Sin tiempo para morir

007 no es solo un número Por Raúl Álvarez

No sabemos qué fue del Bond de Connery, ni del de Lazenby, ni del de Moore, ni del de Dalton, ni del de Brosnan. Con ellos, la saga del agente 007 se mantuvo fiel a una idea presente ya en las novelitas seminales de Ian Fleming, la de rodear al personaje de un halo misterioso en lo concerniente a sus orígenes y su final. Buena parte del encanto de Bond durante décadas fue precisamente ese, la nubosidad de una figura que con el tiempo se reencarnaba de un modo natural en distintos cuerpos. Si 007 es solo un número, como repiten de manera insistente en Sin tiempo para morir (No Time to Die, Cary Joji Fukunaga, 2021), era lógico y razonable que cada generación de espectadores tuviera su propio Bond. El ciclo protagonizado por Daniel Craig, que tantas y tan buenas cosas ha aportado a la franquicia, tiene sin embargo en el debe el dudoso mérito de haber traicionado ese concepto. Desde la potente Casino Royale (Martin Campbell, 2006) hasta esta floja última entrega, las mentes creativas de la saga se han dedicado a desmontar el mito de la peor forma posible, arrojando luz sobre las sombras.

El Bond de Craig nos ha enseñado cómo se consigue la licencia para matar –en el prólogo de Casino Royale–, por qué desconfía de las mujeres –otra vez Casino Royale–, el origen de Spectra –en Quantum of Solace (Marc Forster, 2006) y Spectre (Sam Mendes, 2015), quién fue Bond de niño y cómo lo reclutaron para el MI6 –Skyfall (2012)– y, por último, en Sin tiempo para morir, cuál es el probable fin que aguarda a todos los agentes doble cero. Norma en otras sagas más pendientes del fandom, la de Bond había sorteado con acierto esta tentación sobrexplicativa que tiende a responder preguntas que, quizá, deban seguir sin respuesta. No es una cuestión menor. Al margen de la decepción que puedan causar ciertas aclaraciones, esta deconstrucción ha motivado que los guiones de la etapa Craig hayan ido paulatinamente fijándose más en el personaje que en la acción. Y eso, en esta franquicia, es un error. No porque Bond no tenga importancia como icono y, por tanto, como modelo intergeneracional, ojo, para hombres y para mujeres, sino porque Bond se definía ante todo por sus actos. Como cantaba Shirley Bassey, Bond era Mr. Kiss Kiss Bang Bang.

Sin tiempo para morir

Despojado de su esencia, e insisto, esta operación comienza en Casino Royale, a 007 lo han empujado por un barranco que alcanza una altura considerable en Sin tiempo para morir. No se trata de que el personaje se hubiera mantenido igual que hace sesenta años; al contrario, la saga ha sabido siempre adaptarse a los tiempos. Es increíble, por ejemplo, que en pleno debate sobre la sucesión de Craig pocas voces se acuerden de que Judi Dench ya dio el puñetazo que había que dar, en GoldenEye (Martin Campbell, 1995), sobre el papel de las mujeres en la saga. La cuestión es otra, y tiene que ver con lo puramente cinematográfico. Sin tiempo para morir es un filme previsible, mucho, que anuncia desde el principio lo que va a suceder porque, entre otros motivos, juega sin disimulo a revisar 007 al servicio secreto de su Majestad (On her Majesty’s Secret Service, Peter R. Hunt, 1969), el mismo espejo en el que se miraba Spectre. Hasta la música de Hans Zimmer es un constante recordatorio de que la historia se repite, solo que esta vez el sacrificio es el inverso.

Es probable que esta ausencia de sorpresas esté relacionada con los diversos avatares que azotaron la producción. El proyecto inicial de Danny Boyle se cayó, volvieron Purvis y Wade al guion, Fukunaga añadió sus apuntes y Phoebe Waller-Bridge, los suyos. Luego llegaron la pandemia, los retrasos del estreno, rumores de descontento por parte de Barbara Broccoli y un largo etcétera de problemas que han desembocado en una película sin alma, sin tono, incapaz de conmover en las escenas íntimas y de sacudir en las de acción. El macguffin de las armas biológicas, el villano que compone Rami Malek, las idas y venidas del personaje de Léa Seydoux… Son caminos trillados que entierran al personaje en un caos narrativo dirigido sin pulso y montado sin sentido del ritmo. Significativa también la pobreza de ciertos efectos digitales, en particular en el clímax, impropia de una superproducción de este calibre.

Sin tiempo para morir

Hay aciertos, por supuesto, y destacables. El que posiblemente sea el prólogo más largo de la saga concreta las mejores virtudes del Bond de Craig. Planificado al detalle, conciso, seco, con buenas ideas visuales, conecta la historia con las entregas previas y dispara al máximo las expectativas, pues la hora de metraje que le sigue acierta a enhebrar todos los arcos argumentales que se han desarrollado estos últimos quince años. Magnífico el tramo en La Habana, con una Ana de Armas que se come por presencia y magnetismo al resto de nuevas agentes. Por un instante, parece que Fukunaga va a ser capaz de cuadrar el círculo; que la acción, en definitiva, va a ofrecer a cada personaje el final que se merece. No sucede. Mediada la película, comienzan los chistes sobre la edad de Bond y su relevo en el MI6, el argumento se vuelve confuso, las imágenes, inexpresivas, la acción, errática e insustancial. Hasta llegar a un final esperado, facilón, quizá histórico en muchos sentidos, pero un auténtico bluff para quien esté harto de la domesticación de los héroes de acción.

Sin tiempo para morir afirma con ahínco que 007 es solo un número y que el objetivo de vivir es dejar un legado (léase familia y amigos). Esta tesis convierte la película en un producto que encaja mal unos cambios en los que no cree, y, lo peor de todo, en la película que habría hecho Disney si fuera la titular de los derechos. Ha sido la única vez en mi vida que no me he quedado a esperar el rótulo de James Bond will return.

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