Robot Dreams
La superficie del pasado Por Samuel Lagunas
La animación nació como un espectáculo presentista. O, lo que es casi lo mismo, como un arte sin tiempo. La Fantasmagoría de Emile Cohl (1908) o los cortometrajes de Winsor McCay lo dejan claro. Todo ocurre en el momento y para el momento. Después se desvanece, acaba, casi como en un performance situacionista o en un experimento de teatro dadá. La cámara (en movimiento) es la manera más eficaz de registrar el milagro. Y es que, fundamentalmente, la animación es un truco mágico. Y la magia es un acontecimiento efímero.
¿Qué sucede entonces cuando la animación se interesa de un modo obsesivo con el pasado? Si bien en esta edición 2023 del Festival de Annecy hemos quedado libres de documentales animados (después del exceso que vimos el año anterior), abundan en la Selección Oficial películas situadas en tiempos pasados, en los años 80 y los 90 especialmente. Esto desempolva también algunos cuestionamientos. ¿Para qué animar el pasado?, ¿con qué materiales?, ¿cuánta vale intervenirlo o mantenerlo abierto? La respuesta inmediata de que toda representación del pasado dice más del presente en que se hace que del pasado que recupera resulta, como trataré de mostrar a continuación, para mí insuficiente.
Me detengo sobre todo en Robot Dreams (2023) del español Pablo Berger. Estamos ante un bricolaje posmoderno bastante encantador. En su primera incursión en el cine animado, Berger lleva a la pantalla la novela gráfica de Sara Varon de 2008, quien colaboró como guionista. Más allá del libro, la película nos presenta un coctel desatinado del cuento homónimo de Asimov publicado en 1986, con un decorado del Manhattan ochentero, unos personajes dibujados a la Matt Groening (¿alguien más recordó al Bender de Futurama [Matt Groening, 1999]?), algunas referencias a películas, a videojuegos y a grupos musicales de esa década, y un estado de ánimo más cercano a Her (2013) de Spike Jonze y a La la land (2016) de Damian Chazelle que a Stephen King o a Woody Allen.
Robot Dreams (Pablo Berger, 2023).
La historia de Robot Dreams tiene un efecto de actualidad que pasa casi inadvertido, pero que refuerza la empatía que despiertan los personajes. Perro tiene muy pocas habilidades sociales y decide comprar un robot para que sea su acompañante. Los dos la pasan de maravilla, bailan en el parque, redescubren gozosos el paisaje urbano y nadan en la playa. No necesitan decirse nada porque estrictamente no pueden hacerlo. Su mundo carece de palabras. Sólo hay música para comunicarse. Ese es el triunfo de su civilización (animal). El presente irrumpe (casi como en una parábola del aislamiento) cuando los dos personajes son confinados. Robot se descompone y se queda varado en la arena. Es el principio del otoño y la playa se mantiene cerrada hasta el siguiente verano. Perro y Robot no tienen manera de encontrarse más que a través de la fantasía. Pero la cita es incompleta, casi onanista. Una y otra vez Robot sueña que logra salir de la prisión de su cuerpo, encuentra a Perro y así ambos recobran su pequeño paraíso. Con la distancia y el paso de los meses, las fantasías también se diluyen.
Es precisamente el paso del tiempo el que llena la película de Berger después de la separación. Como si se tratara de pequeños episodios, cada estación se convierte en una sucesión de aventuras: Halloween en otoño, ir a esquiar en el invierno, enamorarse en primavera. Como suele ocurrir, cada salto en el calendario implica pérdidas y deterioros. Implica también olvidos. El verano trae de nuevo la promesa del recomienzo, pero bien lo dice un poeta: no hay más dolor para quienes se quieren que descubrir que los de entonces ya no son los mismos. Sin embargo, Perro y Robot se mantienen pendientes de un hilo: de una canción. Su final no es necesariamente el final de la película, aunque también lo sea. Somos lo que perdemos sin querer, pero también lo que decidimos perder.
Frente al tratamiento simplista y desdeñoso que hace Berger del pasado, encontramos La sirène (Sepideh Farasi, 2023) y Art college 1994 (Liu Jian, 2023). Ambas son películas-museo que aspiran a re-crear por medio del dibujo la época que les interesa, para después meterla en un escaparate. No en vano Art college 1994 lo anuncia desde su título y La sirène lo advierte textualmente al comienzo y al final: sus historias suceden en otro tiempo, en aquel tiempo. No es el nuestro. Art college 1994 es un compendio de identidades juveniles marcadas por el spleen del fin de milenio. Los personajes dialogan una y otra vez sobre Sartre, Duchamp, las vanguardias pictóricas, y el feminismo. Todo en el marco de la difícil tarea de madurar y convertirse en adultos. Es el fin de los sueños revolucionarios, anarquistas y de liberación. Es el comienzo del tedio y la resignación. Estéticamente la película es bastante gris. Anímicamente, también. Aún más que la anterior Have a nice day (2017). Y eso pesa, cuesta trabajo llevarlo. La antología de ideas que encontramos en la cinta habla evidentemente de una crisis ideológica, de un choque con consecuencias inciertas. Como si se tratara de un eco del libro de Francis Fukuyama, tras ver una película como Art college 1994 recordamos esa sensación de ya no hay nada ni nadie afuera de Occidente. La historia y el pasado, como preámbulo de un posible cambio por venir, se han terminado. Precisamente, los conflictos intergeneracionales que vemos en la Academia de Artes de la película son por ese motivo: recuperar a los maestros clásicos del arte chino o abrazar fervorosamente las vanguardias europeas y norteamericanas. Más que la exposición de un manifiesto étnico o nacionalista, la película de Liu Jian parece evocar con cierta resignación un pasado que, para nuestro infortunio, se ha ido. Y la animación es una manera de recordarlo, de exhibirlo.
Art College 1994 (Liu Jian, 2023).
Lejos de la perorata snob que puede resultar Art college 1994, La sirène es una película que bien puede ser llamada “recaudafondos”, en tanto utiliza su condición de extranjería para exhibir un pasado trágico, casi salvaje y remover en la audiencia, de forma ejemplar, la solidaridad y la buena voluntad. Irán 1980. Iraq ataca durante varias semanas la ciudad de Abadan. Los militares bombardean una refinería. Muchas personas son asesinadas. Otros quedan heridos. Hay caos y desconcierto. No obstante, un niño de 14 años llamado Omid consigue la fuerza emocional para rescatar a los sobrevivientes de su pueblo y emprender con unos pocos la huida hacia una vida más digna. Se trata de una renovada Arca de Noé donde cabe una cantante retirada, la estatua de una virgen, un viejo apesadumbrado por la muerte de su familia y otros personajes llenos de tristeza y desesperación. Es imposible no quedar conmovido ante las muestras de odio sin sentido de la guerra, pero también de amor desinteresado. Se trata de un panfleto en pro de la humanidad que sabe conservar el pasado de manera tal que pierda su agresión y su rebeldía. No hay riesgo en el dibujo ni en el trazo moral de los personajes. Porque más que una denuncia política o un ejercicio crítico de recuperación de una memoria colectiva, La sirène es un ejercicio tibio del recuerdo, una arqueología ad hoc a la mirada extranjera que se complace en ver la desgracia ajena.
En Art college 1994 y La sirène el pasado permanece intocable, no puede ni debe ser intervenido. La animación es el meticuloso celador que lo custodia. El cuidadoso detalle de los escenarios y del diseño de los personajes, la estética realista y la preocupación por explicitar demasiado las emociones de los personajes refuerza el aislamiento temporal. El pasado se ha quedado solo y hoy no nos queda más que mirarlo a la distancia.
La sirène (Sepideh Farsi, 2023).
Si hay una película en la Selección Oficial que conserva ese carácter intemporal de la animación que mencioné al comienzo de este texto, es Slide (2023) de Bill Plympton. Y eso la vuelve obsoleta e insoportable; además de que carga de nuevo esa excentricidad blanca, yanqui y sexista que lo ha caracterizado desde finales de los 70. Las situaciones que mueven la película son caprichosas y ridículas: un viaje en auto, el ataque de una criatura apocalíptica, la construcción de una presa, la preparación de las locaciones de una película. A estas alturas, uno pierde de vista si queda algo de sátira en la cinta, porque la crítica ronda una y otra vez la reiteración y el lugar común: un cowboy que resuelve sus problemas tocando la guitarra, una damisela en apuros que trabaja en un burdel, un alcalde tirano, una actriz superficial y descerebrada. La erótica del dibujo es la misma y eso es quizá lo que nos mantiene cerca de Slide. A sus casi 80 años, la pluma de Plympton mantiene su agilidad y su desprecio por el cuerpo. Pero el tiempo es ingrato con quienes hace algunas décadas cambiaron la historia de una industria. Ahora Plympton luce obsoleto y esta última película difícilmente hallará algún eco salvo en los curiosos de la técnica del cartoon o en los fanáticos de las leyendas.
Vuelvo a Robot Dreams. En uno de los sueños de Robot, este escarba hasta salir de la pantalla y darle la vuelta, como si se tratara de un cristal. Este espléndido momento visual es una evidencia fugaz del genio de Berger. No obstante, la que es la secuencia más inolvidable es la que también revela sus limitaciones y su torpeza. Para Berger, en esta película, el pasado no es más que un colorido tapiz intercambiable y la animación es una mera y fútil superficie que solo sirve para repetir sobre ella una historia prexistente. La magia convertida en trampa.