Saturday Fiction
Ser o no ser Por Pablo Sánchez Blasco
La última película del cineasta chino Lou Ye, titulada Saturday Fiction (Lan xin da ju yuan, 2019), descansa sobre dos secuencias paralelas de una obra de teatro: uno de los ensayos iniciales y su primera representación ante el público. Las dos nos muestran la misma escena del espectáculo y las dos se ven interrumpidas por un arranque de violencia tan similar en ambos casos como opuesto en sus ideas e interpretaciones. En la primera secuencia, la diégesis del drama desborda el escenario para derramarse por los pasillos y escaleras y finalmente las calles que rodean al teatro. Por el contrario, en la segunda escena es el contexto que rodea a la obra el que salta sobre las tablas y convierte una ficción inocente en un conflicto de estado. Esta relación paralelística señala, en un primer momento, una idea muy interesante sobre el desarrollo de las ficciones. Durante los ensayos, la obra tiende a expandirse y a crecer con la interacción de los intérpretes, mientras más tarde, cuando el texto se expone a la opinión pública, es la realidad la que impone relaciones entre la diégesis del escenario y su presente histórico.
Esta relación paralelística señala, además, la disyuntiva de Saturday Fiction entre una imitación realista de la época y el espectáculo de género. Desde este comienzo, teatro, política y relaciones humanas aparecen ligados bajo la idea común de máscara, de representación, de entramado de ficciones sucesivas que dificultan alcanzar la verdad. A un nivel lingüístico, Lou Ye utiliza el primer ensayo para informarnos del carácter ficticio, e incluso metaficticio, de su propuesta –los fallos de algunos actores, las repeticiones de escena, el nerviosismo general– y de lo inútil que resultaría desligar ambos niveles en una reconstrucción historicista de su argumento. Su estilo se propone tomar un relato encorsetado a unos cánones y fórmulas fijas y liberarlo desde una mayor inmediatez visual –el uso de la cámara en mano en ciertos momentos, el continuo movimiento alrededor de los personajes– y de una estética que sincroniza la nostalgia hacia cierto cine clásico con las tendencias del cine contemporáneo.
Sin embargo, la ruptura de la cuarta pared en el ensayo constituye también una ruptura en toda regla con la fiabilidad del narrador para conocer los hechos. Lo poco que sabremos de la obra nos sirve para borrar certezas y sembrar ambigüedades sobre su actriz protagonista Yu Jin, muy pronto escindida entre su papel de estrella del cine, su papel literal como actriz, los rumores de sus simpatías políticas, la fidelidad hacia su exmarido y su posible amor hacia el director de la obra. Durante la primera parte, el cineasta nos impide conocer a su personaje, manteniendo siempre una distancia pudorosa hacia ella y hacia el rostro icónico de la actriz Gong Li. En una escena de aparente tránsito, la actriz contempla Shangái desde la azotea de su edificio mientras, en un montaje paralelo, los hombres intentan definirla sin éxito y la cámara se aproxima a su rostro con un sentimiento previo de fracaso, quizá de fatalidad.
La mujer es “demasiado misteriosa” para estar seguros sobre sus motivos y, en cualquier caso, “siempre actúa, es una mujer”, como se dice durante el film. Teatro y espionaje se muestran así como mundos de ficción equivalentes, o como excusas asociadas a un mismo interés por las dinámicas del deseo y del amor, habituales en el cine del director. Todos los personajes masculinos idealizan a Yu Jin sin conocerla, ya sea por su fama, por sus secretos políticos, por un amor que raya en la obsesión o por su parecido físico con otra mujer. A través del melodrama, el personaje se mantiene opaco como el propio film, que fluye a un moroso ritmo de secuencias tan sugerentes como incompletas, tan brillantes como esquivas.
Las incógnitas en torno a la protagonista se mantienen prácticamente hasta el inicio de su clímax, cuando la segunda escena del teatro reformula su apuesta de manera radical. En ese momento, la dinámica del film se transforma y todos los temas encuentran una salida dentro del thriller de acción, quizás la respuesta más coherente a la crisis de identidad planteada por el melodrama. De algún modo, es como si la ficción que se escabulle del teatro en la primera escena, que se irradia luego por las relaciones sentimentales, que más tarde se vuelve representación callejera ante el edificio del hotel –la farsa organizada por los aliados en su operación de espionaje– y que, finalmente, regresa al teatro, liberara a Saturday Fiction de su pacto inicial de coherencia y le obligara a decidirse entre el ser y el no ser de su primera hora. Ser como una forma de existir en el presente, de compromiso, de realización del fantasma del deseo y de la duda. Ser contra el no ser de la neutralidad y la expectativa, de la sugerencia y la incertidumbre asociadas a la posición imparcial.
Por todo ello, sorprende en Saturday Fiction su carácter de película líquida entre géneros y tiempos, entre posturas artísticas aparentemente opuestas. En un gesto valiente y poco habitual, Lou Ye rompe el consenso entre cine realista y compromiso político y defiende el cine de género como espacio apropiado para la toma de conciencia, para la acción. Puesto que el mundo es un teatro en el que todos representan sus papeles, quizá solo podamos encontrarnos a través, irónicamente, de las ficciones, en un relato que conjugue las fantasías y los deseos de todos. Y por eso, la última parte de Saturday Fiction no desafía en realidad a la primera, sino que recoge sus temas para desarrollarlos en un fuego de artificio salvador. A fin de cuentas, tan falso como la obra de teatro y los asuntos del espionaje. Tan falso e incomprensible como los misterios del amor que riegan todo el cine de Lou Ye.