Rambo: Last Blood
Literalizar la metáfora Por Lorenzo Ayuso
“¿Recuerdas aquella vez en Bosnia, cuando derrotamos a los chicos malos serbios y cortaban en pedazos a los nuestros y había sangre en todas partes? Veía que no saldría de ahí y sabía que tú también lo pensabas. Te sentías como... muerto, ¿sabes? Mi cabeza era un lugar muy, muy oscuro. Yo no creía en una mierda. Todo era negro como Drácula. Recuerdo que me compré una botella de esa bebida que vendían en todas partes... Slivovitz, creo que se llamaba así. Dejé de sentir dolor... Había subido a aquel viejo puente de madera y vi a esa... vi a esa mujer allí de pie. Alcé el paso y ella me vio, me miró directamente a los ojos y yo la miré a los ojos. Supe lo que iba a hacer, me miró y supe que iba a saltar. ¿Sabes lo que hice, tío? Me giré y seguí caminando hasta que la oí caer al agua. Después de quitar tantas vidas, allí había una que podría haber salvado, pero no lo hice. Más tarde me di cuenta de que, si la hubiera salvado podría, no sé, haber salvado lo que quedaba de mi alma."
Durante el contemplativo primer acto de Rambo: Last Blood (ídem, Adrian Grunberg, 2019), la imagen que se nos devuelve del inasequible veterano de guerras extranjeras al que Sylvester Stallone comenzó a esculpir 38 años atrás resulta, de inicio, incierta. Desprendido de su melena oscura, la grisácea madeja de pelo que cubre su cráneo presenta signos de recesión inevitable; su caminar avanza vacilante, achacoso, mucho más apacible a lomos de los caballos que ahora entrena en el viejo rancho familiar; las duras facciones que otrora se endurecieran aún más a fuerza de sangre, sudor y fango se han perdido en un rostro hinchado, casi paralizado, apenas capaz de entornar una mirada melancólica, incluso nostálgica de cuando operaba como símbolo mutante, ideológicamente hablando, de una nación entregada a la violencia. Ahora, John Rambo es un anciano descastado, cuya supervivencia hasta nuestros días se diría más un fallo del sistema que sí ha ido derribando, con mayor o menor fortuna, a todos aquellos gladiadores que sirvieron fielmente hasta que dejaron de amoldarse a lo que la opinión pública reclamaba. Devolver a filas a Rambo, especialmente tras el satisfactorio desenlace con el que se le condecoraba John Rambo (John Rambo, Sylvester Stallone, 2008), incurriría en cierta irresponsabilidad. ¿Merece la pena devolverlo al frente y exponerlo a que, una vez más, unas facciones y otras lo señalen como objeto de derribo?
Pero si algo deja claro este quinto y último capítulo que se le concede a esta máquina programada para matar es que poco o nada entiende de esas metáforas que durante décadas se han empeñado en siluetearle. Rambo: Last Blood supone el esquinamiento definitivo del personaje, que incluso escapa de la correa de su creador original, el novelista David Morrell quien, en efecto, ha tratado con desdén el producto definitivo. Una consideración cuando menos incoherente, si atendemos a la actitud triunfalista que tomó con la anterior entrega de la franquicia, en coordenadas morales similares, y más aún habiendo accedido gustoso a novelizar las dos secuelas previas (para luego repudiarlas). Pero esa es otra guerra, para la que Kiko Vega está mejor preparado 1.
Nacer para ver morir
“No matabas por tu país, matabas por ti mismo”, meditaba el antihéroe de Arizona mientras forjaba el voluminoso machete con el que destriparía luego al ejército birmano. 10 años antes, Stallone se reencontraba con Rambo escondido este en la selva tailandesa, involucrado a su pesar en un conflicto que duraba media centuria y cuyas esquirlas no alcanzaban latitudes occidentales como para cuestionar su dimensión. Ahora, recuperado ya en los Estados Unidos de la era Trump, lindando con México, el ficticio militar otrora reivindicado por Reagan vuelve a entenderse como problemático por pura cuestión contextual. “Nada cambia”, escupía también el veterano en su refugio asiático, sabiéndose en el fondo objeto ambiguo y desechable, un icono al que unos y otros estarán dispuestos a recurrir para cumplir propósitos y sanear conciencias. A estas alturas, en su crepúsculo vital, y por más que su rediseño lo capture bajo unas señas identitarias netamente americanas -un vaquero en sentido estricto-, la única bandera ante la que responde es la del nihilismo. Recluido en el antiguo rancho familiar, abandonado de la mano del Dios que bendijo su país, Rambo solo puede reconocerse como un absoluto apátrida, un llanero perdido en el tiempo, incapaz de entender código social alguno, y mucho menos el concepto de frontera, ahora que no admite las órdenes de nadie: el exmilitar, casi exhumano, transita entre países con similar facilidad con la que chapurrea el idioma español con su única compañía, la anciana María (Adriana Barraza) y Gabrielle (Yvette Monreal). Esta es, en efecto, una misión de un solo hombre en sentido estricto, una venganza individual, que por vez primera no responde a intereses de terceros. No mata por su país, sino por sí mismo. Porque es su manera de ser, porque “es tan fácil como respirar”.
La muerte es su manera de socializar, luego todo conflicto acarrea esta posibilidad potencial. Ya en la cuarta entrega, asumía el papel de Caronte, porteando a las futuras víctimas por el río hasta el lugar donde se toparían con el horror; una idea que continúa en Rambo: Last Blood desde su prólogo, donde se ofrece voluntario a guiar el camino de vuelta a los vivos de unos senderistas perdidos en una riada desbocada. Su relación con el mundo exterior siempre viene marcada por esta premisa, y resume el conflicto presentado cuando su ahijada Gabrielle emprende un viaje para conocer al padre que la abandonó siendo una cría; lo hace desatendiendo el consejo del ya talludo barquero de almas, que habrá luego de singlar entre tierras para recuperarla, haciendo que hordas de villanos crucen de una orilla a otra. La trama se distancia así de las grandes fábulas militarizadas del pasado y se reconduce a terrenos del subgénero de vigilantes de alcance local, como una suerte de versión deluxe de otro actioner expeditivo, Justicia letal (Close Range, Isaac Florentine, 2015), donde el ronin Scott Adkins se encargaba de rescatar a su sobrina de las garras de un cartel de la droga. Pero lo que en aquella modesta pero enfervorecida serie B adquiría tono jaranero, se cuenta aquí con un aire elegíaco, marcadamente pesimista, más cercano al de otras piezas post-Vietnam como El ex-preso de Corea (Rolling Thunder, John Flynn, 1977), donde desde el primer momento se atisbaba la imposibilidad de la esperanza.
Stallone sabe que no hay salvación posible para el guerrero. Así lo dictó en el pasaje más contundente de Los mercenarios (The Expendables, Sylvester Stallone, 2010), cuando su compañero de desdichas para la ocasión, un Mickey Rourke vapuleado en cuerpo y alma dentro y fuera de la pantalla, rememoraba el momento en que excretó el residuo de naturaleza humana que le quedaba para convertirse solo en un cuerpo hipertrofiado al servicio de la acción y del dolor. Por eso el rescate de la cándida protegida se desvela fútil: esta perece antes de que pueda retornar a su hogar, en una escena apagada y visualmente antipática, a bordo de un coche en movimiento, sin que el protagonista pueda siquiera estrecharla entre sus brazos o confortarla en su último aliento. Sin encontrar, efectivamente, la humanidad. Es ahí cuando termina de confirmarse que estamos ante la enésima tortura a un eterno cautivo. El cine revienta el espejismo de una descendencia simbólica que le permitiera descansar en paz, obligándole en cambio a doblegarse ante sus instintos. Condenado por la cultura popular a la inmortalidad, Rambo vive solo para deambular sin propósito mientras las cruces se clavan en la tierra alrededor.
Literatura rasa
Las aristas no del todo desbastadas de Rambo: Last Blood acusan la imposibilidad del siempre hacendoso italoamericano de atender a todas las facetas productivas. Para su consecución debe delegar y, casi inevitablemente, reducir sus pretensiones: dirigida por Adrian Grunberg a partir de un guion del que comparte autoría con Matthew Cirulnick, la construcción del conjunto, si bien efectiva, adolece de cierta tosquedad especialmente en comparación con la mejor armada y cuadrada John Rambo. La categorización de los roles se extrema y alcanza cotas de ingenuidad casi ruborizante, por ejemplo, cuando asistimos al encuentro entre la adolescente y su padre perdido, de burda escritura; o cuando entra en escena el personaje de Carmen Delgado (Paz Vega), una inesperada -y poco relevante- ayudante del héroe cuya buena fe se justifica por su condición de “periodista independiente”, un sintagma que, de nuevo, parece fruto de otro tiempo.
Pero tal vez esa prosa rasa sea consecuente, el producto precisamente de la necesidad intrínseca del bárbaro por entender algo del contexto en que le ha tocado reaparecer. Al fin y al cabo, su comunicación con el mundo es básica, propia de un ser acostumbrado al nomadismo, haciendo de la violencia su idioma. La retórica o las figuras literarias quedan fuera, muy lejos del radio de acción de Rambo. Drenada su empatía hacia el Otro tras años de martirio, no hay ya subterfugio que le motive a esconder sus intenciones en sus parlamentos, o en proponer metáforas que adornen su sentimiento. Cuando reconoce a Gabrielle que en ocasiones se pierde en los recovecos oscuros de su memoria, no habla en vano: los túneles que recorren el subsuelo de su terreno son la representación telúrica de la oscura maraña de recuerdos en que se desenvuelve su mente; que John dormite no en la vivienda familiar, sino en un colchón dentro de esas mismas galerías, refuerza la idea de que su reinserción dentro de la civilización contemporánea ha resultado frustrada, que permanece inevitablemente atrapado dentro de sí mismo. Al copiar la caligrafía de su personaje, Rambo: Last Blood excusa esos problemas de comprensión.
Así, cuando se abre el telón del casi requerido espectáculo granguiñolesco, no queda lugar para la duda: “Te voy a arrancar el corazón, vas a saber lo que se siente”, promete a su némesis (Sergio Peris-Mencheta), en una declaración que se nos revela absoluta. La vehemencia con la que opera entraña la corporeización extrema de la emoción, sublimada en un último acto en el que invita a las tropas del villano a un paseo por las galerías de su memoria, donde aún retumban The Doors recordando que «nadie sale de aquí con vida». Donde, aun habiéndose emborronado las aristas de su rostro, sigue en el mismo estadio que 38 años atrás. Cuando desenvaina su acero y construye una ventana en el pecho de su enemigo, está no vengándose, sino expresándose de la única forma que conoce, enseñándonos su propio interior. Una forma de expresión brutal, incluso reprochable, pero honesta, transparente.
Irregular pero contundente, Rambo: Last Blood no deja espacio a la sorpresa, desiste de modular a su protagonista y deja que se exprese como acostumbraba a hacerlo hasta ahora. No hace nada que no pudiéramos imaginar. Como tal, las que mutan son las interpretaciones, los usos que se adjudican a un personaje cuya existencia es puro conflicto irresoluble. Al derramar sangre una vez más, al hacerlo así, con un pensamiento demasiado confuso como para que ninguna ideología lo adopte como suyo, abjura de todo y todos, y se gana un descanso en soledad; a salvo de reinterpretaciones o redenciones. De volver a servir como metáfora de nada. Porque su viejo y maltrecho cuerpo no simboliza ya las cicatrices de Vietnam, sino que encarna en sus formas atrofiadas la guerra. Rambo prefigura un horror literal del que nadie quiere hacerse cargo. Y Stallone, con su anatomía machacada al eterno servicio del pueblo, es el único capaz de entenderlo. Y, de este modo, de otorgarle la paz definitiva.
Pretender, entonces, que se comporte de otro modo no sería más que reconvertirlo, domesticarlo y volver a subordinarlo. Y eso, después de todo lo que le han hecho y le han/hemos hecho hacer, debería considerarse una afrenta.
- VEGA, Kiko (2019): John Rambo: cómo Sylvester Stallone entendió y se apoderó del personaje creado por David Morrell, en Espinof, 1 de octubre de 2019. www.espinof.com/directores-y-guionistas/john-rambo-como-sylvester-stallone-entendio-se-apodero-personaje-creado-david-morrell (Consulta: 01/10/2019) ↩