Seijun Suzuki
El kamikaze de la belleza Por Manu Argüelles
Creía ser un símbolo de mi época, un kamikaze de la belleza
I. Juegos y disfraces
Hace unos años me propuse ver de forma sistemática y cronológicamente todos los largometrajes de Charles Chaplin. Sin ninguna finalidad. Solo para mí mismo. Y pasó algo extraño que me dejaba muy descolocado. Me embargaba una emoción incontenible que era incapaz de explicar. Me gusta ese momento irracional que soy incapaz de comprender, que no me niego a racionalizar, simplemente no lo puedo cercar. Comentándolo con la familia, mi madre tenía la clave del enigma. Yo lo había borrado completamente de mi memoria. Y, sin embargo, al ver las imágenes siendo adulto, ahí estaba, emergía con una fuerza arrolladora. Me contó la anécdota que, cuando era muy pequeño, durante varios años, en la fecha de carnaval, insistía siempre en disfrazarme de Charlot. Ahí estaba. La imagen de mi inocencia, que volvía sin pedir permiso, arrasando todo lo demás.
El cine negro ha operado igual, pero esta vez sí que lo recuerdo. Sería más mayor. Me puedo transportar a esas numerosas sesiones de madrugada en TVE-2 viendo noir clásico. Estoy completamente seguro que era incapaz de comprender nada, pero recuerdo perfectamente que me quedaba imantado antes esas atmósferas contrastadas, esas angulosidades pronunciadas, esa geometría de pesadilla. Y, por supuesto, el fetiche puro de la imagen icónica de los arquetipos, el detective privado, la femme fatale, etc.
Cada atmósfera bien construida según el canon reverbera siempre en mi infancia. Siempre conecto con ese goce. El cine criminal de Seijun Suzuki creo que se construye sobre esas mismas bases. Parte del disfraz y se construye como un campo de juegos infantil. Apunta directamente al placer.
Algo bastante extraño, incluso improcedente, como empezar este texto con una nota sentimental y personal. Porque el noir es magnético y esteticista, pero también es un cine circunspecto, fatalista, ambiguo, claustrofóbico y terriblemente pesimista. Y, sin embargo, ahí estaba Seijun Suzuki llevando la contraria a las leyes ternodinámicas del patrón. Porque sus films siempre transpiran un claro aliento lúdico. Por eso, si quiero darle una imagen a Suzuki enseguida la encuentro en un personaje de una de sus películas, concretamente de Detective Bureau 2-3: Go to Hell Bastards (Tantei jimusho 23: Kutabare akuto-domo, 1963). Sería esta:
El alter-ego de Suzuki dentro de Detective Bureau 2-3: Go to Hell Bastards
Para empezar, es un personaje femenino bastante inédito en la serie de películas de la época. Es la ayudante del detective protagonista que en esta captura se divierte de lo lindo mientras ve por televisión la retransmisión de la salida de prisión del testigo de un fallido tráfico de armas. Las bandas quieren vengarse y están esperándole para matarle, piensan que algo tuvo que ver. Sin embargo, el protagonista, con una argucia, logra darles esquinazo a todos. Como vemos, está fuera de la acción, es un observador como podría ser Suzuki mientras rueda y mira la secuencia por su monitor y, además, en uno de esos gestos fantásticos de economía narrativa de la serie B, ella es la que explica a otro ayudante del mismo bureau lo que va a suceder. Por cierto, es una premisa prácticamente calcada a Salvaje como un ciclón (Karakkaze yarô, 1960) de Yazue Masumura para la competencia, Daiei, con la diferencia que en la de Masumura el que sale de la cárcel es el propio protagonista. Porque, como decía Antonio José Navarro 1 referente a las nynkyo-eiga (películas de yakuzas), debemos ubicarnos ante:
una forma de cine exploitation de rápido consumo y no menos rápido olvido, producto de una economía de rapiña que explotó abusivamente convenciones narrativas y clichés visuales, que agotó el carisma de su star-system y el interés del público.
Un apunte, por cierto. En Detective Bureau 2-3: Go to Hell Bastards se menciona en el argumento que son bandas yakuzas (como vemos, ridiculizadas) pero no recuerdo que pase en Youth of the Beast (Yaju no seishun, 1963) o Tokio Drifter (Tôkyô nagaremono, 1966). Este sobreentendido se justifica porque las películas de Suzuki guardan escasa relación con las películas de yakuzas de los años 60. Estas pretendían suplantar el ciclo de películas samurái cuyo auge acontenció en la década pasada, acusaban siempre un aspecto ceremonial y litúrgico con férreos códigos de honor que tanto inspirarían a Jean-Pierre Melville, eran películas de época 2 y reinvidican de forma abierta y desde una óptica un tanto reaccionaria, las excelencias morales de un mundo pasado inexistente, mítico. 3.
Suzuki desde su presente reproduce el cine criminal norteamericano en suelo japonés, con apuntes específicos y autóctonos como la constitución de bandas, siempre omnipresentes. No obstante, lo suyo no será una reproducción fidedigna sino una reformulación y deconstrucción que provocó que, una vez que fue descubierto en Occidente en unos tardíos 90 4, despertase el entusiasmo. Porque lo que entonces estaba en boga resulta que ya lo hacía un japonés loco en los años 60. Y dentro del cine de explotación, para que tenga más mérito el asunto.
Pensemos también que, a medida que va entregando películas que se suman al boom que se vivía en los años 60 -hablamos de Japón-, la progresiva escalada de radicalidad formal, que es la que enseguida llama la atención, va acompañada también de un mayor acento en la parodia, la burla cómplice y la desmitificación satírica. De una sobria (en comparación con las siguientes) Apunten al camión de policía (Jûsangô taihi-sen ori: Sono gôshô o nerae, 1960), nos encontraremos tres años más tarde con la citada Detective Bureau 2-3: Go to Hell Bastards, donde muestra claramente su vis cómica en algunas secuencias que hipotéticamente podrían inspirar luego a Los autos locos (Wacky Races, William Hanna, Joseph Barbera, Charles A. Nichols, 1968). Hay mucho de cartoon y mucha aplicación de la frenética locura de las screwballs comedies hasta llegar al punto álgido de Branded to kill donde el humor negro y del absurdo llega a cotas máximas. Algo que, por cierto, después procesarán tanto Takeshi Kitano como Takashi Miike, cada uno con su particularidad, si bien Miike podría considerarse más el heredero directo de la comicidad de Suzuki.
Detective Bureau 2-3: Go to Hell Bastards, noir a ritmo de música surf
El arranque de Detective Bureau 2-3: Go to Hell Bastards es especialmente elocuente de su espíritu juguetón y también de su intención de tratar de horadar las costuras. Cuando aparece el logo Nikkatsu, la música que le acompaña tiene una sonoridad de canción surf, moda musical de los 60, pero, en principio, se trata de una música que no asociaríamos con el cine negro. Primera ruptura. Correcto, seguro que lo habéis pensado, el efecto es similar al de Tarantino en el principio de Pulp Fiction (1994) con la canción Misirlou de Dick Dale and his Del-Tones. Pero aquí es un momento breve. Solo dura lo que permanece en pantalla el logo. Automáticamente en cuanto empieza el film, la melodía se corresponde con la tradición, entramos en timbres jazzísticos como preludio de un extraño tiroteo, en cuanto está planificado y montado muy al estilo de lo que suele la serie B, sin muchos refinamientos y muy estrafalario (lo que comentaba más arriba). Después sabremos que hemos sido testigos de una guerra de dos bandas yakuzas rivales. Una de ellas trata de recibir una entrega de armas y es interceptado por la rival que irrumpe con un camión de botellas disparando a diestro y siniestro. En cuanto finaliza este festín de balas, bajo la imagen fija de un coche en llamas irrumpen los títulos de créditos, acompañados de nuevo por una canción surf, esta completa. Sí, ¿verdad? La similitud conceptual con el principio de Pulp Fiction es casi pornográfica. Nada por lo que rasgarse las vestiduras (¡y mucho menos ahora!). Tarantino siempre lo ha afirmado, él roba. Finalizados los rótulos del film de Suzuki, volveremos a la senda marcada, un local característico del noir en el que se está jugando, donde tendremos a nuestro protagonista (el actor fetiche de Suzuki, Jo Sishido) de espaldas (presentación del personaje muy a lo Hitchcock), apostando.
Esta oscilación brusca y este vaivén pautado por el cambio de música, también puede deberse a las directrices marcadas por la compañía donde Suzuki trabajaba, la Nikkatsu, factoría de películas de serie B, que ambicionaba dirigirse a un público juvenil. Sin ir más lejos, Youth of the Beast, su protagonista tiene poco de joven, más bien nada, pero había que utilizar el señuelo para su target principal. Entonces podremos afirmar que esta fricción -una película de cine negro (adulto) para un público joven -, no se observa con la misma violencia en películas niponas de corte similar, ya que la mayoría de ellas evidencian una limitada inventiva y un escaso atrevimiento (si se revisa el cine negro de Teruso Ishi 5, se podrá apreciar con claridad). El trasvase norteamericano se realizaba desde una caligrafía pulcra, con buena letra, como les han enseñado los yankies. Con poco margen creativo, el que habitualmente se presupone a la serie B. Por lo que tenemos dos dimensiones en juego que no casan del todo bien, Suzuki lo sabe pero no le importa. Al contrario, lo contrasta. También, de forma subyacente, se plasma la tensión entre lo que se le pide y lo que le apetece hacer, ya lo sabemos, desmontar y re-montar, como un niño con un juego de construcción. Estamos ante un pulso y a la hora de dar pábulo a ese combate detectamos desde su génesis una actitud subversiva que se irá agudizando cada vez más, Youth of the Beast como el gran momento de quiebre, al que le sigue el paso de gigante con Tokio Drifter y termina al límite de lo (im)posible con Branded to Kill, la que le supuso el despido de Nikkatsu.
Porque quizás también tenemos que tener en cuenta otro aspecto fundamental. ¿Cómo hacer factible que un ciclo de películas como el noir (ya saben, fatalismo a rebosar, acritud, dolor existencial, romanticismo agónico, corrupción, nihilismo exacerbado, violencia, etc…) pueda sobrevivir en una época marcada por unos criterios socioculturales y estéticos tan opuestos a estos largometrajes como es el pop? ¿Noir pop? ¿Cómo canalizar la sustancia del noir en la época del color chillón, en el cinemascope y en la diversión? Un problema al que también se enfrenta de cara una película norteamericana como Harper, investigador privado (Jack Smight, 1966). La película protagonizada por Paul Newman es un claro síntoma de la riña entre la herencia y la necesidad de adaptarse a los nuevos tiempos. A partir de un principio que recuerda a El sueño eterno (The Big Sleep, Howard Hawks, 1946), con una señora adinerada que contrata al detective para que busque a su marido desaparecido, interpretada nada menos que por Lauren Bacall ¿casualidad? – una clara convención/premisa del cine negro clásico- después la película va a tener que conducirse por escenarios pop y fanatismos religiosos como reflejo de la proliferación de sectas de diverso pelaje en los hippies 60, por no contar que tiene un escollo importante, ¿cómo encajar la escuela del método de un Paul Newman con el hieratismo y el romanticismo ladeado del detective de la literatura hard-boiled? Así, nos encontramos con una textura gritona y excéntrica por la que tiene que pasar como si fuese un peaje, como si fuese un hombre mayor que ha abusado de las operaciones de cirugía estética, porque la película se irá oscureciendo progresivamente para recuperar su espíritu del principio, como si pudiese crear un claroscuro pronunciado que solo podía hacerse con el blanco y negro del cine clásico. El resultado es un rara avis dentro del noir, porque acaba resultando una película desubicada, como fuera de su tiempo pero que trata de decir en cada fotograma que no, que el noir puede seguir viviendo (con marcapasos pero vivo), que la materia dramática puede adaptarse aunque el tiempo implacable diga lo contrario. No hicieron caso a Orson Welles, por fortuna.
Suzuki y sus colaboradores, en cambio, a diferencia de Jack Smight lo entendieron rápidamente y de otra manera mucho más exitosa y fructífera. El noir, a partir de su idiosincrasia formalista, es pura escenificación. Por eso, acabará distinguiéndose respecto a sus coetáneos cuando enfatice los aspectos más teatrales. En lo puramente artificial, ahí encontraremos el camino hacia la belleza. Porque su cine siempre se centrará en esa búsqueda, ya sea desde la expresión furibunda y enajenada del color (Tokio Drifter), o desde el cromatismo extremo del claroscuro (Branded to Kill), la suya es una empresa que no puede llevarse de otra manera que bajo el espíritu del kamikaze. Y en esa actitud desesperada, a la vez que sumamente hedonista, sí que se distingue del resto. Disfraces, disfraces…
Harper, investigador privado. Noir pop…con marcapasos
II. Salvaje como un ciclón
Hemos visto gracias a Pablo S. Blasco que David Mamet, años después, llegará a similares intuiciones y para ello se servirá de una figura tan paradigmática como es la de un timador en Casa de Juegos (House of Games, 1987). Y Diego Salgado en su artículo nos decía de Sed de mal (Touch of Evil, 1958), la película consensuada como el cierre del cine noir clásico, que era un:
ejercicio crepuscular de cine negro con el que su director, Orson Welles, parodiaba el movimiento y lo trascendía, a través de una puesta en escena hiperbólica que hacía de los estereotipos arquetipos, y, del espacio de la ficción, un cosmos estético y metafísico inagotable al que poder remitirse una y otra vez
¿Y Suzuki? Suzuki creo que llega al mismo punto que Godard con Pierrot el loco (Pierrot le fou, 1965). Escribe el cine negro bajo similar paraguas terrorista, con la premura y la presión abusiva de una producción en serie (B), y como no le dejan respirar y le imponen película, guiones y reparto, revela cuánto hay de artificio en su largometraje, desoye por completo, y cada vez más, toda lógica narrativa, incorpora hiatos para abrazar la abstracción, y rompe el raccord con violencia para desmontar todo orden posible. Autoconsciente como Mamet, pero menos descreído porque, ya lo hemos dicho, su neo-noir es un niño en el patio de recreo que sabe que lo que tiene en su mano es un palo, pero para jugar con sus amigos es una brillante espada. Con Suzuki vemos la espada (pero sabe que es un palo), mientras Mamet nos pone frontalmente en escena los dos o Godard nos deja con los restos una vez que ha hecho estallar la bomba. Porque el director japonés siempre busca que, a pesar de todo, estemos en una película de cine negro, con su esqueleto, sus arquetipos y su caracterización intacta. Suzuki todavía cree en el poder de la imagen, porque el que se regodea en lo estético siempre busca lo bello. Y otra cosa, él hace cine de género, a pesar de todo, sin complejos.
Pierrot el loco (izquierda) y Detective Bureau 2-3: Go to Hell Bastards (derecha)
Con el ritmo de producción que le imponían tan desmesurado, llegó a velocidad de crucero al punto de Sed de mal en unos pocos años pero en ningún momento, a diferencia de Orson Welles, realizaba un cine crepuscular (o yo, desde luego, no lo aprecio). La fuerte censura tanto por la Ocupación como por la propia industria japonesa (1945-1952), impedían que fructificase una tradición en la que asentarse 6. Justamente, en la época de posguerra la población japonesa accede al cine negro norteamericano y por eso despega en los años 60. Así que, el noir en Japón es neo, sí, pero por nuevo.
Una de las películas más tempranas que enseguida lo evidencia es El último tiroteo (Ankokugai no taiketsu, Kihachi Okamoto, 1960), que no tiene nada que envidiar a las que haría después Suzuki y que incluso podría haberle enseñado el camino a seguir, ya que en este film de la Toho se visibilizan con notable explicitud las marcas de representación, tanto en lo que es puramente atrezzo escenográfico, como en lo que se refiere a una estilística que siempre remite a una reconstrucción estética y arty de lo que sería el cine negro clásico filtrado por la receta nipona. Por lo que, de la misma manera que se realiza un tributo también se nos dice que es un artefacto puramente teatralizado. El número musical con tres asesinos profesionales que de improviso también son cantantes o la decoración del bar regentado por el yakuza retirado, que será ayudado por Toshirô Mifune, apunta al puro western, recordando esa antigua premisa de que el cine negro no deja de ser una puesta en escena de las claves del género en la ciudad, algo que será subrayado continuamente a lo largo de todo el film. La iconografía utilizada no deja de recordarnos el ámbito de apropiación cultural en el que estamos jugando. Una vez más: disfraces, disfraces.
Cine negro y western en El último tiroteo
III. Ampliar el perímetro
El western también será evocado por Suzuki en Tokio Drifter como pura mueca, absolutamente fetichizado. Como si fuese un género muerto que se expone en un museo, un acto de momificación que se luce con el más brillante de los ropajes. Porque Suzuki se vuelca cada vez más hacia una expresividad psicológica del color llegando al cénit de sus posibilidades en la película mencionada, disposición plástica muy pareja a la de Antonioni en El desierto rojo (Il deserto rosso, 1964). Fragmentos puramente abstractos que después serán reproducidos de forma muy similar por Quentin Tarantino en Kill Bill (2003). Al exceso de lo ya filmado (la propia normativa del género impositiva basada en la repetición) se responde con otro exceso. El del virtuosismo, el de la imagen sofisticada. Me cuesta comprender cuando se rechaza este gesto precisamente en un género que ya nació puramente esteticista. Me inclino a pensar que el que denuncia este impulso tiene en realidad un problema. Porque no se incumple ninguna norma, al contrario, se respeta al máximo. Ya fuese por motivos presupuestarios, el énfasis de las sombras para disimular la escasez de medios (así nacía una grafía en compañías como la RKO) se responde por parte de Suzuki con una saturación de color. Llegamos a otro quid de la cuestión: la pobreza narrativa. La sanción a todo aquello que no se subordine al storyteller. Basta ya, basta ya. Léete un libro y déjanos en paz a los que todavía seguimos creyendo en la imagen. Porque Suzuki en su excitación de las formas comete un delito grave. No es tanto la carencia narrativa sino que su esfera de discursividad acaba haciéndose completamente opaca. Eso sucede justamente en Youth of the Beast. La película toma una línea muy similar a la de Yojimbo (1961) de Akira Kurosawa. Un policía encubierto se infiltra entre dos bandas rivales para descubrir el crimen de su amigo. Aquí, al menos, el personaje tiene una motivación que estaba completamente ausente en Detective Bureau 2-3: Go to Hell Bastards. Pero si esta última aseguraba un régimen perceptual para el espectador ya no será así con Youth of the Beast. Cuando la Nikkatsu le despidió lo justificaba con la excusa de que sus películas eran incomprensibles. Pero eso no es del todo cierto. Sabemos perfectamente lo que pasa. Lo que sucede es que la cadencia está completamente volatilizada, rechazada. La secuenciación y la lógica narrativa es tirada por la borda. La construcción de las escenas y los nexos entre ellas son anárquicos, es más una organización narrativa basada en la yuxtaposición. Porque el efecto siempre está en la imagen, la cual se enriquece y demuestra su complejidad. Youth of the beast, la duplica. Dos escenarios completamente separados conviven superpuestos en el mismo espacio escénico pero a dos niveles, tanto en lo que respecta al aspecto diegético, está justificado dentro de la trama, como a un nivel conceptual que deja expresado aquello que ya hizo de forma sonora en Detective Bureau 2-3: Go to Hell Bastards. Aquí el juego visual establece un diálogo todavía más explícito entre legado y aportación individual: el pastiche, ese tan demonizado y que desde los 60, allí eclosionó, es absolutamente hegemónico por mucha resistencia que opongamos a él.
Tokio Drifter: la imagen sofisticada
Así, cuando trata de entrar en contacto con una de las bandas, el personaje de Jo Sishido va a uno de los cabarets típicos regentado por la yakuza y allí se comporta como un pendenciero para llamar su atención. Mientras en una dimensión, la del local propiamente dicho acontece una acción, nos encontramos con los clientes tomando copas, detrás del cristal se encuentran los criminales en otra sala donde observan todo lo que pasa, como esos dos niveles del orden social, uno corresponde a la vida ordinaria, el otro, oculto, donde reptan y viven agazapados los gánsteres. Una estratificación visual que después tendrá su correspondencia en la otra facción, cuando se proyecta en una pantalla una película en blanco y negro, conviviendo en el mismo plano el presente y el pasado, en una dialéctica esta vez entrelazada porque un disparo del film asusta a uno de los secuaces y evita que le maten, porque el presente del género siempre se construye a partir de lo que ya ha existido.
Suzuki, como los infiltrados de sus películas que siembran el caos, se dispone a dar constancia de la elasticidad de algo que se presupone cerrado y que no permite injerencias. Su querencia por la desmitificación de unos criminales que no tienen nada de heroicos le lleva a otros confines cercanos como son los del cómic y el teatro kabuki, cuando sus villanos patéticos pero también sádicos (la violencia contra la mujer siempre es de un cariz hiperbólico y desmesurado) se acaban pareciendo más a villanos de James Bond (Tokio Drifter). Un umbral que siempre se lleva al límite porque lo extravagante siempre se aplica al entorno criminal, colores henchidos e irreales como una manera de expresar que en el frenesí del progreso y la modernidad también vive algo desquiciado, violento y perverso. No puede existir la armonía, solo la disimetría (imagen vs. texto) como respuesta a lo disfuncional porque el noir siempre saca a la luz todo aquello oculto entre las sombras. Así se entiende que lo sentimental, lo melancólico y el romanticismo están completamente anulados en su cine. Si lo pensáis resulta mucho más negro y pesimista, por mucho escaparate y mucho alarde pop. A partir de su apuesta por la farsa sus películas acaban resultando más claustrofóbicas, asfixiantes y agónicas, periplo que empieza en Youth of the beast y culmina en Branded to Kill. Y aún así, disfraces, disfraces…como expresión de libertad.
Youth of the beast: la imagen compleja
- Navarro, Antonio José (2008): «Caballero Yakuza: nynkyo-eiga, 1963-1973″ en Cueto, Roberto (ed.): Japón en negro. Edita: Festival Internacional de cine de San Sebastián ↩
- Íbidem. ↩
- Íbidem. ↩
- Malkow, Marc (2015): Rep: Diary: Seijun Suzuki en www.filmcoment.com ↩
- Teruo Ishii no solo dirige tres películas que suponen ser una variación del mismo eje troncal, la saga Chitai, formada por Black Line (Kurosen chitai, 1960), Yellow Line (Ôsen chitai, 1960) y Sexy Line (Sekushî chitai, 1960), sino que además insiste en remakearse a sí mismo unos años después con An outlaw (Narazu-mono, 1964), films obsesivamente centrados en la prostitución y las drogas, los dos grandes tropos del cine neo-noir nipón de los 60, como radiografías socioeconómicas de las lacras de un país ↩
- Caso excepcional es el de Akira Kurosawa que metió dos goles con El ángel borracho (Yoidore tenshi, 1948) y El perro rabioso (Nora inu, 1949) ↩