Repulsión
La huella del trauma Por Ana Aitana Fernández
“Hay que arreglar esa grieta”, exhorta Carol a su hermana, cuya única respuesta es un “¿qué?” distraído, como si no supiera de qué le habla. De repente, el timbre suena y con ese sonido se desvanece toda oportunidad de que Helen alcance a ver el desperfecto en la pared, como una alarma que devuelve a Carol a la realidad tras una noche de malos sueños. Tampoco en ese momento se muestra la fisura, eso ocurre más tarde, justo en el momento en que la cámara adopta la visión subjetiva de la protagonista. ¿Es real? No importa, ese es el primer signo de que algo no va bien.
Propuesta como una película de terror por Roman Polanski y Gerard Brach, Repulsión inauguró el período londinense del cineasta polaco, gracias al éxito de esta película podría hacer un año más tarde Callejón sin salida (Cul-de-sac, 1966) donde Françoise Dorlèac, hermana mayor de Catherine Deneuve, interpreta a una mujer libre y desinhibida. No obstante, para Polanski, Repulsión “no es sólo el estudio de una patología sexual, sino también es sobre la manera en que a diario ignoramos los signos que nos indican que alguien cercano está sumido en una crisis” 1. Aquí la protagonista, Carol Ledoux, llora sola (la primera vez ante su imagen, deformada por la superficie curva de una tetera de metal) y vive también en soledad sus pesadillas (esas en la que un desconocido irrumpe en su habitación para violarla a medianoche) en el más absoluto secretismo. Nada sabe Helen (Yvonne Furneaux) de las angustias y alucinaciones de su hermana pequeña, para ella es “sensible, eso es todo”. Incluso se enfada con su amante Michael (Ian Hendry) por sugerir que Carol vea a un médico.
A pesar de ese internamiento hacia el yo mas oscuro de una persona que Polanski construye, el mayor terror al que apunta Repulsión es sin duda la indiferencia del otro para reconocer el sufrimiento ajeno. Pero volvamos al inicio.
En Repulsión los ojos de Catherine Deneuve son el principal indicio de su locura. No es casualidad que los títulos de crédito de apertura se impriman sobre su ojo –que irremediablemente remiten al ojo inerte de Janet Leight en Psicosis (Psycho, Alfred Hitchcok, 1960)–, en constante, aunque sutil, movimiento frente al objetivo de la cámara que lo captura en primerísimo primer plano, y que sólo se detiene en seco cuando el último nombre (el de Polanski) desaparece de la pantalla. Es entonces cuando, como si hubiese perdido la vida, el ojo queda inmóvil mientras el plano se abre para descubrir a la bella Carol absorta en mitad de un trabajo de manicura. La falta de movimiento de sus ojos, la mirada fija que aparece con mayor asiduidad a lo largo del film, marcará poco a poco otro indicio, la pérdida de conexión con la realidad.
Aquellos signos que Polanski señala son los que los ojos de Carol ocultan como una cortina de humo. El terror aquí no reside en su locura explícita, en las alucinaciones surrealistas que torturan a la protagonista, si no en la huella del trauma, oculta en esa mirada ausente de la joven.
En una de las primeras secuencias de la película, después de que su hermana –con quien comparte apartamento– haya preferido cancelar la cena en casa para irse a un restaurante con su amante, Carol camina por la casa, entre abatida y apática. Observa por la mirilla de la puerta a su vecina, y entra en la sala de estar. Los sonidos parecen conducir su mirada y su cuerpo de un lugar a otro: el goteo incesante de un grifo, el ruido de la escalera, el tictac de un reloj, o una moto que arranca en la calle. En el salón la cámara –que juega a perseguirla pero también a vestirse de la mirada subjetiva de la joven– captura los objetos que decoran la habitación. Se asoma por la ventana (adoptando el punto de vista del personaje) para acto seguido seguir sus pasos y observarla mientras toma unos discos y decide si va a poner alguno cuando de repente, como si algo la golpeara, los suelta y dirige su mirada –una vez más– al fuera de campo. La cámara se mueve en dirección a una mesa donde recala en una fotografía, el retrato de familia de las dos hermanas de niñas con sus padres y una segunda pareja. Ella se mantiene sola, en un segundo plano, por detrás del núcleo central del retrato (su hermana, ya adolescente, sentada en el suelo, con el brazo sobre las piernas de un hombre, posiblemente su padre, junto a su padre y la otra pareja), observando fijamente hacia otro lado. ¿Por qué mostrar una fotografía? “La foto –dice Henri Val Lier– es la presencia íntima de algo de una persona, de un lugar, de un objeto” 2. Una presencia que no es, parafraseando a Marker, lo contrario de la ausencia, sino más bien su reverso. La otra cara de un todo, como una evidencia de verdad (razón), lo que se muestra es un retrato familiar, lo que se esconde en ella es el origen del trauma (locura). Una dicotomía con la que arranca la historia, del todo cercano al documental de los exteriores a la total subjetividad y surrealismo con el que Polanski filma el interior de la casa de las Ledoux.
Now, I can see
“Ahora puedes ver” le decía Charlot a su amada, antes ciega, tras reconocer en él a su benefactor al final de Luces de la ciudad (City Lights, Charles Chaplin, 1931). Con esa frase Chaplin invitaba también al espectador a ver de otra manera el cine, a rever con otros ojos el mismo gesto: la florista cogiendo de la mano al vagabundo Charlot. Un momento pregnante que se liberaba con una frase: “Ahora, puedo ver”.
De forma similar, la distancia con la que Polanski filma a Deneuve también cambia a lo largo del metraje. No existe aquí el gesto de tocar pero si la primera parte del film está teñida de tintes realistas conforme más nos adentramos en la paranoia de Carol más cerca nos encontramos de su rostro. ¿No ocurre lo mismo con el retrato familiar que se nos muestra al inicio? En apariencia una foto de familia, que constata por la mirada alienada de Carol que ya desde niña parece tener problemas mentales. De hecho hasta ese preciso momento se puede creer que la protagonista es sólo una chica extranjera e introvertida, que ha de convivir con el amante –casado– de su hermana mayor al que no soporta. Sin embargo, Polanski vuelve a retomar aquella imagen fija, que reaparece al final con la presencia del casero, que toma la fotografía y pregunta dónde ha sido tomada. Y una última vez para ocupar el último plano:
“La cámara entonces filma una serie de objetos en el salón de las Ledoux (una foto de una mujer madura que podría ser su madre, figuras de animales, la postal de Pisa) y se detiene en la foto acercándose a la figura de la joven Carol –enmarcando su ojo (la imagen que abría el film). Esta secuencia tiene un efecto similar a los últimos momentos de Ciudadano Kane (Citizen Kane, Orson Welles, 1941), donde la cámara filma una serie de objetos, hasta detenerse en el trineo. Al igual que la pista de ‘Rosebud’ contestaba el enigma psicológico de Kane, el aparente ‘romance familiar’ sugiere una respuesta al misterio de la enfermedad de Carol” 3, apunta Lucy Fisher en su artículo ‘Beauty and the Beast: Desire and its double in Repulsion’.
Las grietas cada vez más profundas en la casa, las alucinaciones de Carol o sus excentricidades cada vez más cercanas a la locura (desde olvidar el conejo en descomposición en el salón, hasta llevarse al trabajo la cabeza del animal en el bolso) son las piezas con las que Polanski trabaja lo evidente. Con ellas construye un clima de intranquilidad y miedo que transmite al espectador. Sin embargo, existe una segunda capa, en la que la distancia con la que el espectador ve la locura se convierte en primera persona, en un ver más allá. Una segunda lectura que parece imposible separar de un cineasta que ha sobrevivido al exterminio nazi. Como si Polanski hablara no sólo de una patología sexual sino también del subconsciente, de aquellos signos que él mismo reivindica, del “todo puede pasar a partir de un punto” al “cualquiera puede caer en la locura”. En definitiva, de la fragilidad de la mente humana.
¿Y dónde buscar esos rastros? En Repulsión el instante pregnante, la huella de aquel trauma se construye desde la repetición, y el reencuadre al filmar la fotografía. El plano final es pues decisivo, la misma fotografía se vuelve a mostrar, sin embargo, ya no se observa la imagen completa, sino que queda en claroscuro, sólo se aprecian dos rostros: el de Carol niña y el del misterioso hombre con el perro. A continuación el zoom de la cámara reencuadra la imagen hasta llegar a los ojos de la niña tan de cerca que la imagen se convierte en una mancha. Polanski acaricia así con la cámara lo que antes se apuntaba con el dedo. Como si interpelara al espectador a ver más allá de lo que se muestra. Ya no es posible contemplar a Carol de la misma forma que al inicio de la película. Ha pasado de ser una bella mujer algo tímida a ser una psicópata asesina. Tampoco es posible ver la fotografía igual que la primera vez. Quizá, como apunta Fisher, estamos ante el origen del trauma, ante un abuso infantil que todos han ignorado. La revelación, más allá del carácter documental, de la fotografía, se manifiesta pues en la evocación de una ausencia. El zoom acerca la imagen del rostro de la niña tanto que sus ojos se desvanecen y lo único que se alcanza a ver es una mancha, una superficie granulada que ha perdido todo significado. Ya ni siquiera es posible observar la imagen, o quizá sí, pero más allá de lo evidente.
Cuanta fantasía hay en tu relato amigo crítico; para mi, ni siquiera ella es una asesina -son imposibles esos asesinatos por parte de una niña ¿con un candelabro? ¿una navaja de afeitar?-, es sencillamente parte de su ficción esquizofrénica, sus delirios están representados así por Polanski; tan delirio como las manos que salen de la pared o las grietas agrandadas. Claramente hay una atmósfera criminal que ronda la película en el sangriento tema del conejo -imposible de llevarlo y traerlo!!- que simboliza todo el dolor criminal que causa la esquizofrenia: los crímenes y tragedias de las guerras capitalistas.