ciertos pasajes de su obra. El primero de ellos, como decía, estaba al caer en aquel momento.
En verano de 1969 su, entonces ya sí, esposa Sharon Tate fue asesinada brutalmente en una matanza perpetrada por un grupo de fanáticos seguidores del criminal Charles Manson. El otro suceso sombrío llegó ocho años después cuando el director fue acusado y condenado por drogar a, y abusar de, una modelo (de trece años) en casa de su amigo Jack Nicholson durante una noche repleta de excesos, lo que al final se tradujo en un exilio forzado de los EE.UU. que perdura hasta la fecha.
Sin embargo, ello no obstaculizará para que podamos hablar de una trayectoria cinematográfica realmente notable que destaca por transmitir la angustia y las intranquilidades de sus personajes más allá de la pantalla.Aún así, es casi más interesante no tanto como provoca psíquicamente a su espectador sino también como lo hace físicamente, buscando que desde el otro lado se reaccione con el gesto tanto a lo que se ve como a lo que no se ve. Sin pensar demasiado se me ocurre un ejemplo de cada caso. Lo que se ve: en El cuchillo en el agua el componente desestabilizador del triángulo protagonista coloca su dedo índice extendido frente a sus ojos, cerrando uno y otro alternativamente, de modo que el mástil del barco que se halla detrás aparece a uno y a otro lado del dedo con cada guiño sucesivo, buscando la reacción del espectador que no conoce el efecto, e incluso del que lo conoce, al que prácticamente no le queda más remedio que imitar al, en varios sentidos, provocador. Lo que no se ve: Al comienzo de Frenético (Frantic, 1988), el Dr. Walker (Harrison Ford) es reclamado por su esposa mientras él se encuentra en la ducha. Ella desaparece por la izquierda, arrastrando su maleta desde fuera del campo visual y cuando esta también se esfuma, el espectador intenta buscarla en los márgenes del ángulo visual, inclinándose hacia los lados sin éxito, pues sigue atrapado bajo el agua de la ducha, igual que el doctor, que no volverá a ver a su esposa hasta que transcurra un buen tiempo. Su cine está repleto de estos ejemplos: pasillos con ángulos muertos esperando sin suerte a que los descubran, espejos en puertas de armario que se abren y cierran, sugiriendo lo que se oculta al ángulo visual pero sin mostrarlo, haciendo que giremos el cuello involuntariamente, como si estuviésemos nerviosos por algo.
Sus personajes, empujados por las circunstancias, también son/están intranquilos.Algunos con razón, como la Rosemary (Mia Farrow) de ese extraordinario cuento de terror que es La semilla del diablo (Rosemary’s Baby, 1968) o la Carole (Catherine Deneuve) de Repulsion, y otros, quizá también tengan sus motivos, como el Trelkovsky encarnado por el propio Polanski en El quimérico inquilino (The Tenant, 1976). O quizá no los tengan, pues la ambigüedad es otra de las cartas con las que le gusta arrastrarnos al hoy ya anciano realizador. Si en la primera de las tres obras citadas puede que lo que durante toda la película es un miedo continuo de la protagonista pero solo una sospecha del espectador que también puede pensar en un desequilibrio mental de esta, resulte confirmarse en un inquietante epílogo que no desentona en siniestralidad con el resto del film, y en la segunda los terrores (a los hombres) también se sugieren (por no decir revelan) como fruto de un trauma en uno de los más perturbadores planos finales de la Historia del cine, en la tercera ni siquiera en el desenlace tenemos claro si todo lo que ocurre son delirios del pobre Trelkovsky, afectado tras tanta penuria y tanto tejemaneje extraño en su comunidad, o realmente es objeto de una conspiración, de la que podrían extraerse ecos con la vida real de Polanski, al que todos parecían culpar de la casualidad que hizo que no se encontrase junto a Sharon Tate (él estaba rodando fuera de EE.UU.) el día en que la asesinaron e incluso los más extremos que le acusaban de haberlo preparado él mismo.
Como buen provocador, Polanski tiene muchas herramientas para buscarnos las cosquillas a los espectadores. Al margen de que no demuestre la más mínima coherencia a la hora de seleccionar géneros ni épocas en los que desarrollar sus historias, es profundamente consecuente a la hora de cerrarlas. El cine está plagado de ejemplos de finales desafortunados que afean, cuando no directamente echan a perder, muchas buenas narraciones. Y una de las mejores formas de echar el telón es volviendo al principio, siempre que se haga con conciencia y de la forma que más convenga a la historia, algo que a Polanski no se le da nada mal; Con la misma secuencia pero desde otro punto de vista —La muerte y la doncella (Death and the Maiden, 1994)— que complementa y da sentido a un comienzo intrascendente y solo en apariencia desconectado de la historia. Pero también puede hacerse desde el mismo punto de vista —La semilla del diablo—, buscando calcar el punto de partida con el conocimiento de los hechos posteriores bien presente para, tal vez, sembrar la duda sobre si todo ha sido un sueño, o más bien una pesadilla; Con un plano similar, pero variado en el tiempo —el ojo de la protagonista de Repulsión en la actualidad y quince años antes—, que hace que el comportamiento de Carole cobre sentido; El bucle entre divertido y pesadillesco de El quimérico inquilino; O el más recurrente en su cine, la situación que se repite a la inversa, con unas vivencias intermedias que hacen que se revierta, caso de, por ejemplo, El baile de los vampiros, con los protagonistas que iban a erradicar un virus del que ahora son portadores, o Lunas de hiel (Bitter Moon, 1992) con el ñoño matrimonio de Nigel (Hugh Grant) y Fiona (Kristin Scott Thomas) abrazado antes y después de asistir desde bien cerquita a un doble homicidio y de sufrir (él) una humillante infidelidad de las que se perdonan pero no se olvidan; O el de La Venus de las pieles (La Vénus à la fourrure, 2013), cuyo plano final nos saca del teatro donde se desarrolla toda la película por la misma puerta pero en dirección inversa a como entramos, como testigos de excepción de un casting sin par; Y por supuesto, el final sorpresa de Chinatown (1974), al que todos queremos como se quiere a una hija o a una hermana.
Definitivamente el de Polanski es un cine provocador, siniestro, divertido, a veces morboso e incluso malsano por momentos, pero desde luego no es para estar tranquilo.
* Este texto, ahora revisado y actualizado, fue realizado y publicado originalmente para el libro Cien miradas de cine (VV.AA. , Ed. Macnulti).