S. Craig Zhaler: la imagen ausente
Cabezas, cuellos, troncos y extremidades en el cine de S. Craig Zhaler Por Liborio Barrera
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El interior de la cabaña se eleva a la altura de un templo pequeño, el lugar de un sacrificio. El sonido persistente de los cánticos de, cómo definirlos: ¿guerreros?, ¿hombres de un clan?, ¿aldeanos? que asisten a la muerte de sus prisioneros se propaga por la tribu y más allá de la empalizada que la circunda. Mueren, tumbados, atados a una plataforma circular cuando una piedra les golpea las cabezas ante la mirada inexpresiva de un líder que sostiene en una mano un bone tomahawk (un hacha de hueso). Una imagen, la del momento del impacto de la roca en los cráneos, queda oculta en el ritual: la contemplan quienes asisten a las ejecuciones, pero no quien mira la escena en blanco y negro delante de una pantalla.
Cuando hace pocos años empezaron a circular vídeos de cuerpos decapitados por terroristas en lugares inconcretos de Oriente Medio o del oeste asiático, la imagen de hombres a cara descubierta u ocultos exhibidos junto a otros arrodillados y vestidos de naranja, a los que degollaban a cuchillo venía a ocupar el vacío de la imagen ritual omitida en la secuencia de Tarzán y su hijo (Tarzan Finds a Son!, Richard Thorpe, 1939). En ella, aún no se filmaban imágenes con “apariencia de verdad”, que habían de desembocar en “imágenes de verdad” (y me refiero aquí, en ambos casos, y en adelante a imágenes de violencia extrema), como la de los terroristas que invocan a conciencia el nombre de dios.
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Durante años, a partir especialmente de los setenta, circuló la especie de que existían películas con “imágenes de verdad”, denominadas snuff, que solo podían comprarse clandestinamente. El cine prestó algo de atención a este fenómeno, pero de un modo rutinario [Asesinato en 8 milímetros (8MM, Joel Schumacher, 1999), Tesis (Alejandro Amenábar, 1996)]. Y explotó la ambigüedad de su realidad en películas como Holocausto caníbal (Cannibal Holocaust, Ruggero Deodato, 1980), que se difundía como un documental (falso), cuyas imágenes eran, por tanto, “de verdad”.
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En la negra madrugada de Irreversible (Irréversible, Gaspar Noé, 2002), por el laberinto rojizo de bar saturado de gentes, un hombre mata a otro ante las miradas desvaídas, complacientes que les rodean. Gaspar Noé, a diferencia de lo que sucede en la secuencia de Tarzán y su hijo, no inserta un plano elusivo del momento de mayor violencia colocando a los clientes del bar delante de la cámara para ocultar el acontecimiento, sino que la acerca al cuerpo caído del hombre y la sostiene durante los segundos suficientes como para que se aprecien los impactos de un extintor en su cabeza y la manera en que esta se va deformando. Al recordar ahora la película, uno reproduce la escena, la cabeza deshecha: la fija como una fotografía, como una de aquellas “imágenes de verdad” recopiladas en la Causa General, el recuento exhaustivo de los muertos del bando “nacional” hecho por el franquismo tras la guerra civil para testimoniar sobre la brutalidad del bando republicano.
Esta apertura de la imagen hacia un espacio habitualmente invisible (el de la exhibición pormenorizada de violencia extrema), en una prospección de microscopio, como ocurre en el cine de terror norteamericano de los años setenta, en Noé, en los directores del terror francés de principios de este siglo (Aja, Bustillo) o en la reciente Crudo (Grave, Julia Ducournau), alcanza a las dos películas dirigidas por S. Craig Zhaler: Bone Tomahawk (2015) y Brawl in Cell Block 99 (2017) (y ahora volveré a él). La extensión de esa mancha de brutalidad en el cine puede explicarse como el intento sostenido en el tiempo de solapar la imagen con “apariencia de verdad” y la “imagen de verdad”, pero solo se ha logrado al modo en que la oscuridad de un eclipse resulta un simulacro de la oscuridad de la noche.
No voy a establecer aquí una genealogía sobre la representación minuciosa de la violencia extrema en el cine, sino dejar un mero apunte sobre la progresiva exposición a esta representación descoyuntada de los comportamientos humanos más demenciales como un fenómeno contemporáneo.
Irreversible
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¿Era la pervivencia del aura en los cuerpos la que vino funcionando como tabú para que el momento en que se ejercía la máxima violencia sobre ellos quedara fuera del campo de visión en el cine; de modo que la observación minuciosa, cuando irrumpía en ellos esa violencia, los hubiera desprovisto de sacralidad, les hubiera extraído su condición trascendente para equipararlos a un árbol talado o a una hormiga pisoteada: a, por decirlo así, ¿una nada entre otras nadas?
La visión de lo insoportable, sin embargo, no ha sido extraña en la historia del hombre; pero, en un sentido, sí lejana o ajena a su propia vida; o cercana de un modo excepcional, o bien formando parte de la vida como contrabalance entre esta y la muerte (en la guerra, por enfermedad). No disponía de mecanismos (como el cine o Internet) que le acercara a los detalles.
Aunque circularon impresas a partir del descubrimiento de la imprenta, las láminas que mostraban atrocidades cometidas por españoles contra indígenas en América (al modo en que Craig Zhaler muestra a los indígenas contra los estadounidenses en Bone Tomahawk) formaban parte de la propaganda antiespañola que contribuyó a construir el imaginario de la leyenda negra. Y era común que masas ciudadanas asistieran durante siglos a ejecuciones (por guillotina, por garrote vil, por despedazamiento), en las que la mutilación de los cuerpos, la profusión de sangre, es decir, la degradación de la carne (tal y como lo recrea Craig Zhaler en Bone Tomahawk y en Brawl in Cell Block 99) se exhibía festivamente. Aún en los primeros meses de la guerra civil española, en Valladolid, la población podía contemplar fusilamientos de víctimas republicanas en congregaciones de hombres, mujeres y niños, hasta que las autoridades militares prohibieron la obscena manifestación de sus sentencias.
Estas visiones limitadas, a pesar de todo, de imágenes de lo excepcional violento, no al alcance de todos, han sido “profanadas” por el afán “ultravisible” al que se ha dado el cine. En la época muda y, durante años, en la sonora, cuando se mostraban deformidades, muertes, actos de venganza, ejecuciones o torturas, las violencias extremas, el proceso de ejecución, quedaban fuera de plano: lo que se decidía visible figuraba en planos generales (o de detalle: una cabeza podía aparecer cortada, ensartada en una pica, pero nunca se veía el momento de su cercenamiento). En las películas de romanos, en esos planos la efusión de sangre los cuerpos de cristianos atacados por leones en el espacio inmenso de un anfiteatro se veían tan perdida en el encuadre (y de un modo tan poco duradero como el plano) que resultaba imposible percibirla más que como una mancha. Las “imágenes ausentes” se proyectaban en quien las veía, a partir de las de las propias películas. Fritz Lang convoca en M, el vampiro de Düsseldorf (M, Fritz Lang, 1931) estas “imágenes ausentes” del instante de los asesinatos de niños cometidos por un alienado y las sustituirá por otras elusivas (la pelota que llevaba una niña, el globo que le regaló el asesino atrapado en una red de alta tensión). La concatenación lógica entre las imágenes vistas y las “imágenes ausentes” excluía las imágenes “con apariencia de verdad” de las que el cine comenzó a contaminarse hace más de medio siglo.
Bone Tomahawk
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En el relato En la colonia penitenciaria, de Kafka, el escritor checo describe una máquina de tortura, a la que se expone a los presos condenados para ejecutarlos. La exhaustiva descripción del ingenio no basta para producir horror, porque lo que se ve, en primer lugar, es un conjunto de palabras en una hoja impresa, y a continuación esas palabras pasan al lector, y solo en su interior toman una forma propia (una por cada lector) que no existe en el relato. Esa distancia, que Kafka agranda con una prosa de informe, basta para disolver el efecto de repulsión que pudiera causar la pormenorizada descripción del mecanismo y su funcionamiento. Aun así, durante una lectura pública que hizo Kafka del cuento, algunas señoras se desvanecieron.
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El primer plano de la primera película dirigida por S. Craig Zhaler, Bone Tomahawk, es un degollamiento. El plano general que los terroristas escogen para sus decapitaciones se comprime aquí en un plano de la cabeza, el cuello y el tronco de la víctima tumbada en el suelo y de la mano del verdugo sentado sobre ella esgrimiendo un cuchillo que acerca al cuello y presiona hasta que atraviesa la pared del hueso y la sangre mana.
En una película de más de dos horas, es este tipo de imágenes con “apariencia de verdad” el que marca la impronta imaginaria del relato. Aunque en realidad solo hay otra imagen atroz, en la parte final, en la que un indio parte en dos al ayudante de un sheriff: un plano medio fijo, que dura el tiempo que tarda el indio en seccionar a la víctima con su bone tomahawk, y en el que se observa cómo el cuerpo se va dividiendo en partes simétricas.
El crimen sucede en la cueva dónde vive una tribu de indios trogloditas (en sus dos acepciones: que habitan en cavernas y que son bárbaros), un espacio que aparece como una traslación del interior sacrificial de la cabaña de Tarzán y su hijo, cuyo primitivismo exótico, ajeno, reflejo de una imagen de la negritud violenta, salvaje, caníbal, se reproduce ahora en un lugar cercano, propio. No es África, sino los Estados Unidos de finales del siglo XIX.
Bone Tomahawk, y ahora amplío el ámbito del relato más allá de la consideración sobre la violencia, es una película extraña. Es, fundamentalmente, un western, que en su último tramo muta hacia el terror, un terror deudor de aquel de los 70 [La matanza de Texas (The Texas Chainsaw Massacre, Tobe Hooper, 1984), Las colinas tienen ojos (The Hills Have Eyes, Wes Craven, 1977), La última casa a la izquierda (The Last House on the Left, Wes Craven, 1972) que tiende a idealizarse cuando se lo contempla como una especie de trasfondo síquico de la sociedad norteamericana de la época: una visión sostenida en la serie de crímenes rituales, de asesinatos en serie que comenzaron a circular profusamente en los medios de comunicación a finales de los años sesenta y principios de los setenta. No parece que Bone Tomahawk herede esta visión. Su principal herencia, que comparte con Brawl in Cell Block 99, son las propias películas de género, con cuyos materiales S. Craig Zhaler construye su historia.
La singularidad de Bone Tomahawk procede de su estructura, del modo en que S. Craig Zhaler arma el relato de un western que inesperadamente desaparece y reaparece transformado en otro género. Como western contiene sus elementos esenciales: el paisaje, los personajes: un sheriff y sus ayudantes, un dandi que ha matado más de un centenar de indios en venganza por la muerte de sus familiares y un vaquero cuya mujer secuestra un grupo de indios (trogloditas), que se llevan consigo también a uno de los colaboradores del sheriff y a un preso. A continuación, se organiza una patrulla para rescatarlos y…
Todo argumento contado se vuelve inútil para explicar una película como Bone Tomahawk (en realidad para contar cualquier película relevante o insustancial); porque el hecho de ver no es (no es solo) argumental. No se “ve” un argumento, sino la organización de imágenes creadas en torno a un argumento. Bien; en la organización de las imágenes, en el ritmo que pauta S. Craig Zhaler en el tramo central de la película, cuya raíz es estrictamente contemporánea si se piensa en el ritmo del cine de Van Sant, de Bela Tarr o de Kelly Reichardt [el de Meek’s Cutoff (2010)]; es decir en la contemplación de una itinerancia (que es, desde luego, uno de los temas del cine norteamericano y, desde luego, del western), halla uno los indicios de que Craig Zehler es un autor contemporáneo.
Ese tramo de casi ochenta minutos, en su mayor parte empleados en el viaje del grupo que se organiza en el pueblo para rescatar a los secuestrados en el territorio de los trogloditas, constituye una película por sí misma [al modo de Dos cabalgan juntos (Two Rode Together, John Ford, 1961) o de Llegaron a Cordura (They Came to Cordura, John Ford, 1959)], de manera que no prepara del todo al espectador para la siguiente película (no lo hace, desde luego, para quien la ve por primera vez): cuarenta minutos de un terror carente de música incidental, de insertos súbitos de planos con la intención de asustar, escasamente dialogado. Todo (el enfrentamiento entre el grupo y los indios) ocurre a la vista. S. Craig Zhaler imagina el rito y su proceso: el corte de cabellera, el homicidio, el canibalismo, la exhibición de mujeres a las que han mutilado cortándoles las piernas y cegándolas después de fecundarlas. Una tras otra va compareciendo, sin remisión, las imágenes “con apariencia de verdad”, desacralizadas, liberadas de la sujeción de lo “invisible”.
Bone Tomahawk
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“Estamos en el infierno”, se lamenta el ayudante del sheriff de Bone Tomahawk en su celda de barrotes de madera excavada en la roca de la cueva habitada por los indios trogloditas. En realidad, la apariencia del infierno se corresponde mejor con Brawl in Cell Block 99. Su personaje, un alcohólico rehabilitado, desciende de la superficie terrestre de una ciudad común estadounidense a un submundo carcelario desoladoramente inhumano; pero en Brawl in Cell Block 99 los inhumanos han pasado por el sistema educativo norteamericano, conocen a sus semejantes, hacen tratos con ellos: su salvajismo, a diferencia del de los trogloditas de Bone Tomahawk, no es “natural”.
S. Craig Zhaler los va mostrando progresivamente, como en categorías: carceleros estrictos, cuya naturaleza digamos maligna (la del mal supurado en modos cotidianos, banales) discurre en un estadio meramente verbal: reprimen con la palabra, que no admite réplica, cuando el personaje del exalcohólico franquea la primera de las cárceles a las que llega después de la condena de siete años por tráfico de droga impuesta por un juez.
(Me refería antes a la imposibilidad de que el argumento por sí mismo dé cuenta de la dimensión de una película; pero con Brawl in Cell Block 99 no hay modo de eludirlo, porque Craig Zhaler construye un mecanismo de intriga que solo se explica argumentalmente). El exalcohólico ha tenido un mal día: lo han echado del trabajo, su mujer le confiesa que ha estado viéndose con otro. Parece un hombre razonable, pero también proclive a estallidos. Mide más de dos metros, lleva el cráneo pelado y en la parte posterior se ha tatuado una cruz ornamental. Está dispuesto a perdonar, le dice a la mujer. Tengamos un hijo, concluyen. La cuestión es el sustento. ¿Y si mi amigo? ¿El traficante? ¿Transportar droga? Hagamos dinero, tengamos una mejor casa, una mejor vida, le dice a la mujer. Puestos a ello, el trabajo es rutinario. Hace las entregas, recibe el dinero. Pero la siguiente transacción (transportar el cargamento de un socio mexicano del amigo traficante) saldrá mal (él, inopinadamente, mata a uno de los transportistas mexicanos que le acompañan y abate al otro para evitar que la policía que los ha sorprendido resulte herida) y lo detienen. Su gesto no conmoverá el juez. Cuando dicta la sentencia, S. Craig Zhaler cierra la primera película y abre la segunda.
El tiempo de tregua de los personajes de Brawl in Cell Block 99 (el exalcohólico y su mujer) es escaso, porque el director ha invertido, respecto a Bone Tomahawk, la duración de los segmentos de su película: unos cuarenta minutos el primero, unos ochenta el segundo. Retoma de aquella el argumento del secuestro de una mujer para organizar el relato. Un enviado de quien ha organizado el secuestro (el mexicano cuya droga perdió en el incidente con la policía) le explica al exalcohólico el trato: matar a un preso de una cárcel de máxima seguridad a cambio de la vida de la esposa y del hijo aun no nacido que lleva en el vientre. Para llegar hasta esa sucursal del infierno, emprende una especie de vía crucis: se enfrenta a los guardias, que lo castigan enviándole a esa prisión. Allí provoca otra represalia para que lo trasladen a la estación final: el bloque 99, el de los violadores, el de los sicópatas, el de los condenados a muerte.
S. Craig Zhaler vuelve al lugar donde la violencia se desenvuelve naturalmente. A la palabra amenazante de los carceleros le suma el gesto hostil que estampan contra el cuerpo de los presos y confiere a estos la misma capacidad de violarlo. Al hacerlo, S. Craig Zhaler va al encuentro de esas imágenes “invisibles”, “con apariencia de verdad”: el brazo quebrado de uno de los carceleros, la muerte de otro de un golpe de puerta, las cabezas “profanadas” (a la manera en que lo hacía Noé en Irreversible) de los presos aplastándolas con los pies, el cercenamiento de la cabeza del líder narcotraficante en el agujero del retrete se suceden en un ambiente malsano, justamente infernal, que S. Craig Zhaler exacerba con interiores depauperados, sombríos, arrasados por la suciedad y el abandono. “Dejad atrás toda esperanza”, parece decir. Y, efectivamente, las estaciones del vía crucis de su personaje le conducen, consecuentemente, a la “crucifixión”: tampoco hay piedad (no la tiene Zhaler, desde luego) para él.
La última imagen de Brawl in Cell Block 99 remite, por su violencia directa (el impacto de una bala en la cabeza), a la primera imagen de Bone Tomahawk. He aquí, de nuevo, cuando la exhibición del plano ausente se desvela, cuando S. Craig Zhaler experimenta con la epifanía de lo insoportable y lleva al que observa a sostener la mirada de lo “invisible”.