Silencio
Pasado y futuro del cristianismo Por Samuel Lagunas
No es fácil opinar sobre la más reciente película del cineasta oriundo del Bronx Martin Scorsese. Uno puede descansar en la total reverencia admitiendo que se trata de una película personal e íntima donde las preocupaciones más hondas de Scorsese vuelven a brotar en la pantalla; o bien, uno puede mostrarse repelente ante un tema lejano, hosco y acaso ya sin mucha relevancia. Porque el hecho de que si Dios existe la humanidad le tiene sin cuidado es ya un lugar común desde Aristóteles: Dios sólo es el motor que echa a andar la historia, lo demás es Física. Para el creyente, en cambio, la pregunta que se formulara Habacuc en el siglo VI antes de Cristo (“¿Hasta cuándo, oh Señor, clamaré, y no oirás; y daré voces a ti a causa de la violencia, y no salvarás?”) es siempre incómoda y acuciante: crítica en todos los sentidos.
En Silencio, Scorsese vuelve a refugiarse en una obra literaria (ya lo había hecho cuando adaptó La última tentación de Cristo de Nikos Kazantzakis), para repensar esta vez no sólo su propia fe sino la experiencia de la fe en situaciones límite. Estamos en Japón en el siglo XVII. Las empresas cristianas de evangelización en tierras orientales lideradas por los jesuitas se encuentran en un estancamiento al ser violentamente reprimidas y perseguidas por los líderes del país. Los sacerdotes son conminados a la apostasía. En este escenario, dos “espías” (eco azaroso de los dos que fueron a examinar la viabilidad de tomar la tierra prometida) son enviados a las islas en busca del padre Ferreira (Liam Neeson, ocasional y contundente), de quien se rumora ha renunciado a la Iglesia. Con ayuda de un ebrio y titubeante Kichijiro (Yōsuke Kobozuka), el padre Rodrigues (Andrew Garfield de nuevo Cristo reencarnado) y el padre Garupe (Adam Driver) se internan en pequeñas aldeas donde descubren grupos de creyentes ávidos de iconografía y confesión. La clandestinidad, eficazmente retratada por Rodrigo Prieto, se ha vuelto su modus vivendi, lo que de alguna forma, en la cabeza de Rodrigues, desata los primeros vínculos de su misión con aquella martirial tarea de los apóstoles en tiempos de Claudio y de Nerón.
Pero la orgullosa humildad de Rodrigues, así como la serie de eventos desafortunados que se desatan en contra de las y los creyentes nipones, elevan la comparación hasta el punto de ver en su rostro el mismísimo rostro del Jesús coronado de espinas —en versión del Greco—. Siguiendo la provocada analogía, el rol de Kichijiro, recurrente fusión del timorato Judas Iscariote y del visceral Pedro, se revela como el más complejo de toda la trama; al final, ya lo dicen algunos biblistas, el evangelio puede ser también la historia de un hombre al que todos sus amigos dejan solo. Este descenso a los infiernos es un desfile de torturas, soledades y penurias que Rodrigues se ve obligado a atestiguar al mismo tiempo que su fe se desgaja. Sólo negarse a sí mismo puede salvar, ya no a él, sino a los demás.
Pero no sólo la insegura actuación de Garfield dificulta generar empatía con Rodrigues, también lo hace su ingenua arrogancia y su aspiración mesiánica (una constante de Garfield desde su protagónico en El sorprendente hombre araña [The Amazing Spider-Man, Marc Webb, 2012]). Afortunadamente aquello acaba por los suelos cuando Ferreira lo confronta con la falsedad de su antigua fe. Sí: la apostasía puede ser una forma de amor, de imitación y de discernimiento (si se quiere emplear el término propuesto por el teólogo peruano Gustavo Gutiérrez para referirse al seguimiento de Jesús).
Si miramos la novela, los personajes en la cinta no consiguen la profundidad y emotividad de la que Endo los dotó, aunque sí hay que reconocer que el boceto de Scorsese es suficiente para otear las profundidades anímicas de un hombre azotado por su cruel entorno. También es destacable que, aunque no abunde demasiado en los monólogos de los personajes, el tema del silencio es tratado con eficacia narrativa al llenar no sólo la atmósfera sino al ser el detonante de los puntos de giro. Pero el mayor valor de la cinta estriba en el dilema que encierra, mismo que ha acompañado con obstinación toda la historia del cristianismo: no el del silencio de Dios, sino el del silencio de sus seguidores. Por eso la sentencia de Ferreira, “si quieres orar, hazlo con los ojos abiertos”, es lúcida y urgente. Sólo así el cristianismo, tanto hoy como mañana, puede tener algún sentido.
Hay, empero, una forma de creer que se obstina en el mutismo y que se imagina en una competencia donde quien aguante más tiempo sin decir una palabra saldrá victorioso. Esta fe ha sido blanco de la crítica en numerosas ocasiones siendo vista, con toda razón, como cómplice de la violencia y del abuso. Hay otras formas de creer que estigmatizan maniqueamente y encomian grotescamente el martirio (Hasta el último hombre [Hacksaw Ridge, Mel Gibson, 2016] es la muestra más reciente). Muchas menos, las herederas de las tormentas existenciales de Bergman y de la simpleza agónica de Dreyer, son más francas y se reconocen limitadas y con dudas. Silencio de Scorsese camina en este grupo, aunque con cierta petulancia al asumir su entereza y pregonar su heroísmo. Excepcionales son las que saben que la duda es también una metáfora y que, detrás de ella, sólo queda la incomprensible hostilidad y el triunfo de la violencia (Calvary [John Michael McDonagh, 2014] es sin duda una cumbre en este sentido). Celebro que el cine haga un poco de justicia a la diversidad de la fe en tiempos como los nuestros donde la descalificación es una recurrencia y la homogeneización, otra forma de ceguera.