Revenge: A Visit from Fate y Revenge: A Scar That Never Fades

Los herederos de las sobras Por Raúl Álvarez

«Para luchar contra los criminales hay que convertirse en un criminal»Anjō Gorō

La venganza es uno de los temas capitales del cine japonés. Un repaso a la obra de sus cineastas de referencia, de ayer y de hoy, revela que casi ninguno de ellos se ha resistido a filmar una historia de estas características. Incluso directores de tono eminentemente humanista, como Ozu, se acercaron a este motivo; es el caso de Una mujer de Tokio (Tōkyō no onna, 1933). La influencia del cine negro norteamericano en esta corriente ha sido bien estudiada, en particular desde Occidente. En Japón, en cambio, se presta más atención al peso cultural del Heike monogatari en el desarrollo de los códigos narrativos del teatro, la poesía, la pintura y, por supuesto, el cine. Este gran poema épico, compuesto en el siglo XIII, tiene en el imaginario japonés una importancia equiparable a la de la Odisea en el continente europeo. Fuente de leyendas y arquetipos, el enfrentamiento entre dos clanes militares, los Genji y los Heike, ha sido y es motivo de inspiración de historias de venganza en todas las artes niponas.

En el periplo de Anjō Gorō (Shō Aikawa), protagonista del díptico formado por Revenge: A Visit from Fate (Fukushū: Unmei no hōmonsha, 1996) y Revenge: A Scar That Never Fades (Fukushū: Kienai kizuato, 1997), se puede rastrear un argumento tan clásico como manido de este tipo de narraciones en el cine: un detective ejemplar decide abandonar la policía tras el asesinato de su mujer para liquidar a los culpables con sus propias manos. Sobre el papel, nada diferencia el espíritu de la propuesta de Kiyoshi Kurosawa de tantas y tantas películas de actioners y justicieros que disparan más veces de las que hablan. El propio Gorō, por ejemplo, es tan inexpresivo como un Steven Seagal o un Sylvester Stallone, y los diálogos apenas sirven para entender las motivaciones de cada personaje. Revenge, sin embargo, destaca en esa tradición popular, a menudo al límite de la serie B, por una puesta en escena que anuncia los logros posteriores de Cure (Kyua, 1997) y Pulse (Kairo, 2001). Qué se cuenta es irrelevante, al menos hasta cierto punto. Lo sustancial de ambas películas es el modo en que Kurosawa muestra la violencia y los espacios más deprimidos de Tokio.

Los asesinatos y los tiroteos que se producen en los dos filmes están rodados mediante planos largos y fijos, sin montaje ni transiciones. Como mucho, la cámara se mueve sobre su propio eje o efectúa un travelling para seguir a algún personaje que camina o corre. Este distanciamiento de la violencia contrasta con el tratamiento cercano de este tipo de escenas en el cine de acción convencional, rodadas por lo común con planos cortos y medios que se alternan en un montaje rápido. Kurosawa no quiere ser testigo en primera persona de las muertes violentas, sino que se aleja para mostrarlas de un modo teatral, casi irreal, desnudando los hechos de cualquier tono trágico; ni siquiera hay sangre o gritos. Frente a la crudeza de Takeshi Kitano o el esteticismo de la escuela hongkonesa, el director de Tokyo Sonata (2008) entiende la muerte como un gesto natural e irrelevante que no altera el orden del mundo. Consigue ese efecto precisamente mediante una planificación larga que sitúa cada asesinato en un contexto mayor donde suceden más cosas. La muerte es una más, y quizá la menos importante.

Revenge

El arranque de Revenge: A Scar That Never Fades constituye un ejemplo brillante de esta estrategia narrativa. La cámara muestra un plano general de unos individuos almorzando sobre una plataforma en un pequeño puerto. Entonces entran en plano unos pistoleros que empiezan a dispararlos sin contemplaciones. Los asesinos recorren las instalaciones del puerto disparando a todo aquel que sale a su paso, a menudo en off, hasta que se marchan con la mercancía que buscaban. La mirada de Kurosawa se sitúa en todo momento a unos veinte metros de distancia y describe la escena con una frialdad desconcertante. Hay incluso detalles humorísticos que revelan el lado más perverso del director, como personajes que tropiezan intentando huir, pistolas que parecen de juguete o la caracterización de los asesinos –la yakuza– como unos tipos cutres, torpes y sin luces. El propio Gorō se comporta a menudo como un chulo de medio pelo que se parapeta detrás de unas gafas de sol violetas y trajes dos tallas más grandes. Para Kurosawa, los bajos fondos y la policía no son distintos a cualquier otro ámbito social. Hay también idiotas y caraduras; el problema es que van armados.

Ese desprecio por la vida humana por parte de individuos tan vulgares cobra un significado histórico en el retrato que hace Kurosawa de Tokio. Las dos partes de Revenge fueron rodadas durante los años más duros de la década perdida en Japón. El director refleja esa circunstancia en la personalidad de los personajes, como ya se ha visto, y en cada espacio de la acción. No hay ni rastro del Tokio capitalista y poderoso que miraba de igual a igual a EE.UU. Los apartamentos, los solares donde se reúne la yakuza, las oficinas de la policía, los negocios, los almacenes, las fábricas… Los personajes transitan por lugares descuidados y en ruinas, a menudo sin cristales ni sistemas de aclimatación, abarrotados de objetos abandonados. Incluso la tecnología parece haber retrocedido treinta años. Es un ambiente deprimido y desolado, sin gente en las calles, donde el Estado ni está ni se le espera. En ese escenario progresan los criminales contra los que se enfrenta Gorō. Pero también tipos frustrados e incapaces de lidiar con sus traumas como el propio ex policía, que solo piensa en su mujer cuando es asesinada. Hasta ese momento se conduce como un zombi que actúa maquinalmente, anestesiado, sin otro objetivo que sobrevivir un día más a la crisis.

La alienación de todos los personajes, traducida en ira e impotencia, es uno de los aspectos más reivindicables de Revenge como cine inseparable de su tiempo. También, un espejo en el que mirarnos desde el presente, otra época de retroceso –económico y de valores– en la que medran toda clase de mediocres sin otro discurso que la violencia. En último término, como Gorō en el plano final de Revenge: A Scar That Never Fades, quizá solo nos quede conducir enrabietados al volante de un vehículo cochambroso, escondidos tras unas gafas horteras y un traje de muerto.

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