Quién te cantará, de Carlos Vermut

Casa frente al mar Por José Francisco Montero

Las películas de Carlos Vermut son antes que otra cosa ensayos sobre su propia construcción. No solo porque tengan mucho de engranajes al descubierto, filmes en los que casi podemos ver a la propia narración articulándose, las estrategias que la vertebran desplegándose, propiciando de continuo la reflexión sobre sí mismas, sino porque lo que narran es en buena medida eso, este progresivo desvelamiento de sus mecanismos formales. Dicho de otra manera, no se trata tanto de unas formas que moldean un relato como de una historia diseñada para permitir a unas determinadas estrategias formales expresarse. Lo cierto es que sus tres largometrajes tienen algo de ecuación matemática, si bien una en la que las incógnitas nunca se despejan del todo. Algo parecido a que Le mystère Picasso (Henri-Georges Clouzot, 1956), por poner un ejemplo canónico, la hubiera dirigido el propio pintor malagueño y, en lugar de la de un documento, le hubiera dado la forma de una ficción.

Probablemente Vermut sea, como consecuencia, el director español actual en cuyas películas las costuras son más visibles: obras en el fondo sobre la creación que, a la manera de la criatura del doctor Frankenstein, no pueden —o no quieren— en absoluto ocultar el trazo de la escritura que les ha dado vida. Y, en coherencia, es Vermut de los pocos cineastas españoles en los que el sentido se deposita —al menos en una lectura superficial— en este trabajo de articulación: acaso no sea del todo anecdótico que el motivo que se aduce como motor de los movimientos de la protagonista de su último largometraje, Quién te cantará —esto es, el impulso para su vuelta a los escenarios, frustrada por el desvanecimiento que sufre un día en la playa y su subsiguiente amnesia—, esté en una casa que hay que mantener —y que a continuación esta se constituya en el principal escenario del filme—, pues en pocos cineastas contemporáneos es tan determinante la arquitectura de sus relatos, los recorridos y entrecruzamientos de sus distintas líneas narrativas, el trabajo sobre diversas tonalidades de un mismo tema —el trío de personajes principales de Quién te cantará, así como la gira resultante de Lila, llevan por nombre el de diferentes colores de una misma gama—, el diseño cartesiano de muchos de sus planos.

Es natural, entonces, que, más allá de los múltiples juegos especulares que atraviesan la película ad infinitum, la protagonista de Quién te cantará sea una imagen del propio relato, su evolución en el mismo paralela a la construcción de este: al principio una página en blanco —incluso su única guía se llama Blanca—; en el desenlace una ficción hecha de retazos, de usurpaciones y vacíos; entre medias la edificación de una historia que —como todas— no se hace con los fragmentos narrados, meros fogonazos en la oscuridad, sino a partir de ellos, en los vacíos a rellenar que conectan esos fulgores.

De modo que al inicio la protagonista está en la misma situación que el espectador: tratando desde la nada de construir —o reconstruir— una historia. Pero hay entre ellos una diferencia fundamental: Lila ha perdido la memoria, la antigua estrella de la música es ahora poco más que una cáscara vacía, la huella de unos pasos perdidos. Por el contrario, lo único de que dispone el espectador es, precisamente, de su memoria. Solo gracias a ella será posible la edificación de la historia. Es un indicio más de la inclinación “gestáltica” de las películas de Vermut, no tanto por la obsesión del director madrileño en la distribución de sus materiales —narrativos y visuales— o en el poder figurativo de los principios de semejanza, simetría y continuidad sobre todo —todos ellos trascendentales en la construcción de Quién te cantará—, sino por el inusitado grado de conciencia demostrado por su autor de que el sentido en última instancia nace en ese más allá de las formas —que por sí solas no significan nada— que está en la percepción, en la lectura; es decir, en la memoria del espectador. Así que este y Lila han de reconstruir desde la nada sendas figuras, un relato y una identidad, dos modos de la ficción. Cerca del final, cuando Lila recupera la memoria, el relato descubre también sus claves secretas —un disco oculto y reencontrado simboliza la identidad recuperada de Lila, mientras que otro hecho pedazos anticipaba el destino fatal de Violeta.

Cercando toda la historia, la película se inaugura y concluye en el mar. O con mayor precisión, nace en el linde del mismo, en su orilla, y muere en sus profundidades, devorada por las aguas. A unos pocos metros del mar, de lo informe, donde todo se confunde, donde todo es subsumido en su masa gigantesca y voraz, una casa, el espacio donde son posibles las formas y los relatos.

Quién te cantará

Es obvio que Quién te cantará es una historia de posesiones, de dobles, de vampirismo, de seres que se desvanecen a medida que otros ocupan su lugar. Si Persona (Ingmar Bergman, 1966) es la referencia más evidente de la película —aunque conviene tener también presente una de las mejores películas de Joseph Losey, El sirviente (The Servant, 1963)—, los ecos de Vértigo (Vertigo, Alfred Hitchcock, 1958) discurren por cauces algo más subterráneos y probablemente sea esta la pieza clave de este “karaoke cinematográfico”, de este filme sobre voces que ya solo pueden ser ecos, sobre personajes que no pueden ser otra cosa que fantasmas y sobre un tiempo que ya no se configura por simulacros de la realidad sino por simulacros de simulacros: como en la película de Hitchcock, a través de Violeta el personaje interpretado por Najwa Nimri trata de recuperar a otra muerta, solo que esa muerta es ella misma; por su parte, Violeta se convierte en Lila, o en su cara más sombría —antes solo era una copia de la imagen pública de Lila—: primero viste sus ropas, posteriormente se consuma la transformación en un travelling circular, y por último, ya convertida en un residuo superfluo, asume su destino trágico, o mejor, no el de Lila sino el de su madre, el de aquella cuya muerte provocó Lila al precio de su silencio, como Violeta provoca el de su hija: en definitiva, su destino es el de ser víctima sacrificial que redime la culpa de la cantante para que esta pueda recuperar su voz, una voz que no puede ser otra que la de un médium, que solo es posible como vehículo de fantasmas. Si Quién te cantará es una película sobre la creación —o la recreación, siendo precisos—, lo es también sobre la muerte, como si esta le fuera consustancial —creación y silencio, vida y muerte, anudadas también en su más evidente metáfora: las relaciones entre madres e hijas—: Quién te cantará probablemente sea lo que más se ha acercado una película española a una obra tan insólita y huérfana como Arrebato (Iván Zulueta, 1979).

Pero afortunadamente lo que otorga su auténtica vitalidad a los filmes de Vermut no es este dispositivo formal extremadamente minucioso sino la conflictiva convivencia entre esta arquitectura de inusitado rigor, pero que de continuo corre el riesgo de la excesiva mecanización —que quizás Vermut no haya sorteado aún del todo—, y las set pieces de rara intensidad que dan cuerpo a sus filmes, entre la narración extraordinariamente autoconsciente y las digresiones que la emborronan con fertilidad. Las habituales escenas construidas a partir de la confrontación entre dos personajes no dejan de ser reflejo en la narración de estas dos fuerzas de cuya oposición extraen toda su auténtica energía las películas de Vermut, una tensión formal que en Quién te cantará, más aún que en sus dos anteriores largometrajes, asume la forma del enfrentamiento entre lo convencional y sus rupturas.

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