Shame, de Steve McQueen

La pantalla, la piel, la infección Por Aarón Rodríguez

1.

Cuando recibí la invitación para reflexionar sobre aquellos cinco films que consideraría especialmente destacables durante los últimos cinco años, reconozco que sentí una leve punzada de pánico. Como tantos otros cinéfilos amigos, voy tomando nota de mis visionados en molesquines desgastadas, esbozando de manera caótica lo que en el fondo no deja de ser una suerte de diarios bastardos, amores nunca consumados, actos ideológicos marchitos, críticas que uno nunca llego a escribir. Zambullirse de nuevo en toda la colección de notas, de planos amputados, para intentar extraer de ellos alguna suerte de discurso sobre el cine, es decir, sobre lo vivido, me parecía un acto extraordinariamente lejano y doloroso como para acometerlo sin salir bien parado. Imposible quedar bendecido, por así decirlo, con el dulce beso del tiempo y el óxido sobre los labios de la memoria. Para empeorar todavía más las cosas, sabía que alguien más dotado que yo ya iba a encargarse de La gran belleza (La grande bellezza, Paolo Sorrentino, 2013) probablemente la película con la que más y mejor he dialogado, y aquella que podría haberme servido con mayor facilidad para justificar un texto amable de cara a la galería.

Así que, ante la imposibilidad de anudar unas palabras en el dorso de la luz, he decidido realizar la media verónica opuesta, y enfrentarme con el recuerdo del espectador que fui en aquella sesión nocturna de Shame.

Shame 2011

2.

Hay una diferencia abismal entre abordar una película desde las herramientas analíticas de la Academia, o desde la mascarada más o menos confesional de la crítica autobiográfica -que es, después de todo, la única que realmente me interesa. Para neutralizar la idea de Shame como monstruo, redacté en el momento de su estreno alrededor de 4000 palabras a las que les regale un frontispicio con la forma de unos versos de Federico García Lorca. Por supuesto, hay que desconfiar de ese texto -como, después de todo, de todos los textos- ya que no hacía una fenomenología concreta de la experiencia que me había golpeado durante varios meses y que, hoy puedo confesarlo, llegó a infectar mi vida de los pies a la cabeza.

Lo bueno de ser un crítico que no escribe crítica, es precisamente que uno puede volver a la cinta que prefiera sin importar demasiado que ahí fuera remoloneen legiones de impacientes lectores queriendo saber lo que uno opina sobre la película de moda o el festival en curso. De ahí que me sienta especialmente interesado en proponer la idea de la película como infección. El tiempo, después de todo, se experimenta mejor cuando un film se convierte en metástasis de lo cotidiano.

Quizá ustedes también sepan de lo que hablo, o por el contrario, pueden acusarme cómodamente de delirar. Ocurre una, quizá dos veces al año. La cinta, que nunca se escoge, sino que se descubre, comienza a filtrarse por las hendiduras de nuestra cotidianeidad desde el momento mismo del comienzo de su visionado. Su música, su color, la construcción de sus personajes o las preguntas principales sobre las que se soporta la trama comienzan a llenar todos los tiempos muertos, las horas de oficina, las cenas familiares en las que uno finge hablar de los recibos de la luz mientras en el fondo vuelve insidiosa y mecánicamente a recordar un plano concreto, un gesto, un movimiento de cámara. Si las formas fílmicas son siempre tan importantes no es únicamente porque se encuentren en el proceso mismo de significación, o incluso de conocimiento del film, sino porque es donde se anudan los gestos del recuerdo repetitivo que hacen la infección absolutamente intolerable. Les pondré un primer ejemplo: el primerísimo primer plano en el que Carey Mulligan desgrana su particular versión del New York, New York. La cercanía con ese rostro, la manera en la que se dispone la música, son puro dolor. La complicidad entre el espectador y el amor, entre el deseo y el fracaso… se trata de un temblor tan concreto y tan abrasador que ninguna otra película podría jamás llegar a esa formulación, a esa desgarradora tacticidad que emerge de la escala de plano, pero también de su estatismo, de la manera en la que la luz se derrama y cincela el rostro de la protagonista. De ahí que durante la primera proyección, casi como si se tratara de un embrujo, sintiera en la punta de los dedos el temblor de esa carne nunca acariciada, y que sin embargo, estuvo atravesando y envenenando todos mis sueños durante más de seis meses.

Digámoslo claro: si hoy me permito el lujo de volver a hablarles de Shame es muy precisamente porque no encontrado ninguna otra película en los últimos cinco años que hablara con tanta claridad de los cuerpos, de su carne, y del dolor.

La cámara -quizá debamos comenzar por ahí- no siempre hace justicia al estatuto mismo de la carne que recorta y que muestra. En muchas películas, especialmente en aquellas en las que parece que la puesta en escena no sabe muy bien qué hacer con el deseo, la carne aparece como borrada, como desvanecida detrás de un maquillaje que a menudo subraya una mala fotografía o una distancia incomprensible con respecto al gesto que se quiere atrapar. Y es que la carne es precisamente eso: gesto. Al principio de la película, por ejemplo, asistimos al primer encuentro del Fassbender con una prostituta de color. La brevedad del plano queda sobradamente desbordada por la precisión con la que el director atrapa unos ciertos gestos: una manera de mirar, una manera de ofrecerse, una manera de apreciar un cierto tipo de ropa interior.

Otro ejemplo: la famosa escena en la que el protagonista se pasea desnudo por su apartamento. Más allá de los inevitables comentarios a propósito de su virilidad, se trata en realidad de un majestuoso ejercicio de presentación de personaje: su gesto de cuerpo desnudo que reina y se hace reinar en ese pequeño espacio del deseo, y a la vez, la amenaza contra el mismo que emerge del contestador automático en el que juguetea, entre cómplice y desesperada, la voz de su propia hermana. Los mimbres de la tragedia –pero también la belleza de sus gestos- ya quedan ahí escritos.

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3.

Aunque resulte paradójico, a veces resulta necesario que las películas nos recuerden que somos, y que tenemos, un cuerpo. O, si prefieren que lo exprese todavía con mayor precisión: a veces resulta necesario que las películas nos ayuden a dialogar con nuestro propio cuerpo y sus designios. Ciertamente, Shame se mueve precisamente en esa dirección al no escamotear la fragilidad y la precisión con la que cada cuerpo se manifiesta. Ciertamente, sería un error pensarla desde el límite, esto es desde la simple mostración de una conducta psicopatológica desviada, algo así como el coco del erotismo masculino. Por el contrario, lo que hace tan aterrador su visionado es la manera en que la que el ofrecimiento de ese ejemplo extremo, en sus mejores momentos, no está en absoluto lejos de nuestra particular experiencia cotidiana en los terrenos de la sexualidad. Los celos, el ansia voraz hacia el Otro, el arrepentimiento, la sublimación y toda esa danza de palabrejas que, mejor o peor, hemos ido acuñando para intentar pensar en el filo de la pasión y en sus descontentos. Lo sexual emerge, claro, pero lo hace precisamente en tanto hay un relato que se sugiere y que fluye de manera abrasadora precisamente en el envés de cada plano.

El juego de miradas en el metro, por poner otro ejemplo, ofrece la cifra perfecta de cómo el erotismo funciona siempre mejor en el espacio de la posibilidad. La desconocida que se muestra ante mí. La desconocida ante la que me obligo a fingir un desinterés, o en el límite, un lenguaje cifrado que me permita hablar con ella sin llegar a rozar siquiera la sedosa pendiente metafórica de su cuerpo. Ese es el territorio del que se nutre ese fuego pulsional que llamamos existencia.

Como el protagonista, vivimos recorriendo infinidad de escenarios arañando los semblantes de los otros en busca de un gesto de amor, o quizás si hay menos suerte, de una felación. En la gran mascarada de las sociedades, el verdadero misterio que todavía no hemos tenido fuerza para plantearnos hasta el final, es precisamente -estoy pensando con una sonrisa triste en el último Kubrick- por qué follamos tan poco.

Shame Fassbender

4.

Ya han pasado unos cuantos años desde la última vez que experimente esa sensación de abismo carnal, esa claridad para llegar al centro mismo de la problemática del cuerpo con una película. Me permitirán que lo confiese casi como un acto de alivio: sería terrible que el cinematógrafo nos llevara una y otra vez a chocar contra ese punto de ignición en el que se encuentran exactamente la piel y la pantalla. Esa coordenada espaciotemporal del relato cinematográfico en el que la luz del proyector es, en realidad, el aliento de la mujer amada llegando al orgasmo frente a nuestro rostro.

 

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