#SEFF2019: Parte V
El monstruo de St. Pauli, Gloria Mundi, La gomera, X&Y y La reina de los lagartos Por Ignacio Pablo Rico
El monstruo de St. Pauli (Der Goldene Handschuh, Fatih Akin, 2019). Special Screening Premiere
Aunque como me señalaba Diego Salgado, La ternura de los lobos (Die Zärtlichkeit der Wölfe, Ulli Lommel, 1973) ha sido la influencia más evidente para esta película de Fatih Akin, El monstruo de St. Pauli respira una morbidez romántica similar a la de algunos trabajos de Jörg Buttgereit, especialmente Schramm (1993). Estamos ante una enfermiza historia de amor, impregnada de suciedad física y (a)moral, que transgrede constantemente las fronteras del «buen gusto» consensuado. Como Schramm, El monstruo de St. Pauli es un filme de horror, no de terror; sus arrebatos de violencia gráfica apelan, sobre todo, a la perturbación de los sentidos a través del puro asco. Uno de los aspectos más interesantes de este acercamiento a los cuatro crímenes del asesino en serie Fritz Honka es lo mucho que tiene de reconstrucción de una época. En el bar El guante dorado, punto de encuentro para prostitutas e individuos que no tienen dónde caerse muertos, suenan hits populares del momento, como «Einmal um die ganze welt», de Karel Gott, o «Am tag, als conny kramer starb», de Juliane Werding. En una conmovedora escena, vemos caer las lágrimas a través del humo que inunda el local mientras agita el aire «Du sollst nicht weinen», del niño prodigio Heintje. Los asiduos del antro se emocionan cuando escuchan una melodía y una letra que supieron calar en el sentir colectivo de aquellos tiempos. Sobre los quebrados personajes que desfilan ante Honka se proyectan las sombras del nazismo y de los sinsabores de la posguerra. El monstruo de St. Pauli se ubica en 1975, cuatro años después de que la feminista Alice Schwarzer agarrara de las solapas a la pacata clase media alemana. Conquistas como las suyas permanecen ajenas para quienes malgastan su escaso dinero en El guante dorado. En un siglo XXI marcado por la mediatización de luchas superfluas y eslóganes disfrazados de discursos, esta atroz crónica humana se asoma a una fosa abisal donde la redención es imposible, habitada por mujeres que se someten cabizbajas a tiranos y hombres que no saben amar. Akin ofrece la dolorosa plasmación de una realidad sociopolítica y cultural a partir de su faceta más decrépita. Acaso la más definitoria, si nos ponemos pesimistas.
Gloria Mundi (Robert Guédiguian, 2019). Sección Oficial
Mathilda y Nicolas acaban de tener a una niña, Gloria, y el mundo parece limpio de desgracias. Recién comenzado el filme, tiene lugar una escena que da buena medida del gran realizador en que se ha convertido con los años Robert Guédiguian. Un suave movimiento de cámara y un encuadre definido por el equilibrio unen a un grupo de personajes para justo después distanciarlos de otros, corte de montaje mediante. El nudo dramático de Gloria Mundi ya está esbozado en estos breves instantes, pero la tensión no es dramática, sino cinematográfica, y no necesita de retórica alguna para definir un estado afectivo de las cosas. El cine de Guédiguian ya no es el mismo que veinte años atrás: Las nieves del Kilimanjaro (Les neiges du Kilimandjaro, 2011) supuso un evidente punto de inflexión. A partir de su estreno, la ideologizada mirada del francés ha derivado en una implacable autocrítica a la izquierda histórica europea, en la que él mismo se inscribe. En la melancólica Gloria Mundi, contempla con amargura a la clase trabajadora millennial de esa Francia que vive el auge creciente de la Agrupación Nacional de Marine Le Pen. La película no solamente apunta a la precarización laboral —con especial atención a las miserias de la economía colaborativa— como fuente de los peores males del momento, sino también, y sobre todo, a una fundamental falta de solidaridad. La brecha étnica y cultural ha empujado al obrero blanco al aislamiento enfurruñado e irreflexivo. A Guédiguian le duele esta situación, pero no juzga a sus protagonistas, que afrontan dilemas verdaderamente complejos. Lo que eleva a Gloria Mundi de categoría es su disposición transgeneracional: el choque entre la madurez y la juventud origina una serie de lúcidas consideraciones a propósito de los ciclos de pobreza y el paso despiadado de los años. Un movimiento de cámara, similar al citado a comienzos de estas líneas, une finalmente a todos los desdichados: solo el sacrificio voluntario de quien conoce el valor exacto de nuestro tiempo en la tierra puede volver a juntar aquello que se había separado.
La Gomera (The Whistlers, Corneliu Porumboiu, 2019). Sección Oficial
Como si fuera una versión corregida y aumentada de la estupenda Policía, adjetivo (Politist, adjectiv, Corneliu Porumboiu, 2009), La Gomera es un noir articulado en torno a las arenas movedizas de lo lingüístico, es decir, a las sinuosas vías por las que nos comunicamos con los demás y, en definitiva, con nosotros mismos. Lo último de Porumboiu —uno de los pocos cineastas que han sobrevivido merecidamente a la burbuja crítica del «nuevo cine rumano»— lo tiene todo para no funcionar; y sin embargo, se erige en uno de los filmes más magnéticos que hemos visto a lo largo de estas fructíferas jornadas. Se fusionan en fascinante armonía una estructura narrativa improbable —ubicada entre el paraíso natural, pero crecientemente perturbador, de Gomera, y en una nocturna Bucarest—; argumentos propios de policíaco del Hollywood áureo —con el dinero en primer plano y una femme fatale alterando el destino del héroe—; un ánimo claro de subvertir códigos desde la extrañeza; y un sentido del humor siempre a punto de quebrar, sin llegar a hacerlo, el tono de la película. La Gomera, a efectos de realización, fotografía y montaje, va más allá de la mera precisión y conquista una cierta exuberancia, en consonancia con el romanticismo en que termina por desembocar el relato. Estamos, sin lugar a dudas, ante una de esas escasas «rarezas naturales»; en otras palabras, un trabajo que no parece esforzarse en resultar sui generis y que, incluso dentro de su evidente autoconciencia y la inclinación por lo metafílmico, nunca nos permite vislumbrar su andamiaje. En el bello desenlace, el policía Cristi, agotado del carácter vírico de la lengua hablada, piedra angular de un mundo de engaños y traiciones, opta por la poética pureza del silbido como medio de resetearse y, con él, de reiniciar las coordenadas de aquello que lo rodea.
X&Y (Anna Odell, 2018). Las Nuevas Olas
Nos parece cuanto menos curioso que se haya definido a X&Y como un experimento fílmico, cuando en realidad lo que plantea está en las antípodas: se trata de una ficción dramática convencional. El hecho de que la misma aborde, en tanto relato, la puesta en práctica de un ejercicio audiovisual performativo con ínfulas rupturistas resulta de lo más significativo. La llaneza aparente de la realización, así como el recurso a la música diegética, desactivan cualquier simulacro de subversión en el relato y nos llevan al territorio de lo autoparódico. Más próxima a Lars von Trier que a Ruben Östlund, la artista multidisciplinar Anna Odell encarna a una versión de sí misma inspirada en la imagen pública que fraguó gracias a Okänd, kvinna 2009-349701 (2009). Su personaje le sirve para trazar una inteligente y lúdica comedia alrededor de la fina línea divisoria entre el impulso creador y la neurosis mal encauzada. Una sátira de la figura autárquica y peligrosamente manipuladora de quienes se conciben a sí mismos como artistas visionarios. Pero sus logros no se quedan ahí. La complejidad de X&Y se cifra, sobre todo, en un sofisticado juego de espejos y en la escritura de retorcidas relaciones personales. Más allá del agudo afán crítico de la «Odell directora», lo que ocurre en pantalla termina por funcionar tal como la «Odell ficticia» pretendía: nos incita a reflexionar sobre los límites del arte, de la representación, de los roles sociales e incluso de la cordura. Admirable producción de una cineasta que se rebela contra sí misma y su estatus, dejando en evidencia tentativas inocuas, aburguesadas, como la laureada The Square (Ruben Östlund, 2017).
La reina de los lagartos (Burnin’ Percebes, 2019). Revoluciones Permanentes
Al igual que ocurría en los trabajos previos del dúo creativo Burnin’ Percebes —Searching for Meritxell (2015) o La caixa (2016), por ejemplo—, el humor pretendidamente disruptivo de La reina de los lagartos cae en más de una ocasión en la autocomplacencia, e incluso en el chiste privado. Sin embargo, cabe decir que comparte también con las demás piezas del tándem una búsqueda de lo inefable a partir de la armonización de imaginarios audiovisuales disímiles. La relación estival entre Berta, una madre separada, y Javi, un tipo de modos extraños, está en el fondo marcada por el fatalismo. Ambos han de amoldarse a papeles que no desean encarnar, transfigurados en seres destinados a una misión que deben cumplir, piensen lo que piensen acerca de ella. Una fábula existencial sobre el sentido último de la madurez o, quizás, acerca de los derroteros misteriosos por los que nos acaba conduciendo la vida independientemente de nuestra voluntad. Durante los primeros minutos, un puñado de reptiles inunda postales fijas de emplazamientos diversos al ritmo de melodías verbeneras. Imágenes sintomáticas de lo que ofrecerá posteriormente La reina de los lagartos: la recuperación de una perspectiva demodé de las visitas alienígenas, enmarcada en la evocación folclórica de un país fraguado en tradiciones. Y es que el desenlace de la película de Burnin’ Percebes parece decirnos que, incluso si decidimos rebelarnos contra unos hábitos culturales, tendremos que vestirnos antes o después con otros nuevos. El formato cuadrado y la textura del Super 8 realzan la melancolía de algunas imágenes —Pablo Botet camina en la distancia, recortado contra el atardecer y convertido en sombra—. Más relevante aún, remiten de manera persistente a un pretérito —audiovisual, cultural, sentimental— que encierra el sentido de La reina de los lagartos: todo está condenado a convertirse algún día en ayer.