Rabin, el último día

"Pulsa Denura" todo el tiempo Por Aarón Rodríguez

“For I am guilty for the voice that I obey”(Portishead, Machine gun)

Hace unos años, en mi primer viaje a Tel Aviv, tuve la ocasión de pasar una mañana completa en el Yitzhak Rabin Center. Era un edificio gélido, impresionante, situado casi en mitad de ningún lugar, pura arquitectura contemporánea entre una escombrera y una fábrica abandonada. Era necesario subir una colina bajo el terrible sol del julio israelí, serpentear por callejones agotados y, finalmente, dar un rodeo entre paradas de autobuses carcomidas y oxidadas por el calor y el desierto que sigue latiendo debajo del plan de reforestación de la zona. Al llegar, en el interior del museo, todo el recorrido transcurre en espiral, como si se recorriera el estómago de una serpiente que dormita, punteado por gigantescas pantallas en las que se proyectan una y otra vez las imágenes del asesinato de Rabin, escenas de la guerra de los seis días y cosas similares.

Israel debe ser el país con más museos dedicados a la problemática de la memoria por metro cuadrado. De hecho, cada vez creo entender más a un librero judío que, años después, me espetó en una pequeña tienda de Nueva York: “En cada clase, en cada comida familiar, te dicen: Tú estás aquí pese al Holocausto, tú estás aquí pese a las guerras del siglo XX, le debes todo a los mártires de las cámaras de gas y a los soldados caídos… Por eso me fui de Israel, ¿cómo puedes vivir si tu vida está dominada por el recuerdo de gente muerta?”.

Rabin, el último día

Creo que el cine de Amos Gitai lleva intentando responder a esa misma pregunta desde hace ya varias décadas. Una y otra vez, con tozuda precisión, Gitai pone las herramientas audiovisuales al servicio de los fantasmas de su país, siempre con una mirada impresionantemente crítica, rigurosa, casi insoportable. Por supuesto, hay un cine propagandístico israelí y un cine propagandístico palestino, pero la obra de Gitai trasciende ambas categorías porque no esconde la tensión entre ambas realidades. Es lo suficientemente lúcido como para no emitir ningún discurso bienpensante de cara a la galería, y a la vez, conoce y exhibe con una honestidad pasmosa toda la enorme complejidad del trauma israelí, la herida abierta en canal, el flujo de angustia y de violencia que se escribe en cada uno de los hogares.

Pero, sobre todo, Gitai sabe cómo traducir cada problemática precisa con una forma cinematográfica concreta. Nunca rueda de manera mecánica, no tiene un piloto automático, sino que cada una de sus cintas parece una profunda reflexión visual sobre las aristas y las rugosidades de cada problema planteado. Así, cuando encierra a sus protagonistas en Zona libre (Free Zone, 2005), cuando genera una impresionante película de paisajes sangrientos en Kippur (2000), cuando rueda en un único plano secuencia en la portentosa Ana Arabia (2013) o cuando firma una tregua con el melodrama convencional en Plus tard, tu comprendras (2008) está dando respuestas determinadas, visuales, formales, a problemas históricos de un peso absoluto.

De ahí que su idea de rodar una reconstrucción del asesinato de Yitzhak Rabin me pareciera, desde el primer momento, una tarea portentosa. Al contrario de lo que se ha leído en la crítica mayoritaria estos días –por lo general, terriblemente desinformada sobre la figura de Gitai y presta a calificar como “sionista” cualquier película que venga de Israel, hable de lo que hable-, el director hebreo siempre ha tenido una sensibilidad ética concreta hacia el problema de los territorios ocupados: de hecho, como arquitecto, se negó a trabajar para un gobierno que le exigía, precisamente, que diseñara edificios para levantarse en terrenos difusos en Cisjordania. Para construir la película ha necesitado dos horas y media de metraje y un dispositivo espectacular, creado ad hoc para cada secuencia concreta, en el que se combinan de manera progresiva reconstrucciones, entrevistas, ficcionalizaciones, escenas de género, falsos escenarios teatrales e imágenes de archivo en una suerte de gran collage audiovisual que explora, de manera minuciosa, la relación de cada una de las imágenes con la violencia.

Rabin, el último día

La hipótesis de la cinta es a la vez, lúcida y clara: el asesinato de Rabin fue un gesto político cocinado a fuego lento por una serie de fuerzas interesadas en justificar el odio en la población civil y, después, convertir ese odio en una acción física definitiva. El asesino no es únicamente un joven fanático que aprieta un gatillo, sino el lento e inexorable conjunto de pequeños verdugos que van dibujando una diana sobre el rostro del político. Al contrario de lo que se espera de un thiller con estructura de whodonuit, lo que Gitai hace es mostrar que no podemos decir quién es el culpable. Tirando del hilo de la imagen, va distribuyendo evidencias de cómo la sangre tiene muchos nombres, se filtra por muchas hendiduras, se desliza por muchos rostros y, al final, es masticada por muchos dientes.

Cada escena, por así decirlo, es una salpicadura de esa sangre concreta, derramándose en un arabesco audiovisual. Así, la cámara exige su movimiento reflexivo, compone espacios con parsimonia, a veces contradictoriamente, a veces de manera narrativamente imposible. Cada corte de edición tiene una lógica aplastante, ya sea por su demora en el tiempo, ya sea por la violencia con la que combina distintos materiales. Por ejemplo, en la apasionante recreación de la expulsión de los colonos por los soldados israelíes, Gitai hace chocar las imágenes de archivo con su propia escritura. Es necesario frotarse los ojos y atender a la textura del plano: ¿Qué estamos viendo? ¿La Historia o la historia? ¿Es Gitai el que habla, o es Israel, o es el Tiempo mismo? Lo mismo ocurre con la dialéctica interior/exterior en la composición de lugares. La cámara repta por sótanos y paisajes imposibles, tenuemente iluminados, construyendo ecos como de Rembrandt judío. De pronto, en un momento dado, estalla todo el paisaje exterior: el cielo, la hierba, la tierra removida, los pasos de las botas manchadas de barro, y el trazo impresionista que Gitai desarrolló en Kippur regresa pero sin el calor del celuloide. Ese cielo gélido, cielo de Dios dubitativo, queda convertido en enigma: ¿de quién –y por qué- es esta tierra? ¿Quién y cómo la habitará?

Por eso Rabin, el último día, es, ante todo, un ejercicio de historiografía audiovisual. La mano que redacta sabe tanto de su propio pulso en la escritura –y de sus temblores- como de la necesidad para señalar, con toda la furia posible, el olor a pólvora, el aullido, la lágrima, y finalmente, la nada. Es una película-coraje, una película-alegato, pero ante todo, una película-pensamiento.

En cierto modo, si aprendí algo aquella mañana de calor funerario en el Yitzhak Rabin Center es que en Occidente hemos realizado un fantástico ejercicio de conciencia y ceguera para no vivir aterrorizados por la presencia de nuestra propia violencia. Eso nos permite sortear enormes cuotas de sufrimiento pero, a la vez, nos hace pensar de manera equívoca e ingenua lo que realmente significa y entraña el ser humano. Atraviesas la frontera del barrio, del país, la frontera ideológica de la propia ética y, cuando te quieres dar cuenta, llegas a un punto ciego en el mundo donde hasta los niños, con los dientes de leche prestos a llenarse de sangre, mastican la Pulsa Denura todo el tiempo.

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