Quién te cantará
Parasitismos y brillantina Por Paula López Montero
Cuatro años separan Magical girl (Carlos Vermut, 2014) de Quién te cantará (2018). A decir verdad, con ese filme encandiló a la crítica y Carlos Vermut se convirtió en la promesa que todos ansiábamos del nuevo cine español. Tenía frescura de ideas, concisión en los diálogos, una estética un tanto oscurantista que molaba, a la par que la integración de nuevos imaginarios al trasfondo psicológico de los personajes lo cual enriquecía enormemente sus relatos. En definitiva, una buena propuesta para una Concha de Oro. Seguramente la mayoría de los críticos españoles cuando anunciaron la programación del SSIFF quedaron atrapados ante lo que era una interesantísima propuesta de guión y que seguro haría consolidar la carrera del director. Yo misma auguré un buen pronóstico para el filme. Pronto apareció el tráiler en el que se nos dejaban ver pequeños fragmentos de lo que sería la película: una cuidadísima y minimalista estética, unas agudas interpretaciones, una reflexión sobre el mundo fan, la identidad, la memoria y el ingenio. Además, se dejaba ver una clara visitación al filme de Bergman, Persona (1966), lo cual ¿a quién no le parecería interesante?
Pues bien, nada más empezar la película así se cerciora, se nos introduce un plano abierto de Lila Cassen (una deconstruida Najwa Nimri que no encuentra su lugar en el filme y que interpreta a una artista consagrada en los años 90, que lleva diez años sin cantar pero que planea su regreso a los escenarios) que ha sufrido un síncope, mientras su manager Blanca (Carme Elías) la intenta reanimar en una propuesta de escenario que recuerda y apela directamente al filme de Bergman donde el mar ejerce también un trasfondo importantísimo. Tras ello, en una habitación de hospital, Blanca descubre que Lila Cassen ha perdido la memoria, no recuerda quién es, aunque le enseña una foto suya en un Ipad y reconoce que esa mujer encuadrada en un marco de nuevas tecnologías es Lila Cassen pero no ella, y cuando se apaga la pantalla del Ipad se deja ver su rostro fusionándose con esa imagen. Buenos recursos y un buen entendimiento del pretexto clínico que acompaña a la obra del director sueco. La multimillonaria cantante vuelve a su mansión con vistas al mar donde congrega sus discos de oro y tras escuchar de la voz de su manager que Lila Cassen es única, decide buscar en internet textualmente “Lila Cassen Única” y ahí es cuando se topa con un video de Violeta (Eva Llorach) una cantante de karaoke que interpreta todas sus canciones y quién mantiene una relación disfuncional con su hija histriónica Marta (una excedida Natalia de Molina) que es capaz de llevar a su madre hasta el límite para conseguir un móvil nuevo. Blanca, tras la petición de Lila Cassen acude al karaoke para ver la actuación de Violeta y consigue convencerla de que ayude a Lila Cassen a recuperar su identidad porque nadie mejor que ella –su mayor fan- conoce quién es. Le hacen firmar un contrato donde se compromete a no desvelar la situación amnésica de la protagonista y empieza a ayudar a Lila Cassen a interpretarse a sí misma. Y es cuando se nos introducen los sacrificios que ambas tuvieron o tienen que hacer para ser quién son: Lila Cassen le roba la genuinidad y la creatividad a su madre y Violeta pone en encrucijada la relación tormentosa con su hija Marta.
Hasta aquí todo normal, con un tiempo lento, agudizado en ciertos momentos por la atmósfera espeluznante de Alberto Iglesias, quién compone una banda sonora muy pero que muy parecida a la que nos suele acostumbrar con los filmes de Pedro Almodóvar y que acompaña bien al relato –desde luego en todo el filme hay ecos muy almodovarianos, pienso en, por ejemplo, Julieta (2016)-, y con una estética minimalista que habla tan poco como sus personajes. Puedo entender que, si bien se esperaba un comienzo más enigmático, Vermut decida imponer otro tiempo y otro silencio a su relato donde trae a colación la modernidad del discurso bergmaniano para pasarlo por el túrmix posmoderno donde solamente hay arquitectura, espacios en blanco y mucha brillantina. Pero, si bien este ejercicio de apropiación y parasitismo –conceptos que vienen bien anudados a la historia de identidades que viven sus protagonistas- puede actuar de buen reflejo y reactualización de una cuestión profundamente moderna, Vermut no consigue darle a su relato enganche, se queda frío, inerte, adolece de sentimientos, cae en el vacío de emociones y lo peor: no consigue ninguna reflexión. Diría que compone este filme más desde el cansancio que desde el entusiasmo y que hasta ahí me parece acertado como síntoma de los tiempos que vivimos. Pero no acabo de entender que los grandes ejes del guión queden por completo desolados. La música que propone –por muy buena que sea, con la gran Amaral al frente- queda petrificada y al final todo el relato es un gran ejercicio de mezcolanza de las obras e imaginarios de otros autores que no consigue hacer brillar las interpretaciones y que, encima, cae en la pretensión de postularse como una de las grandes reflexiones sobre la identidad y el doble bajo la rúbrica de la Posmodernidad. En realidad, no tiene nada, absolutamente nada, nuevo que aportar. Brillantina en el desierto. Cae en el juicio mainstream de considerar la Posmodernidad como un relato vacío, carente de originalidad, donde el tiempo no tiene cabida –podría comprarlo si hurgara más en la cuestión de los espacios-, sin profundizar en el fenómeno mediático o en la potencia de la imagen como mirabilia, y hierra en el hecho de traer una de las grandes obras del cine como es Persona sin haber ahondado mejor en la única premisa que las une: la relación espectral, refractaria entre las dos protagonistas. El guión quiebra por completo en su final. Por muchos espejos que ponga, por buenas intenciones de traer a colación planos casi surrealistas como aquel cuadro de Magritte, Reproducción prohibida (1937), o propuestas de gran virtuosismo casi plástico, Vermut no consigue generar –al contrario de lo que acontece con los fenómenos fanático-posmodernos- más que indiferencia. La secuencia giratoria final alrededor de Najwa Nimri cantando Procuro olvidarte –una de las canciones que más remakes ha podido tener a lo largo de la historia y que habla de esa dualidad entre necesidad, identidad y olvido- a la que luego le sigue el aplauso multitudinario del púbico enlatado en la película, se queda como un momento congelado que deja ver la provocación castrada que tiene un filme que no consigue contagiar al público. Vermut incita a un aplauso forzado que nadie en la sala le siguió. En definitiva, un gran letargo contradictoriamente superfluo.
La peli es interesante por lo diferente, pero nada mas.
Leo una críticas arrolladoras como si fuese la película del siglo y se trata simplemente de una historia no tan convencional pero bastante lejos de una ora maestra.
Creo que la música no funciona.
Los supuesto éxitos de Lila son mediocres.
Y Procuro olvidarte es na clásico que nada nuevo aporta, no es mágico como lo quieren mostrar