Sean Connery

Danny Por Raúl Álvarez

“He hecho de tu persona un espejo de mi persona”Este verso pertenece a Mevlûd-i Peygamberi (The Mevlidi Sherif: The Nativity of The Prophet Muhammad), la única obra conservada del poeta turco Süleyman Çelebi (siglo XIV) y uno de los poemas más recitados en la cultura islámica.

Sean Connery y Michael Caine. ¿Cómo no iba a enamorarme de El hombre que pudo reinar (The Man Who Would Be King, John Houston, 1975)? Y, por tanto, del cine, que es una manera de estar en la vida. Evidentemente, cuando vi la película por primera vez, en el cuarto de estar de la casa de mi madre, en su compañía, un domingo por la tarde, hace demasiado (poco) tiempo, yo no sabía quiénes eran esos señores, ni de su importancia. Para mí eran solo dos actores, la promesa de un buen rato frente al televisor –de tubo– antes de otro lunes gris. Tampoco sabía, ni mucho menos, quiénes eran Rudyard Kipling y John Huston; eso vendría después, tirando de hilos en revistas y libros. Entonces, y creo que ahora tampoco del todo, no entendí el alcance de lo que había visto. Pero sí recuerdo la emoción, el vértigo, la alegría, la tristeza y el horror que me provocaron sus imágenes. Y lo recuerdo porque recuerdo las imágenes.

Es probable que El hombre que pudo reinar me regalara las primeras imágenes inolvidables de mi memoria cinéfila. Unas imágenes, además, que hice mías, como si pertenecieran a una vida propia que la película había rescatado del olvido. Creo que, desde ese momento, y de una manera consciente y premeditada, empecé a considerar que las buenas películas eran aquellas que mostraban la savia vertida de mi árbol. Aún lo hago, lo confieso. Necesito verme, o que me vean y me lo cuenten; necesito adherirme al espejo de Süleyman Çelebi. Cuando conocí la noticia del fallecimiento de Sean Connery, la primera imagen de él que acudió a mi mente fue la de Daniel Dravot cantando sobre un puente colgante, en algún lugar del remoto reino de Kafiristán, mientras su mejor amigo, Peachy Carnehan, contempla cómo cortan las cuerdas que lo salvan del abismo. Danny me ha acompañado siempre, pero no lo he sabido hasta el día de su muerte –lo del puente fue una divertida treta– porque él siempre iba un paso por detrás de mí, como de Peachy en el film de Huston. Cerca y lejos.

Sean Connery

El hombre que pudo reinar

Es el lugar que ocupan las presencias; son aliento ligeramente desenfocado, una sombra que no termina de irse, humo que se huele y no se ve. Y de eso precisamente quiero escribir para honrarle. No me interesa su vida; era de él y los suyos. No me interesa su filmografía; es de todos. No me interesan sus polémicas, son de nadie. Me interesa su presencia, gigantesca, colosal, apabullante. Esta, nada tiene que ver con sus dotes interpretativas, quizá escasas desde un punto de vista profesional. La presencia, pese a que el término lo niega, es ausencia y, por tanto, diafanidad. Connery era, no parecía.

En las decenas de artículos que se han publicado en los últimos días sobre su figura, se pueden leer sustantivos como “carisma”, “magnetismo”, “personalidad”. Todos apuntan hacia esa cualidad intangible que se tiene o no se tiene, así de simple, por una rara mezcla de caprichos genéticos (las cartas que nos da la mano) y experiencias vitales (las cartas que le robamos a la mano). En una conversación con The Hollywood Reporter, Alec Baldwin, compañero de reparto de Connery en La caza del Octubre Rojo (The Hunt for Red October, John McTiernan, 1990), empleó la expresión “presencia monolítica”1 para referirse a su amigo recién fallecido. Creo que es la definición de Connery más acertada de cuantas he encontrado porque confiere al actor escocés el valor mágico que tienen a veces, solo a veces, las personas (y las imágenes). Cuando eso ocurre, las imágenes (y las personas) arañan el alma con dedos de ónice. Se vuelven expresión, no representación, y de repente uno comprende el misterio más antiguo de la existencia, en general, y del arte, en particular: ser o no ser. Hamlet frente al cráneo de Yorick.

La caza del Octubre Rojo

En 1669, André Félibien, arquitecto, historiador oficial de la corte de Luis XIV y cronista de las artes, publicó sus célebres Conferences de l’Academie Royale de peinture et de sculpture. En el prefacio, proponía una categorización de los géneros más importantes en pintura, situando la pintura histórica en primer lugar, el retrato en segundo lugar, la pintura de género –escenas de la vida cotidiana– en tercer lugar y, por último, el paisaje y los bodegones. La clasificación respondía a un criterio que hoy calificaríamos de políticamente correcto, puesto que elevaba a lo más alto la pintura ligada al poder. Sin embargo, Félibien, que era un excepcional intérprete de imágenes, dedicó las mejores líneas al retrato, al considerar que en este género se dirimía la cuestión clave del arte de todos los tiempos: “Regarder et être vu”2 (Mirar y ser visto). Y añade: “Ils nous regardent autant que nous les regardons” 3 (Nos miran tanto cuanto los miramos), para denotar el hechizo que ejercen en la imaginación humana los retratos.

El cine heredó esta condición en tanto arte de la mirada, pero solo a unos pocos de sus habitantes espectrales se les puede aplicar la máxima de Félibien. Connery miraba y era visto, hasta el punto que los demás elementos de la imagen sencillamente se desvanecían. Ese poder remite a y actualiza las palabras que Teixeira Coelho dedicó precisamente al prefacio de la obra de Félibien en su introducción al catálogo de la exposición Mirar y ser visto, celebrada de febrero a marzo de 2009 en la Fundación Mapfre de Madrid. “Los ojos de los retratados nos siguen por la estancia; allí donde nos situemos, estos nos ven para examinarnos, protegernos o acusarnos”4. Pensemos en cualquier filme de Connery, que esta será la sensación que emane de sus escenas.

Félibien y Coelho reflexionaban sobre el retrato, la pintura, la imagen fija, pero el rayo de la mirada, de ciertas miradas, atraviesa cualquier medio. Lo sugiere el propio Coelho más adelante cuando dice: “Los retratos, entre todas las obras de arte, son de los que más podemos decir que poseen una conciencia y, por lo tanto, un alma –son una entidad dotada de reflexión y sentimientos–“5. Coelho se atreve con uno de los términos más complejos que pueden conjugarse en la definición de la naturaleza humana y, por consiguiente, de la imagen. Conciencia. Conciencia. Conciencia. Lo escribo y lo leo tres veces seguidas, como recomendaba Wundt 6, para asegurarme de que la repetición es intencionada, luego me obliga a pensar el motivo, luego demuestra que algo dentro de mi está alerta. Y vivo. Y vive. La conciencia. La conciencia. La conciencia. Era lo que convertía la presencia de Connery en un tótem, y a nosotros en adoradores. Una persona, una imagen, que era pura expresión, sin los artificios de la representación, cualesquiera que sean estos.

Esta cualidad suscita otro debate posterior en la historia de la imagen, complementario al que introdujo Félibien. Debemos distinguir entre expresar o reproducir 7. Porque, ¿cuál es el cauce natural de la mirada, la del objeto –incluyendo la figura humana– o la del sujeto que lo observa? En pintura hay un antes y un después a partir de los impresionistas, y en cine ocurre otro tanto de lo mismo al paso de los nuevos cines que se desarrollan en la década de los sesenta. Con excepciones notables en ambos medios, por supuesto, pero la matriz dominante en los dos se tuerce en esos momentos concretos. La presencia-conciencia de Connery supone un desafío –que gana– al viejo concepto de interpretación forzada, de método, imitativa. Cuando menos se cree en los actores como catalizadores de la imagen, cuando cada plano aspira a ser un manifiesto, la figura del escocés se impone en la imagen con la naturalidad de un corte de navaja. Sí, es posible expresarse sin aprender a hacerlo.

Connery mediante, la imagen abraza la expresión y provoca el suicidio de la reproducción. Hasta un mal encuadre se salvaba si él miraba a cámara. La vida, incluso, se abría a pequeños milagros cuando él irrumpía en escena. Contaba Michael Bay a The Hollywood Reporter 8 que la sola presencia de Connery en una reunión con ejecutivos de Disney había propiciado un aumento del presupuesto de La roca (The Rock, 1996). No cuesta imaginar el cuadro. Una sala de reuniones sofisticada, sonrisas de compromiso y tensión mal disimulada, manos que juguetean con copas de vino caro, platos sin probar, entonces entra Connery y con su voz cavernosa suelta: “Vais a darle al chico lo que pide”. Fundido a negro y créditos finales. Música de Hans Zimmer y Nick Glennie-Smith.

La roca

Abundan los testimonios legendarios sobre Connery. Anécdotas que hacen tangible el valor intangible de su presencia. Evidencias de que la expresión vence a la reproducción; la puesta en escena de los directivos de Disney no intimidó al mito. Hacia 1489, encontrándose en Florencia, el joven Miguel Ángel frecuentaba el jardín de San Marcos de la familia Médici, donde Lorenzo el Magnífico había fundado una suerte de escuela de arte para talentos prometedores, la mayoría de ellos procedentes del taller de los hermanos Ghirlandaio. Tal era el caso de Buonarrotti, que allí estudiaba sin descanso las esculturas clásicas de la colección medicea. En una ocasión, mientras paseaba junto a Lorenzo por el jardín, el patriarca le preguntó el motivo de su fascinación por las formas de la antigüedad, a lo que Miguel Ángel supuestamente contestó: “La belleza es la purgación de lo superfluo” 9.

Lo superfluo, lo propio de la reproducción. El maestro buscaba ya entonces el medio y los procedimientos más adecuados para expresarse con la contundencia de sus referentes, arrebatado por la idea de crear imágenes transparentes. Años más tarde, en su rima CVII, escribirá: “Mis ojos, que codician cosas bellas como mi alma anhela su salud, no ostentan más virtud que al cielo aspire, que mirar aquellas” 10. Otra vez, mirar y ser visto. El deseo de alcanzar una presencia que anule todo lo demás, incluso el universo mismo, por su prístina conciencia. Connery se paseó por el cine y la vida exhibiendo de forma natural la cualidad que encendía el anhelo supremo de Miguel Ángel y, es seguro, de cualquier otro artista: la memoria. Que nada se parezca a lo que pinto, a lo que tallo, a lo que fotografío, a lo que filmo. A lo que soy. Porque solo de ese modo será (seré) recordado. Es la inmortalidad (Ramírez), una cruda mañana de invierno (Marko Raimius), un jinete en la playa (Al Raisuli), una flecha que cose dos corazones (Robin Hood), la pluma que vence a la espada (Henry Jones), unas cadenas rotas (Mason), un paseo a medianoche (Malone), una sonrisa pícara (Bond)… Y un hombre que pudo reinar.

  1. El artículo íntegro está disponible en https://www.hollywoodreporter.com/news/alec-baldwin-remembers-monolithic-presence-of-red-october-co-star-sean-connery
  2. Félibien, André (2010). Conferences de l’Academie Royale de peinture et de sculpture. Farmington Hills, Michigan: Gale ECCO, p.23
  3. Félibien, André (2010). Ibídem, p.24
  4. Coelho, Teixeira (2009). Mirar y ser visto. En Mirar y ser visto (catálogo de exposición) Madrid: Fundación Mapfre, p.9
  5. Félibien, André (2010). Op. cit. p. 10
  6. Wilhem Wundt (1832-1920) desarrolló su teoría psicológica a partir de la unión de lo fisiológico (lo externo) con lo psicológico (lo interno). En este segundo ámbito prestó atención especial a la conciencia como conjunto de procesos que configuran la experiencia inmediata. En Wundt, Wilhem (2018). Principles of Pshysiological Psychology. Londres: Franklin Classics
  7. Melot, Michel (2010). Breve historia de la imagen. Madrid: Siruela, p.11
  8. El artículo íntegro está disponible en https://www.hollywoodreporter.com/news/michael-bay-pens-tribute-to-sean-connery-and-his-james-bond-smile-of-approval
  9. Forcellino, Antonio (2005). Miguel Ángel. Una vida inquieta. Madrid: Alianza Editorial, p.263
  10. Buonarrotti, Miguel Ángel (2012). Rimas (1507-1555). Valencia: Pre-Textos, p.56
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