Roma, de Alfonso Cuarón

También a nosotros Por Aarón Rodríguez

La película comienza, en propiedad, con un suelo.

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Composición casi simétrica, celdillas deslucidas, silencio. Y, por cierto, que resulta raro que comience a escribir(se), que los responsables de la enunciación se sitúen precisamente ahí.

Roma

Y es que de ese suelo, como sabremos después, se esperan dos funciones principales. Ser pisado, por supuesto, pero también llenarse impenitentemente de excrementos de perro. La película arranca, por lo tanto, en el lugar de la mierda. Un lugar que se va llenando progresivamente de un ruido que llega desde fuera de campo. El tiempo está detenido, a no ser por algo –salpicaduras, chapoteos-, que acaban por inundar la imagen desde su parte superior.

Roma 2018

Triste simulacro del mar, sin duda.

Gesto noble, ese de limpiar la mierda, gesto que también acoge a la enunciación, ya que los créditos de los responsables conforman dos columnas que controlan, de alguna manera, el chorro de agua sucia que recorre la casa familiar. El problema con el mar, o con las olas, es que en Roma hay que atravesar todo el sufrimiento de la infancia –tener un padre y perderlo, tener una hija y perderla-, para llegar, por fin, a una especie de perdón.

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Perdón es, sin duda, una palabra demasiado definitiva. Nada se perdona nunca, y nada queda perdonado del todo. Quizá sería mejor sugerir: El agua, esa agua sucia que limpia la mierda que invade nuestra realidad doméstica es, en el mejor de los casos, una suerte de pacto transitorio  con lo real.

Y es que Roma comienza situando su cámara en ese plano nadir apuntando lo que ya sabemos, pero lo que nunca se muestra: que todas las casas, que todas las familias, tienen su buena ración de mierda que debe ser lavada, interminablemente, semana tras semana, día tras día, que reaparece una y otra vez. Esa es, por lo demás, la crítica que el padre (ausente) formula precisamente antes de abandonar el hogar: Me bajo del coche y la caca de perro está ahí.

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Y lo está, sin duda, hasta el punto de que decidirá a escapar otra playa –una de Acapulco- que nunca veremos en plano para intentar limpiar aquel desastre, para intentar limpiarse de aquel desastre. Porque únicamente es después de sumergirse en el agua cuando se puede decir la verdad absoluta sobre esos hijos que van salpicando –tomen la metáfora en toda su literalidad- el transcurso de la cinta.

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Yo no quería que naciera. Formula absolutamente brutal, enunciado que Cleo únicamente puede pronunciar tras dos horas de metraje y tras haber atravesado al menos dos umbrales: perder a su propia hija, salvar a los hijos de su señora. El padre (ausente) dice querer mucho a sus hijos, o mejor aún, le pide a su mujer que transmita ese mensaje, como si su palabra pudiera venderse de segunda mano en el mercadillo barato de las buenas intenciones. Nada más lejos de la verdad: es precisamente su gesto final –llevarse los libros de casa- el que debe ser tomado en su brutal literalidad: llevarse los libros, llevarse la palabra, llevarse el saber. Dejar a los demás en el lugar de la mierda.

Ahora bien, volvamos otra vez a ese lugar. ¿Se han fijado en dónde imprime Alfonso Cuarón su nombre dentro del proceso enunciativo? Exactamente, en ese lugar en el que, de manera inesperada, aparece un cielo, aparece un claro de luz sembrado de aviones que se marchan, aparece un cierto reencuadre de la imagen.

Roma collage 1

Reencuadre horizontal vinculado con la posibilidad misma de que, en el lugar de la mierda, se refleje una huida –léanlo literalmente, pues así queda escrito en el plano. Y, ¿no les ha venido automáticamente a la cabeza un segundo reencuadre, en esta ocasión horizontal, que aparecerá unos minutos después dentro de la misma película?

Ahí lo tienen: la luz, el espacio acotado, y por supuesto, un avión. Aunque sea un avión que termina por estrellarse. Y si necesitan todavía otra evidencia, unos minutos de metraje después, ahora ya sin reencuadre, la pantalla cinematográfica mostrará su paisaje todavía más lejos. Sugerirá la posibilidad de huir hacia arriba, pero hacia un territorio todavía más lejano –un territorio, se supone, diametralmente alejado de ese suelo lleno de mierda, imposible de limpiar.

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Y estarán de acuerdo conmigo en que resulta imposible no pensar en Gravity, en el soberbio plano inicial que abría aquella película al retornar a esta ficción fantaseada en el que dos cuerpos, en una situación de tensión, flotan en el espacio infinito. Reformulación que sin duda debe ser tomada al pie de la letra: Escapar mediante el cine, tan lejos como sea posible, ya sea con aviones, naves espaciales, reencuadrando –es decir, encuadrando la realidad en un formato panorámico-, hasta que la suciedad de la infancia, la suciedad del pasado, no se manifieste.

Sueño imposible, sin duda, anhelo fantaseado por Cuarón –y sin duda, también por su espectador-, porque la infancia es el resonador de todos los miedos y el inventario de todas las heridas que, peor que mejor, vamos cargando pacientemente entre nuestras manos. Nacer es, como queda escrito en la propia película, un acto salvaje y terrible. Nacer es partir de la imposibilidad de conjugar dos espacios fílmicos. Fíjense, concretamente, cómo está seccionada la escena del encuentro sexual entre Cleo y Fermín.

En primer lugar, ellos deciden no ir al cine, es decir, deciden no huir sino encontrarse con la radical fisicidad de sus cuerpos en el encuentro sexual. Ahora bien, es sabido –no hace falta ser muy lacaniano– que ciertos polvos son, más bien, desencuentros imposibles entre los amantes. Cuarón lo cuenta de manera excepcional pasando de aquí…

(La cola del cine en la que Cleo espera a que Fermín se escape con ella) …a este otro lugar…

Roma ventana

(Una ventana que protege de la lluvia, es decir, de nuevo de esa agua conjurada como imposible de lavar ninguna mancha, ningún pecado original, ninguna mierda) …a este conjunto de dos planos:

Roma collage 2

Cleo y Fermín están separados en montaje por un corte de 180 grados. Podrían ser dos escenarios de dos escenas distintas, dos universos, dos secciones completamente diferentes de la misma realidad. Fermín tiene a su espalda el cuarto de baño –de nuevo, la mierda-, y se exhibirá desnudo ante la cámara sin el menor pudor contorsionándose en una colección de violentas posiciones de combate. La lucha política, la lucha contra la mujer, la lucha contra sí mismo. Movimiento, gesto, acción.

Cleo, al contrario, está atrapada en un estatismo triste y quién sabe si enamorado, quién sabe si ridículo, quién sabe si incluso algo avergonzada ante el desfile de muecas inapropiadas de su compañero. A su espalda, fíjense con atención, el mar. Las olas. Un mar torcido, mal colgado, embravecido y pintado a grandes brochazos. Un mar que podría ser una ventana o una pantalla de cine, en fin, otro reencuadre, y que será el umbral que cerrará el nacimiento que –quizá, la cinta no lo explicita- acaba de consumarse o se consumará a continuación en esa habitación. Cleo está (quizá) desnuda, pero su gesto es sin duda pudoroso, estático, nada que ver con la colección de posturitas exhibidas.

Dos cuerpos que no se encuentran, queda dicho.

No hace falta ser muy lacaniano para darse cuenta.

En cualquier caso, esa habitación está rodada de manera muy diferente a los demás espacios que configuran toda la película. Si han podido apreciarlo, Roma se compone principalmente de larguísimas panorámicas horizontales que van desvelando todo ese mundo barroco, plagado de gente y de detalles. El uso de la panorámica resulta extraño, especialmente en el cine contemporáneo que parece contarlo todo siempre a golpe de travellings: travellings de seguimiento, ante todo, ahora que las cámaras se deslizan con más facilidad gracias a los estabilizadores y que los directores tienden a fardar de planos secuencia interminables y aparatosos –se exhiben, podríamos pensar, como se exhibe el Fermín desnudo.

Cuarón, sin embargo, opta por la panorámica, por mover la cámara únicamente desde su eje, y lo hace además utilizando focales con gran angulación. No teme que las líneas compositivas se deformen o que los cuerpos aparezcan feos, extraños. Cuerpos tan alienígenas como los que se podrían proyectar en, digamos, cualquier otra película de ciencia ficción. Grandes angulares portentosas que convierten en gigantescos los salones que se llenan de gente, los exteriores que se llenan de gente, de movimiento, toda esa inmensa colección de ruido visual que compone Roma y que llena el encuadre de miles de detalles.

Roma collage 3

Interiores y exteriores desastrados, caóticos, regueros de vida y de gente, de canciones y de ruido, de disparos. Cuerpos vivos, empeñados en su vida, cuerpos que saturan los hospitales y los comercios, y las calles al anochecer y las campiñas, cuerpos que arden y se emborrachan y entre los que Cleo va a la deriva, naufragando, con su pecado y su triunfo, hasta que trae la muerte hacia un mundo que se empeña en seguir, contra todo pronóstico, vivo y muy vivo. La muerte aparece y tiene una forma extraordinariamente cinematográfica, abrasadora, visualmente precisa.

Roma parto 2018

La muerte está fuera de foco, la muerte está al fondo del plano, la muerte tiene la cabeza y los hombros y la postura tumbada igual que la de Cleo, la muerte está rodeada de figuras que se arremolinan alrededor de la fuente de luz principal. Cleo y Fermín no se encontraban apenas en el espacio fílmico –una mano de ella, como mucho, se filtraba al final de la secuencia-, pero aquí la niña muerta es el centro compositivo, el centro total del encuadre, el centro desolador sobre el que se orbita todo el sufrimiento de la película.

Déjeme escuchar a su hija, dice uno de los asistentes. Es una petición tan hermosa, tan desquiciada, que en el momento mismo en el que se formula, ya sabemos que no hay esperanza posible.

Con una salvedad, por supuesto. Volvamos un momento a ese angosto garaje, a ese suelo lleno de mierda en el que, una noche, llega ese padre a punto de largarse para siempre. No es un padre, no es un cuerpo, sino una colección de planos detalle.

Roma collage coche

Roma collage 2018

Antes de tener rostro, antes de ser un cuerpo humano, es una colección de objetos que le representan. Cuerpo desmembrado, hombre desmembrado, potencia masculina absurda y deshilvanada. Quizá es un cuerpo por defecto (un no-cuerpo), al igual que Fermín era un cuerpo por exceso (un cuerpo que quería ser más cuerpo que sí mismo). En lugar de ser un padre, es un coche que mira.

De ahí que –entre el uso sistemático de los planos generales y la falta de primeros planos en el metraje- esta colección de planos casi-finales resulte absolutamente conmovedora. En cierto sentido, amable y definitiva.

Los miembros de esa familia superviviente del mar, de la mierda, del coche del padre, de las artes marciales, incluso del cine, son retratados por Cuarón con un inmenso respeto, una genial cercanía mediada –no puede ser de otra manera- por el cristal, por los reflejos, por el paso de la carretera. Pasa el espacio sobre su rostro, o lo que es lo mismo, pasa el tiempo. Pasa entre ellos la herida interminable, les atraviesa, pero también les ovilla. Esos cuatro hermosísimos planos les pertenecen por derecho propio y hacen lo que mejor puede hacer un relato cinematográfico: les sujetan, distanciadamente y con un amor absoluto, en el corazón mismo de su más profundo desgarro.

Y por extensión, creo que podemos confesarlo, también a nosotros.

 

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