Séptimo
El secreto de mamá Por Fernando Solla
“La víctima y el agresor no son iguales”
Una mañana cualquiera en Buenos Aires. Vista aérea de la ciudad, núcleo urbano. Oímos las noticias retransmitidas desde una de tantas emisoras posibles. Barriadas, manzanas, bloques de pisos. Uniformidad, rutina, casi aburrimiento. En el ambiente predomina un color: el gris. Tráfico. Hastío, apatía, hartura, tedio, incluso sopor. Escasos minutos necesita Patxi Amezcua para localizar y situar este día crucial en la vida de Sebastián (Ricardo Darín) y Delia (Belén Rueda) del cual seremos no tanto testigos como visitantes, invitados de piedra antes que partícipes. Desde buen principio nos queda claro que lo inquietante de esta historia no va a suceder en el exterior, sino en el interior del inmueble. Nada que objetar, sino fuera por la llanura del resultado final: un esbozo de lo que podría haber sido un thriller, aunque prototípico, efectivo, cuyo calado es más indolente y abúlico que contundente y taxativo. Un buen ejercicio que demuestra que técnicamente Amezcua es un realizador capaz de desarrollar un producto audiovisual al uso, aunque el efecto y volumen de su contenido sea más equiparable a un extintor que no al fuego, si una película fuera comparable a un incendio.
Disipada queda también cualquier similitud (instintiva aunque admisible), más allá de la reminiscencia entre títulos y la coincidencia tipográfica, entre este Séptimo y Seven (David Fincher, 1995). La premisa es la siguiente: Sebastián, abogado de éxito, se dirige al domicilio de Delia, esposa todavía pero ya en trámites de separación, para recoger a sus hijos y llevarlos al colegio. Recibida más o menos fría de la mujer y entusiasmo de los hijos al encontrarse (como todas las mañanas) con el padre ausente. Una vez solos, progenitor y retoños, practican un inocente juego, el de casi todas las mañanas, a espaldas de la amantísima madre: ¿quién llegará primero a la calle, los niños corriendo escaleras abajo o el padre tomando el ascensor desde un séptimo piso? Cuando Sebastián llega a la planta baja, los niños han desaparecido. Ni rastro. Desesperación del padre y la madre y furibunda búsqueda. Hasta aquí, nada nuevo. La perpetuación genérica del lugar común no supondría problema alguno si no fuera por esa frustrante sensación, no tanto de querer y no poder, sino de saber y reprimir la voluntad de dar no lo que el espectador conoce y sí lo que espera y ansía ver cuando se acerca a este tipo de propuestas.
En el caso de Séptimo, la contención no resulta un factor demasiado favorable.
El verdadero protagonista resulta ser el trabajo de Lucio Bonelli en la fotografía, ya que gracias a ese deconstrucción del tramo de escaleras, con sus rellanos, sus recovecos, huecos y barandillas, consigue que por momentos participemos de la angustia del protagonista, no sabiendo nunca si estamos persiguiendo o estamos siendo observados por nuestro enemigo o presunto secuestrador. En cuanto a creación de personajes e interpretación de los actores ya volvemos al gris del principio, tanto en el terreno de la dirección como del guión. Los protagonistas (y mucho menos los secundarios) no evolucionan. Tampoco las interpretaciones. Ricardo Darín acusa un desencanto que de ningún modo el espectador puede asimilar como característica prototípica de su personaje. No hay tensión dramática. A su vez, Belén Rueda repite una vez más el papel que tan buenos resultados le ha dado de madre sufridora durante casi (aquí evitaremos caer en el spoiler) toda la cinta. Poco ayuda la invisibilidad de los antagonistas, que no aparecerán físicamente en todo el largometraje. No hay réplica. No hay confrontación. Ambos actores siguen aguantando ejemplarmente los primeros planos, mostrando un abanico de recursos dramáticos que funcionarían mucho mejor si no aparecieran de manera tan intermitentemente asincrónica con el argumento y la planicie de sus roles.
Causa y efecto. Todo acto tiene su consecuencia y poco o nada tiene que ver el azar. Cuando un realizador nos plantea una hipótesis o supuesto, nos está poniendo en antecedentes de una premisa que se desarrollará y se validará para asimilarse como verdadera o falsa en el intelecto del espectador. Como una falsa pista o como aquella que seguiremos con el alma en vilo para ver si se corresponde con el final que sospechamos, si el villano será el vecino del tercero o el del quinto… Cuanto más contrastado y verosímil parece el camino que nos lleva a una conclusión, más apasionante es el descubrir que nos han vuelto a engañar y que no somos nosotros los que llevamos las riendas, que el realizador está jugando con nosotros. Esto ha quedado especial y recientemente reafirmado en Prisioneros (Prisoners, Denis Villeneuve, 2013) y catapultado a niveles extrasensoriales con Sólo Dios perdona (Only God Forgives, Nicolas Winding Refn, 2013), infravalorado y apasionante largometraje, que a pesar de contener elementos de thriller, quizá se acerca más a un neo-noir en constante diálogo con el género y el espectador. En el caso de Séptimo, cuyo argumente es primo hermano del filme de Villeneuve, no hay diálogo, más bien un monólogo de Amezcua consigo mismo, como ejecutante de unos cánones bastante superados a día de hoy, incluso por el formato televisivo, olvidándose de aportar o incorporar elementos novedosos.
Lamentando, una vez más, la táctica del realizador de presentar una premisa y su conclusión, sin tener en cuenta que de lo que verdaderamente queremos participar es de la investigación y de la construcción del camino que nos llevará a la resolución, apostamos por Patxi Amezcua como posible desarrollador del thriller español, ya que si en su momento nos dejamos sorprender por 25 kilates (2009) y nos tomamos Séptimo más como asentamiento que como desarrollo de unas aptitudes especiales para filmar situaciones tensas y los espacios interiores, el siguiente paso será ahondar en la introspección y psicología de sus personajes, algo que mezclado con el thriller debería acercarse más al cine de Roman Polanski, por ejemplo, que al Ron Howard de Rescate (Random, 1996), por poner otro ejemplo.