…que amaba a las mujeres
Por Aarón Rodríguez
Vivir en un estado de enamoramiento y melancolía permanente. Vivir instalado precisamente en ese umbral donde resulta siempre más importante la confidencia que la lencería íntima, más importante la sutil sonrisa que la mirada al techo irremediablemente mal encalado de la habitación mientras el humo del cigarro del después –porque siempre hay un después, esa es la tragedia- trepa dibujando arabescos y estructuras, ay, no cinematográficas.
El gesto de mirar a la distancia prudencial a la bella mujer con la que uno tropieza irremediablemente –distancia para permanecer dentro de uno mismo, no ser descubierto o importunar, no resultar soez ni mezquino y permanecer parapetado tras la intimidad de la propia mirada- es algo que muy pocos directores saben introducir en sus relatos. Me gustan, por ejemplo, esos planos extraordinarios de Hong Sang-soo que apenas muestran a una desconocida cruzando un paso de cebra al fondo del tremendo ventanal de cualquier bar, o esos terribles y hermosos segundos de soledad justo antes del amanecer cuando la soledad, pero también la inevitable comodidad de la melancolía bien conocida, invaden a sus personajes masculinos. Qué bien habla del amor Hong Sang-soo, y qué bien traza con su propia cámara aquellos espacios, aquellos gestos, aquella inexorabilidad del paso del tiempo que es, al mismo tiempo, condición necesaria para la añoranza y para el cine.
De ahí que a veces sea necesario entender que una pantalla de cine funciona también como uno de esos ventanales de los autobuses que surcan las ciudades, esos que exigen dejar la vista libre entre propias y extrañas, entre narrativas que no nos pertenecen y que no admiten el truco fácil del corte del montaje. La vida no es exactamente un plano secuencia, como apuntó –dicen, aunque yo no he localizado nunca la cita concreta ni su contexto- Pier Paolo Pasolini. Se non è vero… La vida es más ese dulce reto que nos sorprende en Sang-soo y en su manera de organizar los tiempos (narrativos, subjetivos, pero también las estructuras, la cronología del reconocimiento de los acontecimientos) en todas y cada una de sus películas. Sang-soo sabe hacer ese truco de magia impagable donde el amor se convierte en el verdadero motor de la narración audiovisual y, entonces, todo resulta posible pero todo está perdido siempre al mismo tiempo. Todo se escapa entre los dedos, o a lo peor, se desliza al otro lado del proyector de cine y se vuelve al mismo tiempo una confesión que el espectador no puede evitar dirigirse a sí mismo.
Ahora realmente el invierno es invierno y los penitentes de este adviento descreído y demasiado humano andamos recordando interminablemente nuestras noches con Maud o el gesto exacto de Kim Min Hee antes de que abandonáramos la sala. El frío al salir de la salas y la mirada perdida, buscando siempre la cajetilla a la salida del cine, tantos años después de dejar de fumar. Amar, siempre lo mismo, siempre el mismo truco de magia. O si ustedes lo prefieren, la misma película.