Saint Omer

Cortocircuitar la identificación Por Yago Paris

En un panorama sociocultural como el actual, donde abundan los discursos inflamados sobre políticas identitarias, las expresiones artísticas se han empapado de esta tendencia, como se refleja en los diferentes circuitos de exhibición cinematográfica, ya sea la cartelera comercial, las plataformas de streaming o los festivales de cine. Estos últimos han acostumbrado a programar modelos de cine reivindicativo, del que el denominado cine social sería el ejemplo paradigmático. Son numerosos los problemas que se pueden localizar en este tipo de producciones, tales como una cierta impostura —decir lo que toca decir—, el grosor expositivo —enormes ausencias de la complejidad inherente a la vida, la explicitación de los discursos— o la paradójica desnaturalización de un cine que aspira al realismo —obras diseñadas con escuadra y cartabón, asfixiadas por los grandes discursos—. A ojos de quien esto escribe, el mayor problema de todos es la manera en que el argumento de que se está creando un cine necesario (sic) esconde una realidad en mayor o menor medida evidente, tanto para quien crea los filmes como para quien lo consume: en una amplia mayoría de los casos, se está llevando a cabo una labor cinematográfica mediocre, que a nadie parece perturbarle, pues las intenciones extracinematográficas parecen ser suficiente.

Evidentemente, y por suerte, esta situación no se repite en cada uno de los ejemplos que uno se encuentra a lo largo de cada temporada cinematográfica, y, sin ir más lejos, unos de los autores más reputados, sin los que no se podría entender una buena parte de la estética cinematográfica del cine de autor europeo contemporáneo, son los hermanos Jean-Pierre y Luc Dardenne, cuya obra, expresión contundentemente cinematográfica, es a la vez un grito de denuncia. Si su cine funciona como expresión artística es, precisamente, porque habitualmente se salta los defectos anteriormente señalados. Sus obras son esquivas, incómodas, y trascienden el plano de la denuncia para hablar de lo humano. Como consecuencia, su cine no solo parece real, sino que consigue representar la realidad. En lo que se refiere a los discursos identitarios que han alcanzado o recuperado una enorme relevancia en los últimos años, uno de los mayores problemas consiste en, por un lado, compartimentalizar los diferentes aspectos que componen la idea de identidad en espacios aislados, y, por otro lado, reducir la complejidad de la existencia a un discurso fácilmente manejable e instrumentalizable. Esta aproximación se ha repetido en numerosas ocasiones en el cine de los últimos años —Fresh (Mimi Cave, 2022) y Not Okay (Quinn Shephard, 2022) son dos ejemplos de este año que explican perfectamente este panorama—, y casi se podría afirmar que se ha convertido en la norma cuando se abordan estos temas. Por todos estos motivos alivia tanto encontrarse con un filme tan distinto como Saint Omer (Alice Diop, 2022).

Saint Omer

La cinta es el debut en el largometraje de ficción de la hasta entonces documentalista Alice Diop, aunque su aproximación al relato no se separa excesivamente de este modo de realización, al apostar por una propuesta realista, basada en un caso real, donde se utilizan fragmentos que imitan la grabación casera de eventos cotidianos, se reconstruye el juicio acontecido, y destaca la manera en que se han escrito las conversaciones. La obra narra el caso de Laurence Coly (Guslagie Malanga), una madre acusada de haber asesinado a su hija de quince meses. Rama (Kayije Kagame), escritora de enorme éxito en temas relacionados con los derechos humanos y la defensa de colectivos socialmente desfavorecidos como los de las mujeres o la comunidad negra que habita en Francia, decide cubrir el proceso penal, que se desarrolla en Saint Omer, para posteriormente escribir una novela sobre este. Ambas mujeres son de origen senegalés, por lo que Diop, también en labores de guionista junto con Marie NDiaye, Zoé Galeron y Amrita David, construye un paralelismo identitario entre ambos personajes. La clave del filme estará en la manera en que las expectativas son desarticuladas una a una, poniendo en cuestión la propia idea de identidad y de identificación.

En primera instancia, Rama acude al proceso dando la impresión de que ya tiene una idea de lo que pondrá por escrito cuando se haya dictado sentencia, hasta el punto de que ya ha escogido un título. En este se incluye el nombre de Medea, quien utilizará para explicar el caso de Laurence, pues da por hecho cómo se desarrollará el juicio. Por un lado, el paralelismo es evidente, pues el personaje de Medea mata a sus hijos. Por otro lado, se busca reflexionar en torno a la idea de culpabilidad o inocencia, en torno a las condiciones que una persona en las circunstancias de Laurence ha podido vivir, y de qué manera han afectado a su decisión, por terrible que esta sea. Por último, también se explora la idea del miedo al diferente, al que se comporta de manera distinta al resto. A partir de aquí se desarrolla una minuciosa exploración del personaje de la mujer acusada, donde la propia Rama funciona como espejo del público, que probablemente acude con interés a observar el desarrollo del proceso, pero con ideas preconcebidas, y que se acaba encontrando con un panorama donde llegar a una conclusión clara, concisa, que encaje con los ideales de uno, que complemente su discurso y aporte una prueba más para refutarlo, no parece posible.

El nivel de complejidad que propone el guion de Diop y sus colaboradoras se complementa con la puesta en escena de la autora, que opta por una aproximación sosegada, analítica y minuciosa de los detalles, matices y contradicciones del proceso. la cinta se compone de un grupo reducido de sesiones de juicio, cuyo tiempo se expande para acoger detallados testimonios desde diferentes perspectivas, y donde lo que se dice no es tan relevante como los vacíos que se crean en el discurso, la entonación de las palabras o las emociones —fingidas o reales— que encierran las miradas de los diferentes participantes en el proceso. En este sentido, lo que comienza como un testimonio de una víctima usual, amparada por sus malas condiciones de vida y victimizada por la audiencia, mayoritariamente blanca —tanto la diegética como, presumiblemente, la que se reúna en las salas de cine a contemplarla—, torna en la perturbadora exposición de un personaje esquivo, al que se le pilla repetidas veces en contradicciones, cambios de rumbo discursivo y en el que se intuye una exposición de los hechos más tendenciosa de lo que inicialmente se podría pensar. La joven, interpretada de manera soberbia por Guslagie Malanga, principalmente a través del uso de la mirada, es un muro contra el que uno choca repetidas veces al tratar de entender las motivaciones y hechos que la han llevado donde está.

Este es el proceso que experimenta la propia Rama, con quien se identifica en más de un sentido. Si lo fácil sería equipararlas por su compartido origen racial, a esta circunstancia se le añade otra, de carácter universal para la mitad de la población mundial —el hecho de ser potencialmente madre y haber sido hija—, que comienza a expandir las posibilidades del relato. El hecho de haber sufrido una mala relación con su madre une a ambos personajes, así como, como se descubre posteriormente, el hecho de que Rama está embarazada. ¿Hasta qué punto una está condicionada por lo que ha vivido? ¿Laurence ha dejado morir a su hija por las condiciones de vida habitualmente asociadas a la inmigración africana y por el trauma causado por una mala relación con su madre? ¿Está Rama condenada a repetir ese acto por ser tan parecida a la persona acusada que observa en el estrado? Lo más poderoso del relato es, en última instancia, la incapacidad progresiva de Rama de identificarse a un nivel humano con Laurence. A pesar de que, cuanto más conoce, más elementos comunes observa entre ambas, al mismo tiempo cada vez la distancia humana que las separa es mayor. Aunque temerosa de acabar con ella, Rama siente pavor ante lo sucedido, incluso incapacidad para comprender por qué esta misteriosa mujer, esta víctima y acusada tan inusual, se comporta de esa manera. Esta idea se cristaliza en el único cruce de miradas que se produce entre ambas mujeres. Mientras Laurence la observa buscando una complicidad, y acaba regalándole una discreta sonrisa —quizás un acto de manipulación, quizás la ingenua asunción de que raza equivale automáticamente a identificación, a complicidad—, Rama no puede evitar devolvérsela, pero a costa de romper a llorar, como también terminan de romperse sus certezas sobre el caso y la persona a la que inicialmente iba a defender en su libro, y con la que finalmente no sabrá qué hacer, cómo posicionarse, pues la condición humana trasciende cualquier intento de etiquetado simplificador.

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