Saló, o los 120 días de Sodoma
La perversión del poder Por Mireia Mullor
Todo es bueno cuando es excesivo.
En la mejor escena de La doncella (Ah-ga-ssi, 2016), lo último de Park Chan-wook, una mujer noble se dedica a leer cuentos eróticos frente a una audiencia de hombres trajeados y sudorosos. Es la década de 1930, durante la colonización japonesa en Corea, y lo que se lee parece ser un fragmento de Juliette o las prosperidades del vicio del Marqués de Sade (aunque en la propia escena se indica que no). La disposición de la escena, su perversidad y la innegable influencia del polémico escritor nos llevan directamente al salón principal de la mansión de Saló, o los 120 días de Sodoma, la última y más excesiva de las películas de Pier Paolo Pasolini, basada en la novela homónima de Sade. También allí un grupo de hombres de alto estatus social escuchan los relatos sexuales de un grupo de mujeres, aunque la diferencia es que estos tienen a su disposición un buen número de jóvenes con los que saciar los impulsos que aparecen de la escucha de tan sugestivas palabras. Lo que en Chan-wook era la búsqueda de la elegancia y el formalismo para provocar sonrojos, en Pasolini es la predominancia de lo explícito para alcanzar un brutal mensaje social.
Parece imposible encontrar un mejor momento para hablar de las perversiones del poder que en la era del escándalo de Harvey Weinstein y demás depredadores sexuales salidos de Hollywood. Y de todas partes. Más de 80 mujeres alzaron la voz el año pasado para contar sus experiencias con el magnate de The Weinstein Company, mientras otros nombres salían a la luz: Kevin Spacey, Louis C. K., Brett Ratner… Y los que aún están por caer. Aunque hay quien quiera ver en estos comportamientos una enfermedad -el representante de Spacey aseguró que el actor se había puesto en tratamiento-, nada más lejos de la realidad: es una actitud sistémica que no tiene nada que ver con una adicción al sexo, sino con una adicción al poder. Porque quien piense que las violaciones o los abusos van sobre impulsos sexuales, está muy equivocado. El abuso sexual va de poder, de dominación, de control… y eso es precisamente lo que vemos en Saló, o los 120 días de Sodoma, donde los representantes del poder (un aristócrata, un magistrado, un obispo y un banquero) crean una micro-sociedad para dar rienda suelta a sus deseos más perversos y configurar un orden social donde los cuerpos son partes vivientes de un supermercado de placer ilimitado.
La película nos sitúa en el norte Italia durante los últimos años de la Segunda Guerra Mundial, entre 1944 y 1945. Nos encontramos en la conocida como República de Saló, nombre con el que se bautizó a la mitad del país cuando fue ocupada por los nazis y que servía, evidentemente, como instrumento para sus intereses. El propio Pasolini vivió bajo aquel estado opresor, y las torturas del ejército italiano inspiraron muchas de las escenas de Saló, que tiene sin duda un poder muy conceptual: no sólo es el retrato de una época de incertidumbre política y violencia estatal, sino una suerte de metáfora del sistema que estaba por llegar. Se rodó en los años 70, con la ventaja de la perspectiva histórica, y el cineasta lo aprovechó para acompañar a su crítica del fascismo con una crítica al binomio inseparable que conformaron tras la guerra el capitalismo y el consumismo. Así, se establece una comparativa destinada a remover conciencias: este nuevo sistema post-industrial, tan aparentemente libertario, es en realidad el nuevo fascismo, sólo que no es algo caótico ni represivo. Ahora se nos presenta con la apariencia de orden y progresismo, cuando lo que han conseguido es someter a la población a un régimen que ha confeccionado sus deseos y ha construido una sociedad en la que difícilmente podrán satisfacerlos. Si tuviésemos las gafas de sol de Roddy Piper en Están vivos (The Live, John Carpenter, 1988), quizás veríamos la postal que nos dibuja Pasolini. “Ese es el gran tema que aborda la película: la configuración de un nuevo modelo social que domestica a los sujetos, a los cuerpos y a sus deseos y les hace ser aptos para una dominación absoluta a manos de unos nuevos detentadores del poder, que son capaces de ejercerlo ahora con un carácter ilimitado, con una impunidad de la que nunca antes habían disfrutado”, escribe Ángel Pelayo-González Torres 1, a propósito de Saló, o los 120 días de Sodoma. Como apunta, el cineasta italiano reflexiona en clave de provocación sobre la construcción de un modelo de poder que no grita a los cuatro vientos su intolerancia, como hacían dictadores como Hitler, sino que, consciente del trauma de la guerra, se viste con piel de corderito e inicia lo que aún hoy nos domina: la ley del mercado.
Cuando, en la película, los esclavos son obligados a comer excrementos, Pasolini nos habla de la comida basura y el consumismo sin límite. Cuando nos muestra a sujetos bien vestidos que más tarde sodomizan a esclavos, Pasolini nos habla de la doble moral del poder, que, bajo los rígidos juicios de valor, las normas de conducta y el establecimiento de los estándares de decencia, ellos -quienes ostentan el dinero, el control político y la potestad religiosa y moral- tiene la mente absolutamente podrida. Cuando decide estructurar la película como si fuese el Infierno de Dante en La divina comedia, Pasolini nos está contando cómo su Italia bajó a las catacumbas de la perversión y la libertad, acompañada de todo un via crucis de horrores interminables, para venderse a sí misma a un nuevo tipo de dominación. “El nuevo orden sexual es, pese a su apariencia de tolerancia y su propaganda de libertad, un orden ultraconvencional, triste y extremadamente violento”, escribe Pelayo-González Torres 2.
Pasolini fue brutalmente asesinado el 2 de noviembre de 1975. Era el año del estreno de Saló, o los 120 días de Sodoma. De hecho, solo un par de semanas después de su muerte, la censura administrativa italiana cargó contra la película, alegando que “lleva a la pantalla imágenes aberrantes y repugnantes de perversiones sexuales que ofenden claramente las buenas costumbres”. Así empezó un tira y afloja entre las autoridades del país, hasta el punto de abrir un procedimiento penal contra el productor, Alberto Grimaldi, acusado de comerciar con un producto que “representa desviaciones y perversiones sexuales, con particular complacencia en escenas de relaciones homo y heterosexuales, coprofagia, y relaciones sadomasoquistas, que ofenden el común sentimiento de pudor”.
De poco sirvió, en realidad, tanta censura: Saló, o los 120 días de Sodoma es hoy una de las películas más relevantes de la historia del cine, además de una reflexión de rabiosa actualidad. Pasolini quiso decirnos que la apariencia de libertad de los nuevos tiempos es un espejismo. Que nunca seremos libres bajo un régimen que controla nuestros cuerpos, nuestra sexualidad y nuestra capacidad de pensar por nosotros mismos. Y el cineasta no necesitaba un dictador para darse cuenta de ello: el capitalismo es la nueva forma de dictadura, sólo que ahora más que nunca tiene apariencia de libre albedrío. “No creo que volvamos a tener nunca una sociedad donde los hombres sean libres. No deberíamos poner esperanzas en ello. No deberíamos poner esperanzas en nada. La esperanza es un invento de los políticos para mantener al electorado feliz”, dijo en una ocasión el italiano. Y es que, ¿qué hay más peligroso que una sociedad dominada bajo un yugo invisible? ¿Qué hay más peligroso que un pueblo que vive creyéndose en libertad mientras arrastra sus propias cadenas?
«»En este mundo, mundial, nada es verdad -o- mentira todo es según el color de la mente que lo mire»»* Putin, matando; en la Catedral Orando, : «» Ora e labora»»*…