Réquiem por un imperio
La ingenuidad del arte ante la barbarie Por Yago Paris
Como artista que ha desarrollado buena parte de su carrera en el contexto de un sistema totalitario —la Hungría comunista—, István Szabó parece sentir afinidad por este tipo de relatos, habida cuenta de su recurrente exploración en diferentes filmes. El proceso se produce a partir de la tercera etapa narrativa de su filmografía, aquella que comienza, precisamente, con un filme que aborda esta temática: Mephisto (1981), a la postre su filme más exitoso, aquel por el que se lo conoce internacionalmente y que, en cierta manera, define su carrera. En ella se narra la historia de Hendrik Höfgen (Klaus Maria Brandauer), un actor en realidad mediocre que está obsesionado con la fama y el reconocimiento, hasta el punto de firmar un faustiano pacto con el régimen nacionalsocialista. Si en este filme se analizan los problemas éticos derivados de la colaboración entre arte y poder, en Hanussen (el adivino) (Hanussen, 1988) se explora el problema ético de haber alcanzado un lugar de relevancia mediática y no hacer nada para evitar la deriva totalitaria del Estado, hasta el punto, también aquí, de la colaboración. El artista asediado por los cambios políticos, es decir, el arte a pesar del poder, aparece en Cita con Venus (Meeting Venus, 1991), a través del protagonista, Zoltán Szántó (Niels Arestrup), un director de ópera que debe hacer frente a una engorrosa burocracia y a los juegos de poder para sacar adelante su creación artística. En otros casos, es la devoción por la nación la que puede provocar que se nuble la mente y se acabe colaborando con una dictadura. Ese es el caso de Ádám Sors (Ralph Fiennes), uno de los personajes principales de Sunshine (1999). El artista de la esgrima colabora con el régimen fascista húngaro, permitiendo que su figura sea utilizada para un lavado de cara internacional.
La variación de estas temáticas que se da en Réquiem por un imperio (Taking Sides, 2001), el filme que nos ocupa en este texto, consiste en una reflexión en torno a si el arte puede separarse de la política en un Estado totalitario, que, como suele ocurrir, utiliza políticamente el arte con fines propagandísticos. La historia, basada en hechos reales, narra la comisión de investigación que se organizó, poco después de la finalización de la Segunda Guerra Mundial, en torno al director de orquesta Wilhelm Furtwängler (Stellan Skarsgård), quien había estado íntimamente relacionado con el régimen nacionalsocialista. El filme adapta la obra teatral homónima escrita por Ronald Harwood en 1995, y se estructura en torno a un guion elaborado por el propio Harwood y Szabó. Más allá de dilucidar si Furtwängler es culpable o no de haber colaborado, lo más relevante del filme consiste en la serie de preguntas que formula en torno a la interacción entre arte y política. ¿Es posible desligar el uno de la otra? ¿Es capaz un artista combatir el régimen en el que crea su arte? ¿Puede el arte provocar una catarsis que ayude a evitar la barbarie? ¿Tiene el arte la capacidad de resonar con mayor rotundidad que las bombas? Todas estas preguntas, en última instancia, conectan con uno de los dilemas cruciales de la filmografía de Szabó: ¿vale la pena implicarse en política? ¿Puede cambiarse el sistema desde dentro? Otros aspectos habituales del cine del cineasta húngaro, tales como la duda entre quedarse o emigrar en contextos desfavorables, así como perspectivas novedosas sobre temas recurrentes —en este caso destaca que el punto de vista del filme no sea el del artista, de quien nunca llegamos a conocer la esfera privada de su vida—, permiten que Réquiem por un imperio se convierta en una de las más logradas cintas de Szabó en torno a los dilemas que determinan su tercera etapa narrativa.
I. El artista ante el Poder
Los personajes de la tercera etapa del cine de István Szabó se pueden dividir entre artistas talentosos y charlatanes o manipuladores. Al primer grupo pertenecen los citados personajes de Cita con Venus y Sunshine, mientras que al segundo lo hacen los de Mephisto y Hanussen (el adivino). Wilhelm Furtwängler, el cuestionado personaje de Réquiem por un imperio, formaría parte del primer grupo. Como se esmera en exponer recurrentemente a lo largo del relato, el personaje cree firmemente en la necesidad —y la posibilidad— de que arte y política se mantengan separados. En uno de los varios encuentros que se producen entre Furtwängler y el comandante Steve Arnold (Harvey Keitel), el militar encargado de dirigir la comisión de investigación, el artista expone lo siguiente: «Tienes que entender quién soy y qué soy. Soy un músico y creo en la música. Soy un artista y creo en el arte. El arte en general, y la música en particular, tiene poderes místicos para mí, que nutren las necesidades espirituales de uno». Esta visión idealista del arte, desligada de toda conexión real con el contexto sociopolítico del momento en que se ha creado, provoca el principal conflicto entre los dos protagonistas, el acusado y el acusador. Este último, Arnold, es un personaje ficticio, quien antes de participar en la Segunda Guerra Mundial trabajaba como ajustador de reclamaciones de seguros, y que es escogido, precisamente, por su habilidad para desentrañar situaciones complejas, donde debe discernirse la responsabilidad de cada parte. Esto provoca que el discurso de Furtwängler se ponga contra las cuerdas, pues Arnold le señalará todos los aspectos problemáticos de su actitud durante el régimen nacionalsocialista. Como consecuencia, se exponen las visiones por momentos ingenuas del músico, como él mismo reconoce en los intercambios dialécticos que se producen a lo largo del metraje: «Creo que arte y política deben separarse, pero el hecho de que no estaban siendo separados [durante la dictadura] lo aprendí a mi costa».
Furtwängler es un idealista, que cree que la música puede influenciar en la mentalidad de las personas, hasta el punto de provocar un cambio significativo en la sociedad. O, al menos, eso es lo que se dice a sí mismo para autoconvencerse de que las decisiones que ha tomado son las correctas. En última instancia, este personaje se asemeja al protagonista de Mephisto en el hecho de que se ha visto beneficiado por las derivas políticas. El músico ha accedido a la dirección de la orquesta más importante de su país, y es idolatrado por los altos cargos de III Reich. Como le señala Arnold, no existe la independencia artística en este contexto, puesto que «las artes pertenecen al gobierno. Si quieres ser director de orquesta, tienes que tener una orquesta, y solo puedes obtenerla si tienes contactos con el poder. En cualquier parte del mundo necesitas los contactos adecuados, y tienes que hacer concesiones». Según esta visión, no existe la posibilidad de desarrollar una carrera artística plenamente independiente en este contexto sociopolítico, y tarde o temprano uno tiene que vender el alma al diablo, en mayor o menor medida, como así ocurre en Mephisto —en aquel caso, de manera más mezquina e indisimulada—. El filme no esconde que Furtwängler obtuvo cuantiosos beneficios de su colaboración con el régimen, pero, como sucede en los filmes de Szabó, el individuo que colabora con el poder acaba siendo instrumentalizado por este y pagando las consecuencias. Como ocurre con el personaje de Ádám Sors en Sunshine, el músico es utilizado para vender internacionalmente una visión humanista y artística de la Alemania nacionalsocialista. No solo se le facilitó el desarrollo de una portentosa carrera en su país, sino que también llevó a cabo actuaciones en el extranjero, lo que en última instancia lo convirtió en una especie de embajador de su país. Así se lo hace ver Arnold: «Mira, Wilhelm, yo creo que tú eras su niño, su criatura. Eras como un eslogan para ellos: “Esto es lo que producimos: el director de orquesta más grande del mundo”. ¡Y tú participaste de ello!». El artista se defiende argumentando que nunca formó parte del partido, y que, además, ayudó a gran cantidad de judíos a escapar —argumentos que también ofrecen, en bloque, los distintos miembros de la orquesta que son interrogados en el primer tercio del filme—. El artista defiende su integridad y su rechazo a las políticas supremacistas del gobierno, y considera que, mediante el ejercicio de la música, se está oponiendo a las mismas. Sin embargo, como le señala Arnold, «la verdad que importa es que, bueno, no necesitabas ser miembro del partido», pues a fines prácticos estaba colaborando con el régimen.
De esta manera, se señalan los principales dilemas del filme: ¿existe la posibilidad de colaborar con el sistema y al mismo tiempo oponerse? ¿Es factible tratar de cambiar la situación desde dentro? A pesar de las buenas intenciones de Furtwängler, resulta sencillo reconocer en él una personalidad egocéntrica, megalómana, similar a la del protagonista de Mephisto, lo que permite sospechar cuáles podrían haber sido las verdaderas intenciones del artista. Y, a tenor de la versión que expone el filme, las dos realidades pueden ser ciertas al mismo tiempo: es tan factible que Furtwängler se opusiera al régimen como que se benefició del mismo; es tan compatible que creyera en la capacidad para la catarsis humanista del arte como que esto no fuera suficiente para cambiar de manera efectiva la situación. Nuevamente, Arnold manifiesta el rotundo fracaso al músico cuando, al final del metraje, le señala que, por mucho que se opusiera al régimen, la verdad última es que era una pieza fundamental del mismo, puesto que, para acompañar la noticia de la muerte de Adolf Hitler, en las retransmisiones radiofónicas de todo el país se escogió la séptima sinfonía de Anton Bruckner, concretamente la grabación de una versión dirigida por el propio Furtwängler. «Te escogieron porque los representabas de manera tan bella […] lo eras todo para ellos». Esta afirmación se acompaña de la propia pieza, que suena en el despacho de Arnold, donde está teniendo lugar el interrogatorio. Las argumentaciones del militar, acompañadas del golpe de efecto musical, provocan la descomposición emocional del músico, que acaba marchándose, profundamente afectado, con la asunción irredimible de que nada de lo que hizo fue realmente determinante para acabar con el régimen, y, lo que es todavía más grave, que todo fue más bien un autoengaño para justificar los beneficios que obtenía.
En este sentido, la autora Ann C. Hall analiza la construcción del personaje de Furtwängler en clave de tragedia aristotélica, que consiste en «un caída de una posición de prestigio, poder e influencia, debido a un error de cálculo por parte del héroe». Este proceso se conoce como hamartía. Debido a este giro de la fortuna (peripecia), suele tener lugar una revelación (anagnórisis), que da lugar a un proceso que afecta al público (catarsis). 1 Siguiendo esta lógica, la autora defiende que Furtwängler no experimenta el proceso completo de la catarsis, puesto que no reconoce haberse equivocado, más allá de haber sido ingenuo. El personaje experimenta la trágica caída, pero no la revelación, hasta el punto de que continúa negando y justificando su posición dentro del régimen nacionalsocialista. 2 Por tanto, a tenor de lo expuesto por Hall, no sería cierto que en la última escena el músico reconoce su derrota moral y asume la futilidad de sus actos y el autoengaño que los desencadenó. Sin embargo, considero que este análisis solo es válido si se limita al ámbito dialógico. A la hora de interpretar el lenguaje no verbal de Skarsgård y el peso dramático del desenlace, parece más adecuado interpretar las imágenes como la descripción de una derrota.
Como señala John Gardiner, el principal argumento de Réquiem por un imperio consiste en alentarnos a «considerar qué esta humanamente en riesgo cuando tomamos partido, o cuando decidimos no hacerlo». 3 Ann C. Hall lleva esta reflexión un paso más allá al afirmar que «Furtwängler no tomó partido, o no dejó suficientemente clara su resistencia. Ante el genocidio, escogió una batuta y un pañuelo, no una llamada a la acción». 4 La autora hace referencia a dos elementos fundamentales en la defensa de la visión del músico. Por un lado, el personaje insiste recurrentemente —y así también lo hacen los músicos a su cargo que son interrogados— en el hecho de que no mostraba su simpatía al régimen puesto que no realizaba el saludo fascista, debido a que, de hacerlo, podría dañar a alguien con la batuta. Este es el argumento para el hecho real —como así se muestra en imágenes de archivo del epílogo del filme— de que no lo realizaba delante de los altos cargos del régimen. Por otro lado, el pañuelo hace referencia a dicho epílogo, en el que se muestra cómo, tras haberle dado la mano al Ministro de Propaganda del III Reich, Joseph Göbbels, saca la prenda de tela de su bolsillo y se limpia insistentemente la mano. A la hora de la verdad, los actos de resistencia y combate del régimen nacionalsocialista por parte de Furtwängler se pueden interpretar como meros brindis al sol, y su derrumbe emocional al final del filme así lo pone de manifiesto.
II. Emigrar o desaparecer
En una escena de Réquiem por un imperio, el coronel soviético Dymshitz (Oleg Tabakov) discute con Arnold acerca de la situación de Furtwängler. Este es defensor de la causa del músico, a quien quiere llevarse a su país, donde su talento es altamente valorado. En un momento del debate, el coronel expone lo siguiente: «De todas maneras, ¿por qué debería abandonar su país, su lengua materna, su familia, su historia, su pasado, su futuro, simplemente porque ahora de repente hay una dictadura?». Esta reflexión es consecuencia de las suspicacias del militar estadounidense, quien argumenta que, si Furtwängler realmente se oponía al régimen, no tendría sentido haber permanecido en su país. Este es, por tanto, el dilema entre quedarse o emigrar, uno de los más habituales del cine de István Szabó. La nación húngara está formada por alrededor de 15 millones de personas, de las cuales, entre cinco y seis millones habitan fuera de las fronteras del país. Por tanto, el dilema de Szabó expone uno de los temas paradigmáticos de Hungría, especialmente a lo largo del siglo XX. En el cine del autor magiar aparece el tema de manera recurrente —en Un film de amor (Szerelmesfilm (Lovefilm), 1970), 25 Fireman’s Street (Tüzoltó utca 25., 1974), Confianza (Bizalom) (Bizalom, 1980), Mephisto, Hanussen (El adivino), Cita con Venus, Dulce Emma, querida Böbe (Edes Emma, drága Böbe, 1992), Sunshine— siendo el caso más relevante el de Un film de amor, donde se retrata la imposibilidad de un amor entre una chica que decide huir tras los estragos de la Revolución de 1956 y un chico que, a pesar de todo, decide permanecer en el país. Esta última parece ser la actitud del propio Szabó, quien, a pesar del convulso siglo XX, ha permanecido en Hungría toda su vida. De esta manera, el paralelismo con Furtwängler se enfatiza, pues se trata de dos artistas que permanecen en su país porque creen en la posibilidad de mejorar la situación desde dentro, a través de su labor como creadores. Este interés por establecer dicho paralelismo podría explicar en parte la inclusión del personaje de Dymshitz, ausente en la obra de teatro original —otro motivo podría ser, como argumenta John Cunningham, la voluntad de añadir una dimensión soviética al relato, para que así la película tuviera mayor interés en los países de Europa del Este, especialmente en la propia Hungría—. 5 Cuando Furtwängler argumenta que «en última instancia, soy alemán. Me quedé en mi país», y posteriormente señala que «amo mi país, creo en la música, ¿qué se supone que tendría que haber hecho?», está expresando en buena medida la visión del mismo Szabó, quien, como se ha visto a lo largo de su filmografía, ama profundamente tanto su nación como su capital, a pesar de los problemas que expone de manera recurrente y progresivamente descarnada.
En este sentido, el mayor problema ético aparece cuando expresa su postura con respecto a su función de artista que permanece en un régimen totalitario: «No me opuse directamente al partido, porque me dije que no era mi labor. Si hubiera tomado partido activo en política, no podría haber permanecido en el país. Pero, como músico, soy más que un ciudadano, soy un ciudadano de este país en ese eterno sentido por el cual el genio de la gran música testifica. Sé que una única representación de una gran obra de arte es más poderosa y una negación más vitalista del espíritu de Buchenwald y Auschwitz que las palabras». Es, por tanto, la declaración de una persona que cree que quedándose puede ayudar a cambiar el contexto sociopolítico de manera más efectiva que en exhibiendo una marcada oposición desde el exilio. De nuevo, esta no deja de ser una posición cómoda, donde resulta difícil discernir cuánto hay de convicción y cuánto de autoengaño, pues, como ya se ha puesto de manifiesto, existía un enorme conflicto de intereses, ya que Furtwängler se beneficiaba de una posición privilegiada en el ecosistema sociocultural de su país al no manifestar abiertamente su oposición, hasta el punto de ser instrumentalizado por el régimen. Arnold, del que se podría argumentar que desprecia el arte, se muestra ofendido ante tales justificaciones, como le hace saber: «¡¿Alguna vez has olido la carne quemada?! ¡Yo la olí a cuatro millas de distancia! […] ¿Me hablas de cultura, arte y música? ¿Estás comparando ambas cosas? ¿Estás colocando la cultura, el arte y la música contra los millones de personas asesinadas por tus compañeros? ¡Tenían orquestas en los campos de concrentación! ¡Interpretaban a Beethoven, a Wagner!». Nuevamente recurriendo a lo que la película expresa en la última escena, donde Furtwängler parece derrumbarse emocionalmente ante la asunción de su fracaso, la decisión de no emigrar fue, también, un gesto éticamente problemático, del que se puede extraer un interés por beneficiarse de las ventajas que el régimen le ofrecía, frente a la crudeza y la incertidumbre de un exilio en el extranjero.
III. El Caso Szabó
A pesar de que, teniendo en cuenta el cierre del relato, se podría entender la película como una condena a la ingenuidad —en el mejor de los casos— y al autoengaño —en el peor— de Furtwängler, esta visión se ve profundamente matizada en el epílogo, que consiste en el ya comentado uso de imágenes de archivo en las que se muestra al director de orquesta estrechándole la mano a Göbbels para, acto seguido, limpiársela con un pañuelo. La mera inclusión de este fragmento ya indica un intento por parte de István Szabó de, cuando menos, ofrecer una visión menos negativa del artista —la última idea con la que nos quedamos es un gesto moralmente positivo—. Esto se enfatiza por el hecho de que, tras haberse mostrado la escena entera una vez, un fragmento de la misma se repite hasta dos veces, con un zoom aplicado sobre la imagen para ofrecer en un primer plano el gesto de la mano siendo limpiada con el pañuelo. Como se profundizará en el siguiente apartado, una de las mayores virtudes del filme consiste en la enorme complejidad que ofrece a la hora de abordar un tema tan espinoso y debatible, lleno de matices, como todo aquel que pertenece al ámbito de lo moral. Estos logros son del principal guionista de la obra, Ronald Harwood, quien escribió una primera versión del libreto, adaptando su propia obra, que posteriormente fue trabajado en conjunto con Szabó. La inclusión de este epílogo documental es, probablemente, una decisión tomada por el director, no solo porque este acostumbre a utilizar imágenes de archivo en sus filmes, sino porque, bien pensado, esta decisión va en contra de los intereses del guion. Este gesto final condiciona en buena medida la complejidad y la carencia de respuestas claras frente al caso, tales como si Furtwängler debía ser juzgado, si realizó acciones moralmente cuestionables o si debería haber hecho algo más para oponerse al régimen. El epílogo parece querer decirnos que, a la hora de la verdad, el artista había dejado bien clara su postura frente a la dictadura, y que, por tanto, debió ser, en cierta manera, exonerado, o, cuando menos, no debería juzgársele con tanta dureza. Al mismo tiempo, este fragmento documental solo certifica ideas previamente expuestas en el espacio de la ficción; es decir, las imágenes no ofrecen nada nuevo que amplíe la visión del caso.
Unos sucesos acontecidos varios años después de la producción y estreno de Réquiem por un imperio permiten entender las intenciones de Szabó tanto a lo largo de su obra —concretamente, su obsesiva exploración de la colaboración con el poder—, así como qué pudo llevarlo a tomar una decisión de semejante trazo grueso en el filme que aquí nos ocupa. El 26 de enero de 2006, la revista semanal húngara Élet és Irodalom («Vida y Literatura») publicó un artículo en el que se desvelaba que István Szabó había sido un informador de la policía soviética desde 1957 hasta 1961. Como señala John Cunningham —quien dedica un capítulo entero a este incidente en su libro sobre el autor magiar—, se trata de un proceso de revisitación del pasado, como los que también se han producido en otros países de Europa del Este, y que en muchos casos han creado gran revuelo. Este suceso fue especialmente significativo en Hungría, debido a que Szabó siempre ha sido considerado en su país como una especie de referente moral. El propio autor del artículo, András Gervai, se mostró consternado ante la revelación, puesto que el realizador siempre había sido considerado «un faro de integridad en Hungría», así como «la conciencia de la nación», y, añade Cunningham, una especie de «embajador cultural extraoficial». 6 En el artículo se señala que Szabó redactó 48 informes en los que delataba a 72 personas, principalmente estudiantes y miembros de la Academia de Cine de Hungría, incluyendo, entre otros, los nombres de directores como Márta Mészáros o Miklós Jancsó. 7
La principal defensa de Szabó, apoyada por el propio Jancsó, 8 consiste en que colaboró con la policía como una manera de tratar de salvar a su compañero Pál Gábor, quien había participado de manera activa en la Revolución de 1956. Al mismo tiempo, en el mismo número de la revista en la que se publicó el artículo que abrió la polémica, se publicó una declaración de apoyo a Szabó, firmada por importantes nombres del mundo de la cultura magiar, tales como los citados Jancsó y Mészáros —aunque, como señala el propio Cunningham, también hubo importantes ausencias entre los firmantes—. Todo esto, no obstante, no lo salvó de recibir duras críticas, como la del historiador István Deák, quien señaló que el manifiesto de defensa del cineasta «fracasa a la hora de explicar por qué tener un gran talento es una justificación válida para un mal comportamiento». 9 El propio Szabó ha rebajado la altura moral de sus acciones en declaraciones años después, donde ha señalado que hizo lo que hizo principalmente para protegerse y evitar ser expulsado de la Academia de Cine. 10 Por tanto, parece claro que Szabó, quien en otra ocasión había llegado a decir que se sentía orgulloso por lo que había hecho, 11 ha vivido este suceso y sus repercusiones éticas de la misma manera que muestra en su cine: como una duda constante, donde múltiples perspectivas complementarias dialogan en un debate sin conclusión satisfactoria. Sobre el reflejo de este suceso en su cine, Szabó ha asegurado que todo está incluido en la película Confianza (Bizalom), pero la obra que mejor representa esta situación, y la defensa del artista ante sus actos, es la propia Réquiem por un imperio —visión también defendida por Cunningham—. 12 De hecho, el propio Szabó ha expresado que uno de los motivos que lo llevó a desarrollar este proyecto fue poner en cuestión los «numerosos intentos en las Europas Central y del Este postcomunistas de castigar a artistas famosos y a artistas que trabajaron durante el comunismo», ya que una situación tan compleja «no debería ser juzgada en términos de blanco o negro, y en cambio se debería entender mejor la complejidad de arte y política en un régimen totalitario». 13 Estas declaraciones ponen todavía más de manifiesto, si cabe, que existía un evidente conflicto de intereses en el propio autor a la hora de reflexionar sobre estos temas.
Teniendo este caso en mente, la obra de Szabó en general, y el epílogo de Réquiem por un imperio en particular, cobra una nueva dimensión. Si en el filme que nos ocupa se desarrolla un discurso complejo pero que finaliza con la asunción de que la actitud del artista fue ingenua e insuficiente, el epílogo indica lo contrario. Expuesto de manera burda —mostrando hasta dos veces, en primer plano, el gesto de la limpieza de la mano con el pañuelo—, el fragmento final del filme cae en el trazo grueso y la ridiculez, e incluso juega en contra de las aparentes intenciones de Szabó: si este es el mayor argumento que se puede esgrimir para la exoneración del artista, entonces, con mayor motivo, la condena moral es pertinente. Gestos cosméticos como estos ponen de manifiesto que Furtwängler probablemente hizo lo que hizo pensando en salvar su posición, y no en actuar en contra de un régimen o con la voluntad de cambiar el statu quo. Harina de otro costal es hacer justicia a la hora de juzgar lo sucedido, algo que abre otra nueva dimensión de debate moral: ¿se puede y/o se debe juzgar lo sucedido desde fuera? ¿Es apropiado que sea el ejército estadounidense quien juzgue lo sucedido en Alemania?
IV. El diálogo entre el ciego y el sordo
En su análisis de Réquiem por un imperio, Christina Stojanova recoge las palabras de Jean-Loup Bourget, quien define la obra como un diálogo entre «el ciego y el sordo». 14 Esta definición es excelente para poner de manifiesto la complejidad que retrata el filme, donde los dilemas morales no solo aparecen por la parte del acusado, sino también del acusador. Si Furtwängler es un ciego que no quiere ver hasta qué punto acciones como las que defiende no sirven de nada en el contexto de una dictadura, Arnold es un sordo que no quiere escuchar versiones distintas a la suya, ni la posibilidad de que el caso requiera de un análisis más complejo que el que está dispuesto a ofrecer. Esto se debe a las experiencias traumáticas que arrastra el militar, quien vive obsesionado con las famosas imágenes de las palas mecánicas arrastrando cadáveres a las fosas comunes en Bergen-Belsen, así como con sus propias vivencias —como así demuestra el parlamento en torno al olor de la carne quemada—. Estamos, por tanto, ante un personaje traumatizado y entendiblemente vengativo, y esto es lo que provoca que tenga tanto sentido que sea el protagonista del relato, pues en esta ocasión Szabó busca explorar si acaso es posible aplicar la justicia cuando el resentimiento es tan grande que imposibilita una aproximación imparcial al asunto. De esta manera, el cineasta pone en cuestión, o cuando menos, somete a tensión, los intentos de los estadounidenses tras el final de la Segunda Guerra Mundial por aplicar justicia —«en esencia, la posición oficial de los Aliados, que adscribieron una culpa colectiva al conjunto de la población germana»—. 15
Esta situación no solo se debe a la condición foránea de aquellos que quisieron ejercer una idea de justicia, sino a que el conflicto es de raíz cultural, como argumenta la propia Stojanova: «los dos oponentes no están simplemente situados en ambos lados de un dilema filosófico, sino que pertenecen a sistemas de valores incompatibles, que provienen de culturas, e incluso épocas, completamente distintas». 16 Este es otro aspecto fundamental del filme, pues se trata de la «clásica confrontación […] entre los antiguos valores europeos de arte y cultura y el descaro y la impiedad del Nuevo Mundo», 17 hasta el punto de que «la película podría ser acusada, por momentos, de fomentar los peores prejuicios europeos sobre los ruidosos, agresivos, materialistas y aculturados estadounidenses». 18 Este conflicto se representa a través del gusto musical, como se observa en el «contraste entre el Viejo Mundo, representado por la música clásica de Furtwängler, y el Nuevo, representado por la afinidad de Arnold hacia el jazz». 19
El cuestionamiento progresivo de la moral de Arnold en el relato se produce, no tanto en contraste con otro personaje también problemático como Furtwängler —en este sentido, lo que se desarrolla es una batalla política en torno a cómo tomar acción—, sino a partir de la relación que este establece con sus dos ayudantes, el teniente David Wills (Moritz Bleibtreu) y Emmi Straube (Birgit Minichmayr). El primero ayuda en las investigaciones para construir el caso contra Furtwängler; la segunda actúa como secretaria de Arnold. Ambos son alemanes que han sufrido las consecuencias del nazismo. Por un lado, Wills es de ascendencia judía, y se vio forzado a emigrar a Estados Unidos para sobrevivir, algo que su familia no pudo lograr. Straube es hija de uno de los militares ejecutados por haber participado en un complot para derrocar a Adolf Hitler —no se llega a indicar en la película, pero se podría entender que se trata del atentado del 20 de julio de 1944, más conocido como Plan Valquiria—. Aunque ambos se suman con convicción a la colaboración con el ejército estadounidense, descubren que quizás esta no sea la mejor manera de hacer justicia, un cambio progresivo que se va produciendo a medida que observan las actitudes y estratagemas de Arnold. La mirada de ambos es la de la persona que está dentro de la propia cultura que está siendo juzgada, lo que provoca que no puedan evitar sentirse atacados ante los prejuicios y simplificaciones de Arnold, que se quedan lejos de describir la complejidad de un asunto tan espinoso como la posición de la ciudadanía civil alemana durante el III Reich. A pesar de que ponen en cuestión las decisiones tomadas por Furtwängler, también entienden su postura, y, desde luego, valoran su aportación artística a la cultura alemana. Es por ello que, a medida que la postura de Arnold se va radicalizando, acaban sintiendo la necesidad de plantarle cara, para señalarle sus propias injusticias, y la imposibilidad de encontrar una sentencia simple ante un tema tan lleno de matices. Esto sucede de manera separada en sendas conversaciones. Por un lado, se produce el siguiente diálogo entre Arnold y Wills:
-Wills: «Sí, soy un judío, pero me gustaría pensar que, ante todo, soy un ser humano.»
-Arnold: «¡Un ser humano! Menos mal, estoy aliviado: pensaba que ibas a decir que eras un amante de la música. Este hombre, este gran artista, ha hecho comentarios antisemitas como no podrías creer. Tengo cartas suyas…»
-Wills: «Comandante, muéstreme a alguien que no haya hecho comentarios antisemitas y le mostraré las puertas del paraíso.»
-Arnold: «¿Qué pasa contigo? ¿Dónde están tus sentimientos, David? ¿Dónde está tu odio, tu asco? ¿Dónde está tu jodida rabia, David? […] Quiero decir…¿De qué parte estás? Madura. Simplemente madura de una jodida vez.»
Un cuestionamiento similar se produce por parte de Straube, a quien Arnold le pregunta que cómo es posible que pueda defender, ni tan siquiera parcialmente, a Furtwängler, cuando su propio padre fue asesinado por el régimen y su familia ha tenido que sufrir una enorme represión políticia. La mujer, quien también le ha manifestado que sus interrogatorios le recuerdan a los que ella tuvo que sufrir por parte de la Gestapo, señala que su padre solo se sumó al complot cuando ya era evidente que Alemania perdería la guerra, por lo que el heroísmo de esta conspiración no es tan impoluto como aparenta. Esta revelación expande las dimensiones de complejidad del asunto, puesto que permite entender lo problemático que resulta juzgar las situaciones en retrospectiva, sin tener en cuenta la infinidad de implicaciones que se dan a cada momento, en el día a día. La película sugiere a este respecto que las decisiones del individuo serían muy diferentes si se supiera de antemano todo lo que sucederá. Sin justificar la inacción de pueblo alemán, el filme ofrece una visión al mismo tiempo empática y cuestionadora, que no se olvida de la parte humana a la hora de juzgar lo acontecido. De esta manera, se produce un choque entre la visión de los dos personajes alemanes y la de los estadounidenses, lo que lleva a poner en cuestión la aproximación al caso desde fuera. ¿Se trata de una necesaria toma de distancia, o más bien de una mezcla de conflicto de intereses —la posibilidad de repartirse Alemania y su arte, como se sugiere en una de las escenas en las que se reúnen altos mandos militares de diferentes naciones— y el deseo de castigar? En este sentido, el filme recuerda a la tercera historia de Sunshine, donde al protagonista, Iván (Ralph Fiennes), perteneciente a la policía secreta del régimen soviétivo húngaro, se le pide que investigue a su propio superior, Knorr (William Hurt), y se le exige que fuerce una sentencia incriminatoria, cuando todas las pruebas indican que es inocente.
Por tanto estamos, de nuevo, ante una situación donde el poder no opera en favor de la verdad, sino de intereses políticos. Esto también afecta al ámbito social: la cinta transcurre de manera casi íntegra en despachos, donde se trata de hacer justicia. En las pocas escenas donde la cámara sale a los exteriores, se filma la miseria del pueblo alemán, a lo que estas infinitas disquisiciones sobre el bien y el mal, la participación activa o no de Furtwängler en el régimen, de poca ayuda van a servir a la hora de solucionar los problemas que acucian a la sociedad. En última instancia, la película apela a aquello que nos hace similares, más que a aquello que nos diferencia. De la misma manera que «el judío Wills y la no-judía Straube tienen pasados prácticamente idénticos en términos de convencioines sociales, gustos culturales (particularmente, la música clásica)», 20 puesto que ambos son producto de la educación alemana de clase media, las dos escenas donde se filman representaciones musicales señalan las conexiones entre militares y civiles, alemanes e integrantes de otras naciones, nazis y opositores. En la primera, en los estertores de la guerra, el propio Furtwängler ofrece un concierto ante altos cargos del régimen, mientras bombas aliadas amenazan con interrumpir la función. En la segunda, con la contienda militar ya finalizada, Furtwängler, inhabilitado como director de orquesta, asiste a un concierto, rodeado de civiles y miembros de otras naciones, que han ocupado Alemania. La puesta en escena y los movimientos de cámara enfatizan la idea de equivalencia, poniendo de manifiesto que, en buena medida, las decisiones de cada individuo, así como su ideología, están fuertemente condicionadas por sus circunstancias vitales. De esta manera, sin exculpar a nadie, Szabó amplía el foco del debate para incluir una enorme complejidad de corte humanista, indispensable a la hora de analizar dilemas éticos.
Como es habitual en el cine de István Szabó, no existe una respuesta clara a la ristra de dilemas que expone el filme. Sin embargo, en esta ocasión parecen manifestarse con especial vehemencia los conflictos de intereses del propio cineasta. Si a lo largo de su filmografía se ha debatido de manera obsesiva entre las diferentes visiones sobre la problemática colaboración con el poder, en Réquiem por un imperio parece pesarle demasiado su necesidad de defender su propia postura, algo que hizo antes de que se hiciera pública su propia colaboración con el Estado soviético. En este sentido, se podría establecer un paralelismo entre Szabó y Anwar Congo, el protagonista de The Act of Killing (Joshua Oppenheimer, 2012), un personaje que se mueve entre la necesidad de confesar las fechorías que perpetró en el pasado y la necesidad de defender su posición y sus decisiones. Se trata, en ambos casos, de personas completamente condicionadas por contextos sociopolíticos tremendamente convulsos, complejos y peligrosos para sus respectivas integridades físicas. Sin embargo, a pesar de que en este filme Szabó parezca defenderse como gato panza arriba —a tenor del problemático epílogo del filme—, lo cierto es que la respuesta que probablemente mejor resuelva el conflicto planteado en la historia ya la ofrecía el propio cineasta en uno de los cortometrajes del inicio de su carrera, Variaciones sobre un tema (Variációk egy témára, 1961), donde filma a un grupo de personas de clase media disfrutando de una actuación musical en una terraza soleada. En un determinado momento, dicha actuación —la representación de la cultura y los valores humanistas— se para, lo que permite la incursión del sonido de una marcha militar. Cuando la actuación se retoma, esta ya es incapaz de apaciguar la marcha, que se impone con estruendo. De manera simbólica, el autor defiende la necesidad de nunca dejar de lado lo humanista, pues es el mejor antídoto contra el populismo y los totalitarismos. Sin embargo, el filme también ofrece una segunda lectura, que resuelve el conflicto de Réquiem por un imperio: aunque esto sea cierto, es algo que funciona de manera preventiva y a largo plazo; una vez que el régimen totalitario se ha impuesto, tratar de frenarlo con la música es, cuando menos, una ingenuidad condenada a un rotundo fracaso.
- HALL, Ann C. (2020). “Making the Call: Art and Politics in Ronald Harwood’s Taking Sides”. Humanities 9.4, p. 119 ↩
- HALL, Ann C. (2020). Ibídem. p. 123 ↩
- GARDINER, John (2010). “István Szabó’s Taking Sides (2001) and the Denazification of Wilhelm Furtwängler”. Historical Journal of Film, Radio and Television 30.1, p. 107 ↩
- HALL, Ann C. (2020). Ibídem. p. 125 ↩
- CUNNINGHAM, John (2014). The Cinema of István Szabó: Visions of Europe. Wallflower Press, p. 110 ↩
- CUNNINGHAM, John (2014). Ibídem. p. 130 ↩
- CUNNINGHAM, John (2014). Ibídem. p. 131 ↩
- CUNNINGHAM, John (2014). Ibídem. p. 131 ↩
- CUNNINGHAM, John (2014). Ibídem. p. 131 ↩
- CUNNINGHAM, John (2014). Ibídem. p. 133 ↩
- CUNNINGHAM, John (2014). Ibídem. p. 132 ↩
- CUNNINGHAM, John (2014). Ibídem. p. 133 ↩
- CUNNINGHAM, John (2014). Ibídem. p. 109 ↩
- STOJANOVA, Christina (2003). “The Case of István Szabó”. Kinema: A Journal for Film and Audiovisual Media, p. 3 ↩
- CUNNINGHAM, John (2014). Ibídem. p. 110 ↩
- STOJANOVA, Christina (2014). Ibídem. p. 3 ↩
- CUNNINGHAM, John (2014). Ibídem. p. 110 ↩
- CUNNINGHAM, John (2014). Ibídem. p. 112 ↩
- HALL, Ann C. (2020). Ibídem. p. 118 ↩
- CUNNINGHAM, John (2014). Ibídem. p. 112 ↩