River’s Edge y el indie poscorporativo japonés
Leyendas del nuevo Japón Por Álvaro Peña
I.
El 22 de marzo de 2019 se presentó en la Conferencia Anual de la Association for Asian Studies (Denver, Colorado) un panel que acaparó miradas y abarrotó cada metro cuadrado de la sala donde se celebró. Presidido por Karen Nakamura (Universidad de Berkeley), «The Death of Japan Studies» hizo honor a su título concitando todo tipo de disquisiciones fúnebres en torno a un campo acostumbrado a significarse, paradójicamente, por la ilusión de sus académicos 1. Una de ellas giró sobre la obsolescencia del concepto de estado-nación como base para estudiar fenómenos que hoy en día se manifiestan de manera global, proceso que dejaría el orientalismo desde (o contra) el que tanto se ha abordado Japón —sobre todo su cultura popular— en la mesa de autopsias.
Sin dudar de la pertinencia del debate, una mirada atenta a la evolución de Japón respecto a las tendencias globales aporta, de hecho, una lectura especular de la preocupación de los académicos por sus estudios; lectura que provoca, esta sí, auténtica zozobra. Porque conforme se han ido multiplicando las advertencias y lamentos más o menos fundados sobre la pérdida de las esencias, de lo japonés, en muchos aspectos la globalización cultural no ha logrado penetrar por esas mismas grietas para llenar el supuesto vacío. En otras palabras, la reducción de la identidad-nación a una carcasa hueca se ha consumado con su sellado, impermeabilizándola a influencias externas de potencial enriquecedor.
Entre los sectores amoratados por dicha asfixia cultural se cuenta un cine japonés que va camino de las dos décadas de progresiva irrelevancia internacional, incapaz siquiera de manifestarse como espectro de tiempos gloriosos a la manera de Hollywood o de la industria francesa, porque para ello tendría que conservar el recuerdo de su propia historiografía. Nombres como Hayao Miyazaki, Hirokazu Koreeda, Sion Sono o Naomi Kawase son solo unos pocos rostros aplastados contra las paredes de la burbuja audiovisual japonesa, abarrotada de imágenes televisivas con volumen pero sin peso, carentes de aristas que amenacen con reventar la membrana y contaminar el cuerpo social. Este aspira a rejuvenecer sin regenerarse, para lo cual, a través de sus terminales corporativas, promueve pautas de consumo para los jóvenes inscritas en dinámicas sociales de entretenimiento estructuradas verticalmente; es decir, de forma que los hábitos de consumo y expresión de la generación más nueva no molesten a las precedentes.
De izda. a dcha.: posters de el film de misterio Masquerade Hotel (2019), el anime My Hero Academia: Heroes Rising (2019), el dorama Wataoji (2019) y una gira del grupo de idols Momoiro Clover Z (2018)
Cabría preguntarse ¿es acaso una particularidad de Japón el control del mainstream por viejos empresarios? A diferencia de otros países, la palabra clave no es «empresarios», sino «viejos». La generación Shōwa de la posguerra, protagonista del desarrollo que propulsaría a Japón entre las primeras economías del mundo, legó a sus descendientes algo inseparable de las impresionantes infraestructuras, la burocracia paternalista o los herméticos keiretsu o conglomerados empresariales: una ilusión de consenso social o armonía de la que dimanaba la obligación moral de preservar todo ello en los años venideros.
Es posible que al lector español le venga a la cabeza el llamado «régimen del 78», comparable asimismo a fases históricas de otros estados gobernadas por pactos entre élites políticas y económicas. Pero lo interesante de Japón es que, a pesar de existir una brecha generacional equiparable a la de otros países —patente, como en estos, en el contraste entre las expectativas de igualar la prosperidad de los padres y la realidad precaria de las dos Décadas Perdidas—, esta no se ha manifestado en una brecha cultural en términos de expresión colectiva. Aunque recientes estadísticas confirman el previsible desplazamiento de los jóvenes hacia las redes sociales frente a otros medios de comunicación 2, no hay una desafección articulada en productos de consumo masivo. La producción de manga o anime, por ejemplo, continúa satisfaciendo todo tipo de nichos de consumo; sin embargo, la fidelidad del gran público a personajes y sagas gestadas en la era preburbuja o derivativas de aquellas, así como la concentración del gasto en perfiles conservadores (el paradigma de otaku con recursos), contribuyen a perpetuar las estructuras que alimentan tales patrones de consumo. Por el propio mecanismo de activación de la demanda del capitalismo, estos consorcios de televisiones, editoriales, patrocinadores, empresas de merchandising, etc. proponen cambios superficiales en el fenotipo cultural sin alterar su ADN: la susodicha armonía social (wa).
Como en la era Edo hace tres siglos, al observador casual que se adentra en la urbe le asalta la paradójica sensación de intensa actividad creativa en un ecosistema cerrado a cal y canto. La diferencia es que hoy en día tal actividad se halla cooptada por las organizaciones, la mentalidad y los esquemas de producción de la generación anterior. Y eso incluye el cine que habla de la juventud.
II.
Hubo una época no tan lejana en la industria cinematográfica japonesa en la que todo parecía a punto para un relevo en el discurso generacional. Cineastas como Shunji Iwai (Todo sobre Lily Chou-Chou [Rirī Shushu no subete, 2001], Toshiaki Toyoda (Blue Spring [Aoi haru, 2001]), Tetsuya Nakashima (Kamikaze Girls [Shimotsuma monogatari, 2004]) o Nobuhiro Yamashita (Linda Linda Linda, 2005) capturaban el viento milenarista que cada cierto tiempo bate el archipiélago a través de ficciones contradictorias en sus términos, protagonizadas por jóvenes rebosantes de energía y de voluntad contracultural, pero también de conciencia de que ambas serían disipadas por la larga recesión que se cernía sobre ellos. A estos autores se les sumaría Isao Yukisada, quien comenzó como asistente de Iwai y pronto despertaría interés con Sunflower (Himawari, 2000). La película recogía los problemas de comunicación y de autodeterminación del futuro de la juventud de entonces; además, regalaba al espectador una catarsis emocional propia de una feel-good movie, trasluciendo cierto optimismo pop como contrapeso del angst de algunos personajes.
Open House (1998)
Como casi siempre en la historia del cine japonés, era este tratamiento de las emociones lo que nos revelaba los cambios de fondo de la sociedad. Más aún sí tenemos en cuenta que Yukisada era el director menos sofisticado y, sin embargo, de mayor éxito entre los mencionados, lo que sugiere una personalidad afín a las inquietudes y las formas audiovisuales más aceptadas por el gran público. Ya en películas tempranas como Open House (1998) o Enclosed Pain (Tojiru hi, 2000) encontramos la mayoría de tropos que definirían su cine y, a la postre, el cine indie japonés hasta nuestros días: cámara en mano que pretende más la subjetividad que el realismo, naturalismo lumínico con tendencia a la sobrexposición y la difusión, ralentizaciones que actúan a modo de recapitulación dramática, paisajes oníricos, fuerte dependencia de la música para marcar los puntos de inflexión del relato, simbolismo algo grueso en torno a conflictos emocionales… En un principio tales recursos servían a dramas cargados de psicologías maltrechas e ineludibles lecturas sociales: sus protagonistas suelen ser jóvenes alejados de los perfiles familiares y profesionales tradicionales, con tendencia a la soledad y traumas que les llevan a entablar lazos con otros outsiders tasados por su fragilidad.
Aunque los temas reflejaban preocupaciones subyacentes a la sociedad japonesa desde mediados de los 90 a propósito de sus jóvenes, las formas adoptadas por Yukisada y sus coetáneos eran ambivalentes. A priori estas películas podrían verse como irrespetuosas con los sacrificados trabajadores del Japón del milagro económico de los 80, como ocurrió con las taiyōzoku eiga —aquella ola de films de jóvenes amorales y hedonistas abanderada por Crazed Fruit (Kurutta kajitsu, Kō Nakahira, 1956) y la novela de Shintarō Ishihara Season of the Sun— respecto a la sufrida generación de la posguerra 3. Sin embargo, el tratamiento subjetivo de los personajes en detrimento de miradas más agresivas hacia al sistema facilitaba su absorción por este, a semejanza también de aquel fenómeno de los 50. Mientras la cinefilia occidental celebra el descubrimiento de Vibrator (Ryūichi Hiroki, 2003) como retrato de una generación frustrada, en Japón se estrenan películas como Hotel Hibiscus (Hoteru Haibisukasu, Yūji Nakae, 2002), cuya delicada fotografía trata de contagiarnos la alegría de vivir de una joven y su familia en un plácido y empobrecido negocio turístico; mientras la arrebatadora Hana & Alice (Hana to Arisu, Shunji Iwai, 2004) se pasea por el circuito de festivales, la realidad nipona nos remite a Breathe In, Breathe Out (Shinkokyû no hitsuyô, Tetsuo Shinohara, 2004), una cálida historia sobre un grupo de jóvenes con problemas de toda índole que se descubren a sí mismos durante un verano recogiendo la caña de azúcar en Okinawa —no por casualidad la región menos desarrollada del país y habitual depositaria de ficciones idealistas y románticas—. ¿Y qué decir del propio Isao Yukisada? En 2004 estrenaría Crying Out Love, In the Center of the World (Sekai no chūshin de, ai o sakebu), producción al amparo de Toho, TBS y Shogakukan entre otros gigantes de la comunicación y el entretenimiento, basada en una novela de éxito y con todo a favor para romper la taquilla con un relato de amor, nostalgia, dolor… y aceptación.
Kuro (2012)
Si el cine de principios de siglo aún miraba a la sociedad a través de sus jóvenes, una década más tarde la sociedad devolvía la mirada a través la canibalización corporativa de sus formas cinematográficas. Películas como Kuro (Hanare banareni, Daisuke Shimote, 2012), Wood Job! (Kamusari naanaa nichijō, Shinobu Yaguchi, 2014) o Flying Colors (Biri gyaru, Nobuhiro Doi, 2015) le dan la vuelta como un calcetín a la idea del joven loser que no encaja en su entorno, sumergiéndolo en narrativas vigorosas y superficiales al albor de las técnicas de aquel cine indie, asimiladas por el mainstream hasta tal punto que puede emularlas cualquier realizador de televisión. Estos flujos diegéticos —su esquematismo y linealidad hacen difícil llamarlos «relatos»— van presentando a los personajes opciones de vida razonables para desembocar en un mismo punto: la responsabilidad del individuo en un mundo rico en oportunidades que está en su mano aprovechar.
Y a eso lleva dedicado más de una década el grueso del cine japonés. A explorar posibilidades abiertas en la ficción por la misma generación que las ha cerrado en el mundo real y comercializarlas en el lenguaje audiovisual de la más joven, incapaz de tomar las riendas o de generar impacto salvo desde el exilio de los festivales o la genuflexión a los conglomerados empresariales que controlan un mercado regulado a su favor. Es cierto que aún logran hacerse un hueco directores como Nobuhiro Yamashita (Tamako in Moratorium [Moratoriamu Tamako, 2013]) o Kei Morikawa (Make Room [Meikuruumu, 2015]), capaces de un cine honesto con los entornos que retratan dentro del posibilismo al que les obliga la industria. Pero ¿y si alguien se atreviera a retroceder, abandonar el lenguaje de la subjetividad japonesa contemporánea y filmar desde la distancia ese monstruo que intenta abrazarnos llamado sociedad?
III.
River’s Edge (Ribaazu Ejji, Isao Yukisada, 2018) se basa en el manga homónimo de Kyōko Okazaki publicado por entregas en la revista CUTiE entre 1993 y 1994, y gira alrededor de las vidas desesperanzadas, cínicas y dadas a la brutalidad ocasional de unos estudiantes de secundaria en un suburbio de Tokio. Empezando por los personajes centrales, un taciturno y dostoievskiano Yamada (Ryō Yoshizawa) cuyos esfuerzos por ocultar su homosexualidad no le libran del acoso de sus compañeros, y su reflexiva amiga Wakakusa (Fumi Nikaidō), quien protege a duras penas al primero de su ligue, el matón Kannonzaki (Shūhei Uesugi), Yukisada va desplegando el fresco existencial de una generación camuflado de oscuro drama teen.
A Touch of Fever (1993)
Ahora bien ¿de qué generación? A juzgar por la fidelidad al material original o lo que él mismo dice en las entrevistas, la película es una mirada atrás del propio Yukisada a unos años que cineastas como Ryōsuke Hashiguchi (A Touch of Fever [Hatachi no binetsu, 1993]) o Hideaki Anno (Love & Pop, 1998) ya capturaron según los vivían. Aquellos films anticipaban los problemas del nuevo Japón posburbuja ignorados por la casta política y por buena parte de la población —no es casual que las obras citadas aborden la prostitución juvenil—, todavía embriagada por el recuerdo de una prosperidad alcanzable gracias al ascensor social. ¿Hablamos entonces de una enmienda a aquella época desde una perspectiva actual que la juzga superada, a la manera de divertimentos no exentos de arrogancia como Bubble Fiction: Boom or Bust (Baburu e go!! Taimu mashin wa doramushiki, Yasuo Baba, 2007)?
Hay un problema en ese tipo de revisión histórica del que Yukisada parece consciente: a diferencia de EE.UU. con el 11-S o la crisis de Lehman Brothers, en el Japón del siglo XXI no se da un acontecimiento que separe con nitidez aquellos años 90 del presente. De hecho, si hay algo comparable al 11-S en cuanto a impacto sociocultural es el atentado de 1995 de Aum Shinrikyō con gas sarín en el metro de Tokio, que sumado al terremoto de Kobe ese mismo año haría que los japoneses «fuéramos confrontados con la impredecibilidad de la muerte; ya no parecía una posibilidad remota. […] River’s Edge predijo ese cambio. En el manga, hombres y mujeres jóvenes piensan en cómo vivir plantando cara a la muerte» 4. Esta conciencia de la muerte, alegorizada en las visitas regulares de Yamada y Wakakusa a un cadáver abandonado a la orilla del río, volvería a golpear a los japoneses en sucesos como la matanza de Akihabara de 2008 o el terremoto de Tōhōku de 2011, eventos continuadores de un estado de ánimo social, como vemos, y no rupturistas como la caída de las Torres Gemelas. Dos décadas conectadas por tragedias que desempolvaban dinámicas colectivas de superación ancestrales, propias de un pueblo cuyas raíces filosóficas y religiosas remiten a la impermanencia incluso en sus etapas más hedonistas —incluso en el «mundo flotante» de Edo los placeres urbanos de la clase comerciante se distinguían por contraste con la élite empobrecida de los samuráis, cuyo fundamento intelectual era la renuncia a la propia vida—.
Parade (2009)
En cambio, durante todo ese tiempo y en abierta disonancia con las inquietudes latentes en la sociedad, el Japón corporativo seguía negando la muerte. Y lo hacía regulando el trabajo, el ocio y la cultura de los japoneses en armonía con la demanda de sus élites empresariales y políticas, no de una ciudadanía encadenada a un presente sin futuro a la vista. Quizá por ello a finales de los 2000 empieza a utilizarse en periódicos y grandes medios el término kodoku no kuni o «país de la soledad»; acompañado de otro del que es consecuencia, muen shakai o «sociedad sin relaciones»: los jóvenes no protestan contra la sociedad —tampoco disponen de canales viables para hacerlo—, sino que se retiran de ella 5. Unos años en los que se duplica la estadística de desórdenes afectivos desde los 90 6 e Isao Yukisada estrena Parade (Pareedo, 2009), suerte de eslabón perdido entre aquellos prometedores trabajos de sus inicios y el que nos ocupa.
Aquella película se atrevía con un discurso radical de autoaceptación de Japón como sociedad fallida y, en consecuencia, de llamada al reconocimiento de aquellos sin esperanza alguna de integrarse en ella, reivindicando espacios de libertad con cabida hasta para los comportamientos más antisociales. Su excepcionalidad en un panorama de producciones que ya no tenía nada que ver con el del cambio de milenio puede certificarla la propia filmografía del director, abultada antes y después con jun’ai eiga o «películas de amor puro». La musculosa aportación de Yukisada en Parade, por tanto, queda enterrada entre la grasa de la industria cinematográfica nacional que él mismo contribuye a aumentar, lo que frena el calado de la película dentro de sus fronteras. Que esta y River’s Edge fueran precedidas, respectivamente, por mediocridades como Into the Faraway Sky (Tōku no sora ni kieta, 2007) y Narratage (Narataaju, 2017) evidencia el prerrequisito de reinvención de la propia obra al margen de la industria para articular un discurso sobre el presente. Porque River’s Edge transcurre en los 90, pero no habla del pasado, sino sobre un presente continuo que se extiende hasta nuestros días pese al denuedo de los arquitectos del Japón contemporáneo por disimularlo.
IV.
Es posible que al lector le parezca excesiva la contextualización de los puntos anteriores. Pero hay dos motivos para proponer este tipo de aproximación. El primero es que reducirla a términos estrictamente cinematográficos, como los que estamos habituados a leer sobre obras de autores consagrados como Yasujirō Ozu o Hirokazu Koreeda, supondría engañarnos sobre la universalidad del cine japonés actual, un pilar más de la suplantación nacional-corporativa de la identidad ciudadana a la que aludíamos. Por consiguiente, cualesquiera hallazgos artísticos han de ponerse en relación con una atmósfera que los sofoca y condiciona sus lecturas.
Por otro lado, lo que hace fascinante a River’s Edge es su cualidad de reverso de dicho páramo industrial, del que el mismo Yukisada ha sido cómplice. En otras palabras, lo que en un festival como Sundance o Berlín pasa por mera audacia o espíritu crítico, en Japón alcanza cotas contraculturales. Un ejemplo es la renuncia del autor a construir instantes climáticos, sentimentales, como los que puntúan los tramos más memorables de su cine para el gran público. La película niega a sus personajes la acostumbrada epifanía con fondo de piano o violines que los reconcilia con su vida y el sistema económico que la regenta. Las improvisaciones a cámara de los actores, lejos de quedarse en artificio narrativo o simulacro documental, propugnan una libertad en la escritura fílmica que defiende al espectador de ficciones comisariadas por el consorcio mediático de turno.
Y aunque ahora vuelvan a estar de moda las relaciones de aspecto inusuales, la elección del formato académico o cuadrado tampoco obedece a ello. Se trata más bien de una referencia al estándar de vídeo de los 90 que introduce un distanciamiento explícito de cara al espectador, estimulando, pues, la reflexión contextual sobre la imagen en vez de someterla al tratamiento inmersivo del cine japonés reciente, adulterado por la traslación acrítica de estrategias expresivas propias del anime. Una diferenciación que se hace patente asimismo en el trabajo de la profundidad de campo: en vez de tender a las superficies planas de la imagen pop (y de gran parte de su filmografía), Yukisada construye el espacio a partir de un plano americano o medio del personaje, el cual usa como referencia para rodar diálogos y otras interacciones en distintos planos de profundidad. Esta tridimensionalidad de la puesta en escena puede parecernos muy básica, pero no lo es la decisión consciente de mantenerla a lo largo del metraje, algo esencial para mantener a raya esa subjetividad inocua que promueve el establishment audiovisual —complacido, por lo demás, con la estética Sundance de planos cerrados y cámara en mano que al otro lado del Pacífico han normalizado los festivales—.
Una excepción a esta norma es el uso ocasional de planos generales, posteriormente descompuestos en retazos de paisaje suburbial donde se enclavan los personajes. Aunque ello puede alentar lecturas precipitadas de corte social, comparables a las extraídas del cine de barriadas norteamericanas o de banlieues francesas, conviene recordar la topología singular de Tokio y sus barrios: una ciudad descentralizada y vastamente radial, en la que el concepto de suburbio queda diluido a lo largo de kilómetros y kilómetros de tejido urbanístico, robustamente interconectado y atravesado por un tráfico que se propaga a modo de pulsos neurálgicos desde sus múltiples núcleos industriales y comerciales. Es decir, el suburbio es el propio Tokio, sinécdoque del Japón moderno y unificado; un gigantesco no-lugar donde cultivar la propia existencia es equiparable a velar cadáveres entre la maleza.
V.
Morir deviene único medio de afirmación pública del individuo frente a un Japan, Inc. omnímodo que despliega por toda la sociedad su narrativa tentacular, a la que apenas se contraponen las historias y cuchicheos de un par de pescadores a modo de coro griego (otro elemento distanciador). No es caprichoso que el final más violento lo protagonice el personaje más convencional y, por tanto, más defraudado por lo normativo. La muerte se revela así no como negación de la vida, sino de la no-vida a la que aboca la observancia rigurosa de las reglas y protocolos que procuran la armonía del sistema socioeconómico. Dicho de otra forma, se devuelve a la muerte el rol esencializador, definitorio de lo que significa la vida, que le habían conferido corrientes y pensamientos filosóficos hoy desterrados del archipiélago.
Una autenticación de la existencia de la que participa asimismo el planteamiento de las escenas de sexo, las cuales recogen el testigo de la literatura de Ryū Murakami y su «desprecio por la estabilidad y la continuidad» en aras de la independencia de un orden social totalizador 7, estableciéndose así otro puente con pulsiones culturales derivadas a los subterráneos del mainstream japonés desde mediados de los 90. Violencia, humillación, indiferencia e ilusión de dominación masculina concurren en fragmentos que remiten al pinku eiga, pero también a un contexto actual de proliferación de películas con similar grado de explicitud y tramas adaptadas a los arquetipos profesionales y económicos de hoy día: Call Boy (Shōnen, Daisuke Miura, 2018), la citada Make Room, Side Job (Kanojo no jinsei wa machigai ja nai, Ryūichi Hiroki, 2017) o Aroused by Gymnopedies (Jimunopedi ni midareru, 2016), aportación del propio Yukisada al reboot del sello roman porno de Nikkatsu, vehiculan impulsos contranormativos más allá de la vocación comercial de cualquier producción erótica.
¿Qué diferencia este tipo de films o el mismo River’s Edge del paradigma Murakami? En lugar de descender a mundos underground que coexisten con el nuestro tras una fachada de normalidad, son películas que niegan la frontera entre realidades abogando por una percepción completa y sin filtrar de la única que existe. Cuestionan así el concepto de lo japonés que mencionábamos al comienzo de este texto, invitando a Japón a contemplarse a sí mismo desde fuera. Esta perspectiva, que supone una agencialidad de la propia mirada que damos por hecha en nuestros entornos cinematográficos —particularmente en el indie norteamericano y el europeo—, es desdibujada sistemáticamente por una maquinaria industrial que confina al individuo en un determinado estado-nación; o, para ser más exactos, en un imaginario-nación cultural. A este respecto River’s Edge se erige en pieza de metacine a la fuerza, en tanto para contar la historia de unos personajes alienados por dicho imaginario ha de pensarse ella misma como maniobra audiovisual resistente al mismo.
¿Veremos algún día estallar la burbuja cultural-corporativa que condena a aquel cine japonés con ambición de describirla al extrañamiento de su público, es decir, a ser leyenda? Se trata de una cuestión sumamente compleja, en la que concurriría la voluntad ciudadana de una transformación social que los poderes que rigen el mainstream no permiten previsualizar. Pero aunque a simple vista el panorama industrial no invite al optimismo, recordemos que uno de los éxitos de la taquilla nacional de los últimos años, destacando en un paisaje congestionado por sagas de anime, live actions y adaptaciones de ranobe («novelas ligeras»), fue una obra que compartía con River’s Edge su apelación al autorreconocimiento colectivo, a mirar la realidad al margen de quienes nos conminan a soslayar sus pliegues improcesables por el sistema. Se titulaba Un asunto de familia (Manbiki kazoku, Hirokazu Koreeda, 2018), y era una película japonesa.
- Ver crónica en Twitter de la historiadora Paula R. Curtis, quien se hallaba entre el público del panel. ↩
- Algo que refleja la diversificación de la oferta de redes sociales, como recogía entre otros un estudio de Gaiax Social Media Lab en mayo de 2020. ↩
- Joseph L. Anderson y Donald Richie dieron cuenta de la conmoción de las taiyôzoku eiga dentro y fuera de la industria cinematográfica en su clásico ensayo The Japanese Film: Art and Industry – Expanded Edition (1983). Princeton University Press, p. 266. ↩
- Entrevista de Mark Schilling a Isao Yukisada el 15 de febrero de 2018 en The Japan Times. ↩
- ALLISON, Anne (2012): «A Sociality of, and beyond, ‘My-home’ in Post-corporate Japan», en The Cambridge Journal of Anthropology, Vol. 30, no. 1. pp 95-108. ↩
- Según un estudio de pacientes entre 1996 y 2008 del Ministerio de Salud, Trabajo y Bienestar de Japón. Ver VOGEL, Suzanne Hall (2012): “Japanese Society under Stress”, en Asian Survey, vol. 52, no. 4. p. 692. ↩
- CASSEGÅRD, Carl (2007): Shock and Naturalization in Contemporary Japanese Literature. Brill. p.199. Citado en CAPO, Beth Widmaier (2018): «Violence and Globalised Anxiety in Contemporary Tokyo Fiction» en ejcjs, Vol. 18, no. 1. ↩