Rojo
El ajeno Por Manu Argüelles
Un plano fijo enfoca una casa en un plano general. De ella van saliendo varias personas con objetos del interior. Así empieza Rojo y me parece una metáfora poderosa de lo que sería el saqueo de Argentina en la época de la dictadura. Previamente se nos ha ubicado con un rótulo, nos encontramos en una provincia argentina en 1975. Todavía no ha tenido lugar el Golpe de Estado -fue el 24 de marzo de 1976- pero creo que aquí, nada más empezar, se está leyendo. Es muy probable que no sea una interpretación correcta, que su director Benjamín Naishtat no lo pretendiese pero si algo se agradece, y mucho, a Rojo es su permanente apertura, su forma de ofrecer un tejido suficientemente sugerente para que alguien, español y nacido en 1975, pueda construir su propia significación, aunque no conozca a fondo lo que se está abordando, aunque su background no le permita explorar de forma minuciosa los recovecos que el filme constantemente ofrece. Si tomamos otra película de la misma Sección Oficial que se ha visto en el SSIFF como El reino (Rodrigo Sorogoyen, 2018) nuestra posición es muy diferente. La película de Sorogoyen ya la hemos visto previamente en los medios de comunicación. Aunque se omitan nombres propios -todo lo contrario, por cierto, de una película mucho más estimable como fue El hombre de las mil caras (Alberto Rodríguez, 2016)- y no se quiera decir explícitamente que se está construyendo una ficción concreta de la corrupción del PP en la Comunidad Valenciana (no me convence ese argumento de que la corrupción es universal y, por tanto, es mejor no especificar), sabemos a ciencia cierta qué terreno estamos pisando. Se puede subsanar esta falta de familiaridad con Rojo mediante una labor de documentación, algo que siempre creo obligatorio en cada acto de escritura. Soy partidario de que cada frase escrita debe conllevar como mínimo un párrafo de consulta bibliográfica. Nos debemos exigir, de cara al lector, ser rigurosos con lo que hacemos. Y, sin embargo, con el filme de Benjamín Naishtat dada su propia fisionomía, su habla elíptica, su imprevisible concatenación de situaciones, así como la contigüidad de varias acciones encabezadas por diferentes personajes -que funcionan autónomas sin un aparente nexo que las una-, en definitiva, por su forma de labrar el clima inmediatamente previo que lleva al trauma histórico, por su magnética fuerza alusiva y por su renuncia exigente a toda voluntad explicativa, uno acaba cuestionándose si esa elección, la de informarme bien de lo que pasó en Argentina en 1975, sea una buena idea para escribir de Rojo. Lo más sensato sería ceder el testigo y que sea Damián Bender o Ignacio Pablo Rico los que escriban de ella cuando la vean. Ellos podrán estar a la altura de lo que nuestros lectores argentinos se merecen. Pero los tres galardones que ha obtenido en el 66 SSIFF (dirección, actor y fotografía) me coloca en la obligación de que escriba inmediatamente de ella. Estaré encantado que cuando puedan me den la réplica y me tumben, como todas las veces que lo ha hecho Aarón Rodríguez cuando hemos escrito del mismo filme.
De hecho, para descifrar la condición narrativa tan particular de Rojo no hay más que fijarse en la gran secuencia del restaurante, la que desencadena el conflicto principal del filme y que sirve de disparadero para que se articule como thriller (esta vertiente de filme de género la retomo más adelante). Allí, en el principio, el cromatismo del rojo ya se está transmitiendo. Pero no lo hace desde la obviedad. Jerseys rojos o de una tonalidad similar de los comensales estratégicamente situados en los planos que toman todo el interior del restaurante o unas cortinas al fondo que proporcionan una luz rosada que tiende a lo rojizo, son elementos con los que se nos está ya imprimiendo de forma subconsciente el ambiente que da título al filme. Esta forma de crear una atmósfera se corresponde a la perfección con los caminos oblicuos que el relato después tomará y que por fuerza nos dejarán con cabos sueltos, con piezas que no nos encajen, con cuestiones que no acabemos comprendiendo del todo. De hecho, que el personaje protagonista interpretado por Darío Grandinetti suela vestir con colores beige o marrón claro, también sirve de iconicidad clara de lo ajeno que estará o de su voluntad de quererse mantenerse al margen de la violencia -uno piensa en el rojo como la sangre- que ya sabemos que después estallará y no contra él y los de su clase social precisamente. Porque a riesgo de equivocarme, pienso en su personaje como el tipo de persona que mira para otro lado mientras lo atroz está pasando a su alrededor. Aquel que queda indemne, que se libra de la persecución y del acoso del poder, porque él forma parte de esa mayoría silenciosa y cómplice que facilita con su inacción que las altas instancias abusen de su autoridad. Es más, tampoco me parece casual que cuando se produce el eclipse mientras él está con su familia en la playa y toda la pantalla se tinta de rojo como reacción al fenómeno lumínico del que son testigos, dicha secuencia se acabe con él mirando al eclipse y para ello se protege su rostro con la mano, acto seguido desaparece el rojo de la imagen y ahí Benjamín Naishtat corta con un fundido en negro. Aquí, de nuevo, una semántica clara de lo que fue la dictadura, el eclipse, todo bañado en rojo, él cubriéndose. Como asimismo, al final, cuando acude a la obra de teatro de su hija, se coloca una peluca, cuando todo el mundo sabe que es calvo, ese disfraz, esa ocultación inútil a los ojos de todos, como símbolo de su comportamiento ante los hechos que luego tuvieron lugar.
Porque, además, Rojo como thriller también resulta bastante inesperado. Y lo menciono como un aspecto favorable, por supuesto. El filme pretende buscar nuevas vías expresivas para revisionar el pasado, hay un esfuerzo notable para evitar los caminos ya transitados, algo que también pude apreciar en un filme como La larga noche de Francisco Sanctis (Andrea Testa, Francisco Márquez, 2016), el cual me ha vuelto a venir a la mente al ver Rojo, porque ambos tratan de resultar estimulantes y novedosos ante algo ya tratado y a la vez mantener el respeto por las víctimas. Aquí todavía de forma más radical, se canaliza lo político en sordina, pero siempre está presente, con pequeñas migas, indicios, gestos, líneas de diálogo que a veces se hacen más visibles como todo lo que acontece en la rueda de prensa del interventor provincial, pero siempre está trabajado como una capa subyacente que en ocasiones permite ver mejor su cariz para que no nos olvidemos de aquello que no se dice. Porque todo está a punto de estallar. Así que la radiografía de Naishtat no está del todo definida. Y en ese marco, el thriller como tal resulta voluntariamente decepcionante. Se atreve con el sabotaje de las expectativas del espectador. Nos introduce en su filme con una excelente secuencia de gran tensión -la citada del restaurante- para que después todo eso se borre por completo y el tono pase por una atonía extraña. Además, la película se dispersa, se centra también en la hija, los ensayos de la obra de teatro, su novio, el mencionado interventor, los amigos del matrimonio protagonista, el inquietante detective chileno (Alfredo Castro) que pone en estrés al personaje de Darío Grandinetti (pero no a nosotros)…La película se hace más inaprensible de lo que uno espera, aunque en todo momento no perdemos ni la atención ni el hilo. De hecho, se construye el thriller de forma inversa porque lo que sería sería el clímax prototípico se ubica al principio del filme…y después no hay resolución como tal. También se produce una perversa manipulación porque ante el incidente del principio podemos sentirnos afines al rol de Darío Grandinetti para que después poco a poco nos vayamos alejando de él, a medida que el director lo vaya desenmascarando y vayamos viendo la condición (miserable) de dicho personaje. Es indudable que hay gran inteligencia en todo lo relativo al armazón argumental, que parece poco compacto, que nos hace valorar erróneamente que determinadas situaciones nos parezcan superfluas para que después el director, mediante repeticiones y simetrías muy imaginativas, nos desmienta el dibujo conceptual que vamos construyendo. Así, la casa del principio, después volveremos a ella. Y sabremos algo más de los propietarios que están…desaparecidos. Una anciana recuerda a los hijos pequeños, de los padres no sabe nada. O en uno de los ensayos de la obra, la hija no entiende cuando la profesora le dice que debe transmitir la intención. Dado que no le comprende, le pide que se le acerque a ella cada vez más. Cuando está extremadamente cerca eso es la intención. Algo que volverá a repetirse de forma muy similar al final entre el detective y el protagonista, cuando finalmente el primero en el desierto le muestre todas las cartas. Se repite varias veces en Rojo que quieren vivir en paz, que este es un lugar tranquilo. Pero ya sabemos lo que eso originó poco después…