#SEFF2019: Parte IV
El silencio del pantano, El traidor, Twin Flower, Tommaso y Dirty God Por Ignacio Pablo Rico
El silencio del pantano (Marc Vigil, 2019). Sección Oficial fuera de concurso.
Un escritor de éxito que fantasea con cometer un asesinato; una banda gitana matriarcal (sic) dedicada al tráfico de drogas; una clase política con matones a sueldo e intereses en los bajos fondos… Este es el cóctel improbable que maneja la novela de Juanjo Braulio, adaptada ahora por Marc Vigil a partir de un libreto de Sara Antuña y Carlos de Pando; realizador y guionistas hasta hoy ligados a la televisión. En relación con ello, cabe señalar que El silencio del pantano tiene algo de narrativa serial sintetizada en una hora y media de metraje, lo cual deriva en un conjunto inorgánico, que no fluye con la convicción necesaria. Desafortunadamente, la película de Vigil nos remite a uno de los grandes problemas que afronta el noir español mainstream en demasiadas ocasiones: la inverosimilitud e, incluso, la falta de veracidad. La trama criminal y costumbrista que protagoniza el ejecutor Falconetti —torpe intento de diseñar a un sucesor del Malamadre de Celda 211 (Daniel Monzón, 2009)— hace gala de un crudo sentido de la violencia, inocuo tanto por su sesgo artificioso como por su nula capacidad de agregar valores expresivos a un relato deslavazado en sus múltiples estratos. La conexión del mercado negro con las altas esferas queda apenas esbozada de un modo superfluo, y el desenlace —donde todas las líneas de acontecimientos confluyen— termina por confirmar las muchas limitaciones a las que se enfrenta una historia que lo hace todo, en vano, por mostrarse tortuosa y sombría. No hemos leído el libro de Braulio que ha inspirado a Vigil y a su equipo, pero el lugar de lo metanarrativo en esta ficción se nos escapa por completo. El noir sucio que pretende invocar El silencio del pantano está más próximo de Policías, en el corazón de la calle (Nacho Cabana, Manuel Valdivia y Chus Vallejo, 2000-2003) que de referentes obvios como Que Dios nos perdone (Rodrigo Sorogoyen, 2016).
El traidor (Il traditore, Marco Bellocchio, 2019). Sección Oficial
A través de la figura del «soldado» Tommaso Buscetta, y concretamente de su colaboración con el legendario juez Giovanni Falcone, El traidor se aproxima al declive de la Cosa Nostra. La fluidez del filme puede despistarnos con respecto a su sofisticación reflexiva, y ante su estructura narrativa corremos el riesgo de pensar que se trata de un greatest hits del Maxi Proceso. Marco Bellocchio, mucho más cercano a Traffic (Steven Soderbergh, 2000) que, a los clásicos populares en torno a la mafia, hace de los 80 del pasado siglo el albor de un mundo hiperconectado. Los constantes saltos entre lo que sucede en Italia, Brasil y Estados Unidos, así como la atención depositada en la interrelación de sucesos en puntos distantes del orbe, le otorgan a El traidor un inesperado estatuto de thriller globalizado. Sin parecer interesado en detallar al pormenor los entramados criminales, Bellocchio opta por radiografiar la Cosa Nostra en tanto institución —¿del Estado? — y a partir de su exhibición mediática, propiciada por las confesiones de Buscetta. Este sería otro aspecto que ubica a El traidor en la contemporaneidad, donde la sobreexposición a la esfera pública ha convertido los procesos judiciales y escándalos políticos en un espectáculo, y a sus actores en performers. Podríamos definir El traidor como una ficción moral, y la mejor pista sobre ello nos la da el enfoque de los juicios: lejos de centrarse en las pruebas y testimonios, el italiano prefiere atender a una serie de enfrentamientos en los que salen a relucir aspectos éticos y emocionales de los personajes. En los sucesivos careos entre Buscetta e importantes líderes mafiosos —una especie de Sálvame, aunque con acusaciones más graves de por medio—, este confronta a sus adversarios desde la indignación de quien se siente traicionado. Bellocchio tampoco elude la problematización del protagonista, un hombre complejo anclado en la nostalgia de unos códigos y valores que, tal vez, nunca existieron de la manera en que él los recuerda. Sus múltiples contradicciones le impedirán, en última instancia, terminar de erigirse en el héroe que su nobleza esencial le exige que sea.
Twin Flower (Fiore Gemello, Laura Luchetti, 2018). Selección EFA
En una de las escenas clave de Twin Flower, Basim, un adolescente de Costa de Marfil, corre por un terreno baldío simulando que es un exitoso jugador de fútbol. Pese a habitar en un continente caracterizado por la diversidad étnica, cultural y religiosa, la representación de los emigrantes procedentes del África subsahariana sigue sucumbiendo a clichés tan bienintencionados como racistas. En esta ocasión, la figura del negro como un ser que en su supuesta pureza —no importa lo mucho que lo haya curtido la vida— acaba resultando pueril. El aburguesado paternalismo de Laura Luchetti le impide articular pensamientos relevantes sobre las situaciones de exclusión que sus imágenes retratan. La relación que establecen Basim y Anna, una chica italiana perseguida por un traficante de inmigrantes, se halla sometida a unos engranajes dramáticos cuyo rechinar escuchamos desde la escena inicial. Pero, ¿de qué quiere hablarnos, fundamentalmente, Twin Flower? De una pareja hermanada por un sentimiento común de desamparo, condenada al eterno tránsito por un mundo que le resulta inhóspito. Al margen de una realización pobre en recursos y de un guion sembrado de tópicos, la película de Luchetti encuentra su mayor valor en las localizaciones escogidas: solitarios polígonos industriales, edificios abandonados, carreteras secundarias que conducen a ninguna parte… Espacios, en definitiva, donde únicamente pueden sobrevivir los hierbajos. En el sorprendente plano final, muy por encima del resto del largometraje, la directora filma a Basim y Anna alejándose de la cámara y, con ello, del limbo particular en el que estaban atrapados, entrando juntos en la espesura, quizás hacia otro mundo susceptible de colmar sus esperanzas.
Tommaso (Abel Ferrara, 2019). Sección Oficial
En acertadas palabras de nuestro compañero Luis Baena, Tommaso es «un Juego peligroso (Dangerous Game, Abel Ferrara, 1993) post-rehab». Ferrara realiza una home movie en el sentido cassavetiano del término: armado de una videocámara, utiliza su propio apartamento en Roma y su entorno particular para reflexionar acerca de su estatuto personal y creativo actual. Aunque existan referencias a algunos trabajos previos, no nos hallamos ante una mirada al pasado: Tommaso habla de las encrucijadas actuales de un cineasta enfrentado a los retos que le presenta el arte más arduo: la vida. Durante el encuentro con el público posterior a la proyección del filme, el italoamericano nos comentaba que podría sintetizar su esencia en una máxima budista: «Las expectativas nos llevan a la frustración». El Tommaso que encarna con vitalidad Willem Dafoe ha salido recientemente del infierno de las drogas e intenta convivir en paz con su familia, pero se ve obligado a lidiar con aquello que espera de los demás —y de sí mismo—, atrapado en su background existencial y cultural. En consonancia con esto último, podríamos decir que Tommaso no es un mero ejercicio terapéutico, ni tampoco un autorretrato condescendiente. Al contrario, que todo esté filtrado por la mirada de su personaje central no impide que Ferrara tome sutilmente distancia de su «yo poético» y lo analice con actitud implacable. Lo vivido, lo soñado y lo elucubrado conviven dentro de un mismo grado de realidad y con asombrosa espontaneidad en las imágenes de Tommaso, a la postre una pieza urgente e inconformista en torno a un estado creativo y anímico. Aunque por momentos la película recorra senderos tortuosos, su enérgico plano final es capaz de echar abajo todo atisbo de solemnidad. Un filme fresco, inteligente y divertido, cuyo devenir desenvuelto y transparente nos recuerda en todo momento que tras la cámara se parapeta un gran director.
Dirty God (Sacha Polak, 2019). Selección EFA
En su cuarto largometraje, Sacha Polak reaviva las preocupaciones reflejadas en trabajos previos como New Boobs (2013) o Zurich (2015): la fractura traumática entre lo que pensamos que éramos y lo que sentimos que somos. Atacada con ácido por su ex pareja, Jade sale del hospital después de una complicada recuperación. Su rostro ya nunca volverá a ser el mismo, y aún necesita de cuidados especiales. Polak se centra en la frustrante tentativa de Jade por reconectar con una realidad que siente ajena. La cuestión que atraviesa Dirty God es el extrañamiento de uno mismo con respecto a su entorno inmediato; Jade es incapaz de reconocerse, pues el reflejo que le devuelven las miradas de quienes la rodean ha cambiado. La cineasta holandesa logra incomodarnos cuando, a través de varios desencuentros de inusitada dureza, nos incita a plantearnos cómo acabamos definiéndonos a menudo a partir de patrones sociales consensuados. Sin embargo, salvando aquellos momentos en que la fotografía evoca la sensación de irrealidad que embarga a la joven, el filme cae en brazos de una llaneza que merma el alcance de su historia. Este no es el defecto más grave de Dirty God: a menudo, la visión de Polak y la de su protagonista se confunden, como presas de la misma alienación, y por tanto le cuesta articular reflexiones relevantes acerca de lo que sucede en pantalla. Pese a tratarse de una producción fallida, debemos reconocer el talento de sus responsables a la hora de recrear estampas vivaces del día a día, aunque este naturalismo se antoje epidérmico.