Puñales por la espalda: El misterio de Glass Onion
Cada uno se fabrica su marca Por Raúl Álvarez
Alexander Mackendrick solía decir que la comedia era una cuestión primero de tono y después de estilo. Ahí lo dejaba, aunque es fácil intuir cuando uno lee On film-making: An introduction to the craft of the director (2006), una selección de sus clases en el California Institute of the Arts de Los Angeles, donde fue docente durante veinticinco años tras dejar el cine, que la forma es consecuencia de la moral. Un cineasta se retrata para mal cuando adopta un tono en el que no cree. Un cineasta, y cualquiera. Sin saber bien los motivos, Rian Johnson decidió en Puñales por la espalda (Knives Out, 2019) que esta fórmula podía alterarse sin consecuencias, y el envite le salió medio bien porque el reparto, el escenario y la trama –en este orden– disimulaban un estilo sin gracia y unas formas televisivas.
En Puñales por la espalda: El misterio de Glass Onion, por el contrario, el reparto cojea, el escenario es un capricho caro y mal aprovechado, y la trama se acaba a los cuarenta minutos. Todo esto explica que la película se abra en canal y exponga sus miserias dramáticas y narrativas, una tras otra, mediante previsibles trucos de guion, insertos en un baile de puntos de vista mal coreografiados, que sin embargo se presentan al espectador como giros brillantes e inesperados. Carente de tono y estilo, de auténtica personalidad, en definitiva, reflexión que cabría extender a la filmografía de Johnson posterior a Looper (2012), la cruda realidad es que esta vez el andamiaje artístico no le ha servido al director norteamericano para enmascarar una pieza de bisutería. Brilla y llama la atención, pero es plástico reciclado con piedras de brilli brilli.
No cuela que sea una sátira, en este caso sobre el capitalismo woke y la cultura del éxito, porque este registro exige que no se confunda el cinismo o la hipocresía de los personajes con el necesario sarcasmo de su creador. Glass Onion no es una caricatura verosímil en el ámbito de la comedia detectivesca, a la manera de las que dibuja un Matthew Vaughn en el género de acción y aventuras, por ejemplo, porque Johnson probablemente es tan cínico o hipócrita como sus criaturas; al menos con respecto a lo que critica en este film. Se salta a Mackendrick –y a Howard Hawks, y a Blake Edwards, y a Billy Wilder, y a Berlanga, y a Dino Risi, y a tantos otros– porque su película responde a una agenda, no a una conciencia. El efecto inevitable de esta decisión es que sus personajes se desactivan como caricaturas y se revelan como idiotas, y en este terreno Johnson está muy lejos de alcanzar a los hermanos Coen. Mucho.
No es lo mismo –y aquí podríamos citar a Mihura o a Jardiel Poncela– criticar un asunto desde la mordacidad que hacerlo desde la simulación de una conciencia. En el primer supuesto existe un conocimiento profundo del tema, y por tanto una moralidad, mientras que en el segundo se destilan ideas vagas y superficiales, y por tanto se ofrece un teatrillo más o menos ocurrente. Valores o marcas. Si Glass Onion se queda en marca es porque Johnson aspira a una sutileza discursiva que niegan las formas cinematográficas elegidas.
Lo paradójico de esta trampa es que la película no propone siquiera un misterio sustancial al público que busca algo tan sencillo y necesario como entretenerse viendo una historia bien armada. Aún peor, desvela muy pronto la naturaleza real de sus protagonistas; en concreto la del personaje de Edward Norton: Miles Bron, un millonario aparentemente inteligente y comprometido con el medio ambiente que resulta ser un completo imbécil.
Elon Musk o Jeff Bezos según Rian Johnson.
Bueno, no resulta, nos lo dice Johnson desde el principio de manera machacona. Es evidente que la apariencia física de Bron, así como su mansión de ensueño en una isla griega, sus extraordinarias posesiones y su plan para salvar al mundo de una crisis energética, no son sino una cuidada pantomima que sirve al propósito de desviar la atención de un ego desmesurado, en esencia egoísta y psicópata, cuya única virtud consiste en saberse vender como marca. Si hasta se dice varias veces durante el metraje: “Aquí cada uno se fabrica su marca”. Lo mismo podría decirse del resto de personajes, salvo Benoit Blanc (Daniel Craig), y, desde luego, del propio Johnson, porque Glass Onion es un simulacro basado en las apariencias; las de una película que se propone más inteligente, divertida y compleja de lo que es.
Pensemos un instante en los relatos de Poirot escritos por Agatha Christie, sin duda el espejo en que se mira Johnson para producir esta saga. La crítica hacia la alta sociedad que está en la base de Asesinato en el Orient Express o Muerte en el Nilo se despliega a partir de las acusaciones que vierten unos personajes sobre otros cuando se sienten presionados por Poirot; es decir, cuestionados al saberse su hipocresía, y no tanto desde la habilidad del detective –alter ego de la propia Christie– para descubrir los secretos de los demás o para atar cabos. El único farsante auténtico es Poirot/Christie, pero porque su calculada afectación se rige por un código moral y un estricto sentido de la justicia. Los criminales creados por la escritora se descubren a sí mismos por pura vanidad e instinto de supervivencia; tienen miedo a perder sus privilegios. Por eso la sátira es tan eficaz en esas dos novelas y también en las dos adaptaciones que firmaron dos cineastas de fuertes convicciones como fueron Sidney Lumet y John Guillermin.
A Johnson se le notan las costuras, insisto, porque se lo da todo hecho al público y le dice a cada minuto lo que debe pensar y a dónde debe dirigir la mirada. Ni Daniel Craig en esta ocasión puede salvar un invento poco o nada sorprendente, sin mecha, que recurre a flashbacks dentro de flashbacks, a la separación de puntos de vista y a resurrecciones de manual (malo) de guion para alargar un historia que quizá habría funcionado mejor como capítulo de una serie de televisión. Hacer sangre de la fotografía diurna y de los efectos visuales ya no es novedoso a estas alturas tratándose de una producción Netflix, pero es necesario decir una vez más que, sí, la foto diurna es espantosa y los efectos visuales son altamente mejorables. No se puede comprar un criptex si luego lo abres a martillazos.