Princesa (Han Gong-Ju)

Inocencia apaleada Por Enrique Campos

Si la violación es el acto más abyecto que puede cometer un hombre, posiblemente la experiencia más traumática que puede vivir una mujer -la más traumática de entre toda la galería de experiencias traumáticas que han vivido las mujeres desde que ambos, mujeres y hombres, bajaron de los árboles-, entonces el cineasta tiene la obligación moral de meditar muy mucho el enfoque de historias que lidien con el sexo forzado. El enfoque lo es todo. Qué se quiere contar de la víctima, cómo se va a perfilar a los ejecutores, ¿conviene o no insinuar si hubo algo que ella pudiera haber hecho para evitarlo? Acusados (The Accused, Jonathan Kaplan, 1988), dentro del sensacionalismo inherente al cine de juzgados yanqui, sentó cátedra sobre esto último: el violador puede decir misa; si la chica gritó «no», era que no. La línea roja la trazó Gaspar Noé en Irreversible (Irréversible, 2002): la recreación de la agresión en sí, con pelos y señales, es innecesaria, obscena; sólo para disfrute de mentes calenturientas, triunfo asegurado entre los devotos del arte de epatar.

Para el debutante Su-jin Lee, ninguna de esas dos vías lleva adonde él pretende llegar, a lo que de verdad importa: las consecuencias. Las imágenes de la violación –múltiple, para más señas– se filtran con cuentagotas, nunca van más allá de unos ojos nublados por el pánico, o el plano desenfocado de un cuerpo desnudo. Y su única razón de ser pasa por explicarnos el presente de la Hang Gong-Ju del título original; violada, pero también traicionada. Su-jin expresa con esos flashes lo que su protagonista ni siquiera es capaz de verbalizar en una huida hacia adelante, exilio incluido, marcada por el desamparo, el miedo, la paradoja del sentimiento de culpa en quien no hizo nada para merecer esto. Porque, en realidad, no hay nadie que merezca esto.

princesa

Princesa (Han Gong-Ju) no puede entenderse sin la idiosincrasia asiática, o coreana. No puede entenderla un señor de Albacete que no quiera dejar fuera de la sala la escala de valores albaceteña. Diferentes estigmas sociales, diferentes comportamientos parentales, diferentes modelos éticos. Hang está sola, institucionalizada. Oculta su identidad y oculta los hechos. Así quieren que sea los que la han enviado lejos de su casa. Completan el penoso cuadro una madre ausente, un progenitor borracho y la mezquindad de los padres de los violadores. “Mi hijo es bueno. En el fondo no es mal chaval. Son locuras de juventud, no vayamos a joderle la vida por esto”.

Su-jin lanza poderosos cabos emocionales entre Hang y el espectador hasta convertirla en nuestra hermana, o nuestra hija. Hang crece dentro de nosotros, desde una toma de contacto gélida, cuando no tenemos del todo claro lo sucedido y nos vemos cara a cara con una adolescente huraña y de pocas palabras, hasta ese maravilloso territorio llamado empatía. Una transición ejemplar que se apoya en la parsimonia narrativa. Contra los brochazos agresivos de un Gaspar Noé, Lee Su-jin apuesta por el pincel y la acuarela de tonos apagados, de sol que no calienta. Director y personaje principal van de la mano buscando la delicadeza en la infamia y la catarsis en el arte. Tori Amos, que de catarsis e infamias sabe un par de cosas, me va a ayudar a cerrar estas líneas: “It was me and a gun, and a man on my back. And I sang ‘holy holy’ as he buttoned down his pants. You can laugh, it’s kind of funny, things you think at times like these. Like I haven’t seen Barbados, so I must get out of this”. Ahora que lo pienso, esa canción, ‘Me and a gun’, debería ser la única reseña de Princesa (Han Gong-Ju).

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