Sin miedo a la vida
El buen samaritano Por Manu Argüelles
Al final el problema no era la pena. La pena era la primera causa, pero pronto dejó paso a otra cosa más tangible, de efectos más calculables, más violento en el daño que producía. Toda una cadena de fuerzas se había puesto en marcha y en un momento determinado empecé a bambolearme, a volar alrededor de mí mismo en circulos cada vez más grandes, hasta que finalmente me salí de órbita
Gracias al éxito de El club de los poetas muertos (Dead Poets Society, 1989), Peter Weir pudo gozar de más margen de maniobra y pudo salir a la luz un proyecto personal como Matrimonio de conveniencia (Green Card, 1990), o atreverse después con una película más arriesgada como Sin miedo a la vida, la cual, en cierta manera, le devolvía a su período inicial australiano donde gozaba de mayor libertad. Pero como puede pasar con Martin Scorsese, la grandeza de Peter Weir es que en su filmografía cuesta apreciar qué película es un encargo y cuál sale de su propia iniciativa. Porque aquella que parece una obra menor, Matrimonio de conveniencia, era sin embargo la que llevaba años intentado llevar adelante, frente a El club de los poetas muertos que parece surgida de su personal cosmovisión y que fue más bien un proyecto que supo adaptar dentro de su mundo creativo.
Centrándonos en Sin miedo a la vida, cuando la he vuelto a revisar se me han filtrado las imágenes de la desgarradora For Those in Peril (Paul Wright, 2013). En esta película británica, ambientada en una hermética y cerrada población pesquera, el joven protagonista resulta ser el único superviviente de una tragedia marítima en la que el resto de pescadores, incluido su hermano, perdieron la vida. Para el chico, el infierno vendrá después. Salir con vida del accidente no supone ninguna salvación, al contrario, su entorno lo estigmatiza y lo rechaza. Recibe tal presión que eso le desemboca a un profundo quiebre psicológico, llegando al punto de haber preferido ahogarse él en vez de su hermano.
Al igual que For Those in Peril, Sin miedo a la vida también explora el trastorno por estrés post-traumático que se le genera a aquel que ha sobrevivido a una experiencia límite en la que otros en la misma situación fallecen. A partir de aquí, Peter Weir y su guionista interrogan a la figura del héroe en nuestro entorno urbano más inmediato. En definitiva, el ídolo siempre tiene los pies de barro.
No obstante, su tratamiento dista mucho del tono capriano en torno a la falsa apariencia del superhombre y se mantiene al margen de ver cuánto hay de fraude en la fabricación de mitos terrenales en las sociedades capitalistas, como hiciera un año antes Héroe por accidente (Hero, Stephen Frears, 1992), una revisitación del canónico molde impuesto por Frank Capra en la era del New Deal. En su enfoque, antes que el discurso de denuncia social, que existe a través del abogado que interpreta Tom Hulce, prevalece el estudio de los individuos. A Weir le interesa especialmente el proceso de transformación de su protagonista, Max Klein, encarnado por un magnífico Jeff Bridges, y cómo éste influye en su entorno a partir de la vivencia recién adquirida. El retrato psicológico e intimista antes que el análisis sociológico.
Max Klein, como el adolescente de For Those in Peril, también vivirá un proceso de alienación, en su caso voluntario, que le hace distanciarse de su familia y que le lleva a rechazar toda compensación económica. Lo material deja de tener valor alguno, por lo que tampoco quiere ser cómplice de los tejemanejes en los que le quiere enredar el abogado. Lo importante es lo que experimenta, esa sensación que le hace creerse invulnerable, ese sentimiento de omnipotencia donde la vida cobra una nueva dimensión hasta entonces desconocida para él. Es, no obstante, una euforia engañosa, porque a través de ella camufla o aplaza el reconocimiento de su disfunción y su desequilibrio. Lo hace extraño, el sujeto se vuelve un ser irreconocible para los demás, lo que le lleva a desprenderse de sí mismo y abocarse a su recién adquirida función salvadora, inducida por el psicólogo de la empresa aeronáutica (John Turturro), un despistado terapeuta que se muestra ineficaz en su labor de tratar los conflictos psicológicos y emocionales que llevan consigo los pasajeros vivos tras la tragedia. Este personaje no deja de ser una transfiguración cínica en tiempos laicos del antiguo rol del sacerdote, igual de incompetente cuando trata de ayudar al prójimo. A partir de aquí, el héore toma conciencia de su adjudicada responsabilidad pero más como una fuga de sí mismo, para no querer enfrentarse a su propio dolor. Mientras se ocupa de los demás, especialmente de otra superviviente (Rosie Pérez) que no supera la pérdida de su hijo (un sentimiento de culpa similar al que vive el adolescente For Those in Peril) elude sus propios problemas de concordancia de él con el mundo.
En consecuencia, si la circunscribimos a su contexto cinematográfico más inmediato, tampoco supone una desmitificación de los gestos gloriosos de ¡Viven! (Alive!, Frank Marshall, 1993), estrenada el mismo año y también contextualizada a partir una tragedia aérea, sino más bien el complemento maduro a la épica de la aventura, el qué pasa después cuando aquellos que salen airosos de un trance extraordinario tienen que retomar su vida. A Weir le volverá a pasar años después lo mismo, cuando involuntariamente tiene que enfrentar su minuciosa y excelente película de aventuras marítimas, Master and Commander: Al otro lado del mundo (Master and Commander: The Far Side of the World, 2003) con Piratas del Caribe: La maldición de la Perla Negra (Pirates of the Caribbean: The Curse of the Black Pearl, Gore Verbinski, 2003).
En Sin miedo a la vida no hay espacio para el héroe físico que supera las adversidades de ¡Viven!. En cambio, mucho más estimulante, el victorioso en Weir es aquel en una encrucijada existencial. Antes que la acción en la materia y la certeza de la inmanencia, Peter Weir vuelve a bucear en lo trascendente, aunque lo enclava en las contradicciones de lo humano en la muerte de Dios, cuando dota al ser de una áurea metafísica, una conciencia superior que le hace sentirse impermeable e invencible 1. Su megalomanía irracional le impone el deicidio, pero ésta toma tierra cuando se encuentra con el personaje de Rosie Pérez, que desde sus convicciones y sus creencias católicas vive atenazada con el dolor humano de la pérdida y atormentada con el interiorizado complejo de culpa que infunde la religión católica al sujeto, mártir y penitente de sus pecados. Ese choque con los sentimientos reelabora su propia condición mística y trascendente y al tomar contacto con el sufrimiento acaba inspeccionando su propia fractura. Es entonces cuando se siente igual de ajeno, pero pasa a tomar conciencia de su vacío interior y se hace patente la problemática de no sentirse vivo. Lo físico ha sobrevivido pero lo anímico se quedó varado en su precipitado contacto con la inminente muerte. Es bajo estos parámetros que Weir y su guionista hacen uso de la fresa con un fuerte carácter metonímico: fruto prohibido, al principio, el contacto con Dios y su superación y, al final, la mortalidad y lo humano 2. En esa trayectoria, Sin miedo a la vida deconstruye la (artificial) fortaleza del héroe de la gesta sobrenatural para acabar apuntalándolo en la flaqueza y debilidad humana, en lo terrenal. Ahora sí, el retorno desde el umbral del más allá se ha completado.
«Así se comprende que siendo él alérgico a las fresas no le afecten después del accidente y, en cambio, casi le matan al final». En realidad, al final él decide que así sea: le pide a su esposa que lo «salve». Si vemos al personaje de Max («lo máximo») como alguien con un estrés postraumático, estamos cayendo en la misma trampa del personaje interpretado por Turturro. En cambio, si entendemos que la experiencia traumática le ha devuelto a Max su condición adánica (y de allí, «la fruta prohibida»), nos va a resultar más sencillo comprender todo el periplo de ese protagonista (y la conexión con los dibujos, el más llá, etc.), para desembocar en ese final donde Max entiende que el único modo de recobrar su humanidad es repetir «la caída» (y, por eso, el plano cenital). Presten atención a las tomas de Max en su living, cómo lo encuadra Weir, con la ventana-claraboya detrás que sugiere el nimbo de los santos en las imágenes religiosas (y vincularlo con el diálogo con el psicólogo: «Es católica, del viejo mundo», etc.). Tomo algunos de estos detalles de un libro de Marcelo Gobbo, «Contra la fatiga del arte».