SEFF17: Rutas por el cine europeo
Western, Ava y Big Big World Por Manu Argüelles
Emulando a Planea tu SEFF (un equipo que el festival pone a disposición del público para orientarle de forma personalizada dentro de la programación), establezco un pequeño itinerario por el cine europeo, a partir de tres películas, para tratar de ver qué caminos se toman, qué inquietudes se plasman, qué recursos expresivos se utilizan y a partir de aquí establecer un flujo de confluencias y puntos de encuentro.
Dicha ruta se ubica principalmente lejos de la Europa Occidental, con el asentamiento de unos trabajadores alemanes en las inmediaciones de un pueblo rural de Bulgaria en Western (Valeska Grisebach, 2017), la escapada de Estambul de unos hermanos adolescentes en Big Big World (Koca Dünya, Reha Erdem, 2016) y el encuentro de un doctor con un refugiado sirio con poderes sobrenaturales en la presumible ciudad de Budapest en Jupiter’s Moon (Jupiter holdja, Kornél Mundruczó, 2017), filme del que ya nos hemos extendido en esta misma cobertura del SEFF. La excepción sería Ava (Léa Mysius, 2017), ambientada en la costa altlántica de la región del Médoc, en Francia. No obstante, Ava en su línea temática se encontrará con Big Big World, dado que ambas reformulan las clásicas fugas de parejas criminales del cine negro clásico, traídas al presente en clave adolescente mientras que, por otra parte, su cóctel genérico se encuentra con el mestizaje osado de Jupiter’s Moon. Además, el contacto de la protagonista homónima, Ava, con el personaje de Juan, éste perteneciente a la etnia gitana, establece un nexo de grupos culturales diferentes, como son los obreros alemanes con los búlgaros humildes de Western. En ambas películas, además, el vínculo de unión se establecerá a partir de un animal, un perro negro en Ava y un caballo blanco en Western, en ambos casos como puerta a lo fantástico y al mito respectivamente. De esta manera, en un primer contacto con la programación del SEFF ya detectamos tres puntos nodales que pasan por directores de larga trayectoria como Kornél Mundruczó y Reha Erdem, recorridos más dilatados y breves como el de Valeska Grisebach o el debut en el largometaje de Léa Mysius.
Western
Directora: Valeska Grisebach. Alemania, 2017. Sección Oficial.
Western, aterriza en el SEFF, tras su flamante paso por Un Certain Regard de la pasada edición del Festival de Cannes, ocupando un lugar estelar. Programada dentro de la Sección Oficial en la sala de más aforo y en la sesión del sábado por la tarde concentraba la atención dentro de la programación, junto con la sesión de gala de Algo muy gordo (Carlo Padial, 2017) en el Teatro Lope de Vega. Y sin que ello suponga infravalorarla es una película que para el espectador ocasional le puede resultar árida, como así pudimos comprobar en nuestra misma fila de butacas. Porque Valeska Grisenbach, apegada al máximo a un naturalismo extremo, deja a su filme en un vaciado narrativo que nos devuelve una mirada prácticamente etnográfica que nos remonta al ¿añorado? ligamen con la tradición, a la comunión del hombre con la naturaleza, en sintonía con la sensación de los obreros alemanes cuando entran en contacto con los aldeanos donde construyen una central hidráulica. «Hemos vuelto 70 años atrás»-afirman sarcásticamente. Porque Grisenbach invierte los ejes de poder de Cabeza de turco, de Günter Wallraff, publicado en 1985. En aquel libro se destapaba la xenofobia de la Alemania Occidental de los años 80, a través del continuo trato vejatorio que sufría un inmigrante turco, una identidad falsa que llevó a cabo el propio periodista para vivir las experiencias en primera persona. Javier H. Estrada, en su presentación del filme, dejaba patente cómo la tercera película de Valeska Grisenbach saca a relucir las tensiones enquistadas entre las dos antiguas Europas, la del primer mundo, denominación según la típica superchería de las sociedades capitalistas y la antiguamente asociada al bloque comunista (de ahí, por ejemplo, la existencia del camión, como huella de un pasado que se resiste a desaparecer). En esta ocasión, serán los alemanes los que estén en situación de inferioridad. Serán ellos, por tanto, los inmigrantes, un mecanismo para salir de los senderos ya transitados cinematográficamente hablando, donde vivirán en sus propias carnes la impresión que han sedimentado más allá de sus propios confines, a partir de su actitud de prepotencia y de presunto dominio como uno de los principales motores de la Europa Occidental. Valeska Grisebach se aleja completamente de cualquier reivindicación nacional, al contrario, desmitifica a sus propios compatriotas y se sitúa en una posición muy crítica y desconfiada respecto al comportamiento sociocultural de Alemania con otras regiones más deprimidas. De esta manera, Western explora las imágenes construidas culturalmente a lo largo del tiempo y las suspicacias que se generan, muchas siguen perpetuándose por ellos mismos, otras creadas injustamente a partir de casi una natural desconfianza hacia el prójimo, hacia el extranjero, el foráneo. Porque en estos asentamientos rurales siempre hay una ancestral hostilidad por todo aquello que no forma parte de la comunidad. Son espacios herméticos, clausurados voluntariamente. A pesar de ello, Grisenbach no escatima su total adhesión y defensa de estas villas al margen del ritmo urbano, estos entornos suspendidos en los que el tiempo es una presencia evanescente, con su aferramiento a legendarias costumbres, viviendo en lo sencillo y así intensificando la vivencia, priorizando el apego a las pequeñas cosas y la fidelidad a los ancestrales núcleos afectivos: la familia, la amistad cargada de nobleza y auténtica lealtad, etc. Para adentrarnos en este ambiente, utilizará la figura de Meinhard que no se siente partícipe de las redes relacionales que se establecen entre los trabajadores alemanes y será él quien nos sirva de guía en esta vía de descubrimiento o de recuperación de lo perdido. Su rol como figura de observador externo marcará el distanciamiento de la directora con sus propios personajes y asimismo su acercamiento y simpatía en relación a los lugareños búlgaros. A partir de una interrupción en la actividad laboral, cuando nos les llega la grava necesaria para poder continuar, Meinhard querrá acercarse a ese pueblo que ve en el horizonte, y hablar con su gente. De personalidad opaca e identidad difusa, responde al clásico patrón del cowboy norteamericano, menos embrutecido que sus compañeros y con una actitud mucho más abierta querrá acercarse a los indios, conocerlos. Su osadía de preferir entrar en territorio comanche y confraternizar con ellos, le llevará, lógicamente, a tensiones con sus propios compañeros, que no amigos, tal como él se encarga de remarcar. Western, como su título indica, no esconde en ningún momento que este relato funciona a partir de la deconstrucción de los clichés y constantes de los arquetípicos motivos del género norteamericano por excelencia. Un dispositivo que no es más que una herramienta metodológica para establecer los puntos cardinales en los que sustentar su ficción. Porque en ningún momento la directora manifiesta ningún ánimo metalingüistico y que solo aluda a un sentido endogámico del propio cine. Al contrario, presumiblemente rodada con actores no profesionales para alcanzar mayor veracidad y aferrada a una cotidianeidad completamente descriptiva, está plenamente motivada para transmitir un absoluto despojamiento de la mirada cinematográfica, como una vía ética y estética de alcanzar la esencia de las relaciones humanas y las raíces de las identidades culturales. Y, sobre todo, como diría Eugenio Trías 1 a propósito del romanticismo: «El campo de exploración del romanticismo no fue el sentimiento per se, el sentimiento en crudo, sino una relación muy concreta, muy específica: la relación de alma y naturaleza, el sentimiento de la naturaleza.» Es exactamente la misma orientación romántica con la que Valeria Grisebach construye su film.
Ava
Directora: Léa Mysius. Francia, 2017. Las nuevas olas – Cinéfilos del futuro
Ava, en cambio, es mucho más juguetona e inquieta, como su propia protagonista de 13 años. También se procede a una recuperación del primitivismo, pero esta vez, no tanto desde un ideal romántico y nostálgico sino desde una postura mucho más lúdica. Su película es mucho más porosa y más abierta a la experimentación y la apertura entre lo onírico y el estatuto de lo real, dado que nos encontramos, justamente, en la edad en transición por excelencia: la adolescencia. De esta manera, la vuelta a lo salvaje, a la procaz desnudez, es un eco de la infancia, justamente en una chica que no quiere alcanzar la edad adulta. La dolencia visual que sufre, la retinitis pigmentosa, que supone una pérdida gradual de la visión nocturna, también actúa semánticamente como ese miedo a no querer crecer. Ava es el despertar a una sexualidad y al contacto con su propio cuerpo. El plano final donde se congela la imagen para capturar la sonrisa de Ava es el destino final de un filme donde la protagonista sufre constantes pesadillas que le atenazan. Frente a la naturalidad con la que la madre vive la plenitud del cuerpo, Ava tiene que aprender a conciliar con el deseo. Porque, a partir de su enfermedad, éste se torna como ese miedo insoportable a carecer (la oscuridad). Ante ese abisal temor, el inconsciente despliega su maquinaria y suma al filme en una constante indefinición, donde la lógica situacional es abruptamente sesgada en buena parte de sus secuencias, justamente para emborronar las fronteras entre lo que es fruto de la imaginación de Ava y lo que en realidad está sucediendo. Es donde el largometraje juega mejor sus cartas, cuando sabe situarse en un estado de flotación donde no todo está definido y asignado. Cuando Ava se concreta y se concentra en la fuga de los dos jóvenes enamorados pierde toda su fuerza. Se abre paso así para delinear una pequeña estampa de la etnia gitana, grupo voluntariamente fronterizo en los márgenes de lo social, de la misma manera que Ava se ha establecido previamente en un espacio intermedio entre la fantasía y lo perceptible. Se pierde así una sensación de extrañeza, cuando lo fantástico deja de proyectarse en lo cotidiano. En ese sentido, Ava resulta mucho más estimulante cuanto más se acerca a John Fromm (João Nicolau, 2015), película que también se vio en el SEFF del 2015 y con la que tiene muchas similitudes en cuanto ambas relatan el despertar sexual de una adolescente y a partir de ello bañan el filme en un estado fantástico que les permite despegarse del registro de la cotidianeidad, en las antípodas de las intenciones de Valeska Grisebach en Western. Mientras que João Nicolau lo despliega de forma ascendente, Léa Mysius prefiere realizar el recorrido inverso. Como si la llegada a la edad adulta fuese el fin de la imaginación. Este desbordamiento, mucho más coherente y consecuente en John Fromm, en Ava se corresponde también con otra conquista. La mostración del desnudo ya no remite a una voluntad escopofílica sino a un sentido de apropiación, a un dominio femenino que rescata así el naturalismo del movimiento hippie frente al cuerpo (algo que es perfectamente representado en la liberación y despreocupación de la madre que todavía vive la sexualidad en esos términos). No hay en esa visibilidad una sustancia erótica como tal, sino que se responde a una explicitud como empoderamiento, una mostración que desactiva el tradicional gobierno del deseo masculino para arrebatarlo de los habituales circuitos fílmicos y representarlo desde el punto de vista femenino.
Big Big World (Koca Dünya)
Director: Reha Erdem. Turquía, 2016. Selección European Film Academy
Todo lo contrario que sucede en Big Big World. En la película de Reha Erdem, Premio Especial del Jurado de la Sección Orizontes de la edición del Festival de Venecia del 2016, estamos ante dos hermanos huérfanos y separados. Cuando Ali (Berke Karaer) se entera que su hermana menor, Zuhal (Ecem Uzun), será la nueva esposa de su padre adoptivo, decide ir a por ella y escapar juntos para vivir fuera de la sociedad. En esta ocasión, la fantasía no contamina el relato, pero como ya pasaba en Jupiter’s Moon, este se traza como una parábola religiosa, en este caso, centrado en el mito de Adán y Eva. El pecado original aquí será el crimen cuando Ali, para rescatar a su hermana, apuñala a toda la familia adoptiva. Mientras que ellos lo viven como si estuviesen en el paraíso, no obstante, ese deseo de vivir al margen acabará tornándose como si fuese el castigo de Dios cuando expulsa a Adán y Eva del edén. Si anteriormente hablábamos del despertar sexual y del inconsciente, Reha Erdem, siguiendo a Jung, es plenamente consciente de cómo el mito armoniza con las instancias psíquicas de la liberación. De esta manera, trabaja en torno a otro pecado, el incesto, dado que la relación que mantienen se va acercando peligrosamente a la ruptura del tabú social. Ahora sí que se vuelve a las raíces del pecado original porque es Zuhal la que no soporta que su hermano se acueste con otras mujeres. El aislamiento y las tensiones que se generan entre ellos les van acercando progresivamente a un estado de enajenación. Visto desde una perspectiva mulsumana, Big Big World sanciona la transgresión. Aunque se presente como progresista en cuanto cuestiona el ancestral machismo que Ali tiene incorporado (mientras que él constantemente entra y sale del bosque en el que se han refugiado, ella acaba confinada), acaba revelándose sumamente conservadora, dado que la historia adquiere visos claustrofóbicos y asfixiantes porque no podrán escapar del castigo moral. Por tanto, ante la imposibilidad de culminar el deseo, en situación opuesta a Ava, este acaba encontrando su eje castrador a partir del progresivo quebrantamiento psicológico que sufrirán los dos hermanos. Ya no hablamos tanto de las articulaciones del deseo sino de las imposibilidades por no poder satisfacerlo. El sueño nunca puede materializarse si queremos darle forma fuera de la regulación social. Si lo llevamos a cabo este siempre nos devolverá su reverso y acabará convirtiéndose en nuestra propia pesadilla. Por tanto, al final, Big Big World acaba resultando igual de rancia que un cuento tradicional y es de las cuatro la menos satisfactoria, no solo por su camuflada carga retrógrada sino porque es un filme sumamente estático y plúmbeo que tampoco consigue ser resolutivo en esa gradación fantasmática y, por mucho que lo intenta, el desasosiego acaba brillando por su ausencia.
- Trías, Eugenio (1974): Drama e identidad. Editorial Ariel, pág. 49 y 50 ↩