Sinais. Carla Andrade
El vacío está lleno Por Damián Bender
En el breve fragmento con el que se describe Sibila, una de las piezas programadas para la sección dedicada a Carla Andrade en la edición 2019 del S8, la autora describe al estilo de Álvaro Cunqueiro —escritor gallego que firma “El Caballero”, obra literaria en la que Andrade basa su cortometraje— como caracterizado por un horror vacui. Habiendo leído el relato como preparación para el visionado de Sibila, creo entender a qué hace referencia: al menos en este relato —es lo primero que leo de este autor—, Cunqueiro amontona una gran cantidad de historias dentro de un texto de pocas páginas, con la intención de generar una sensación de mitología característica de los relatos fantásticos europeos, de épicas gestas y tragedias griegas en tierras lejanas. Es un cúmulo de micro relatos dentro de uno más grande que parece abarcar la totalidad de la Europa antigua. Sin embargo, no estamos aquí por Cunqueiro. Lo interesante de esta descripción del horror vacui reside en que Carla Andrade no le escapa al concepto de vacío, al contrario: a través de la observación, su cine contempla el misterio del vacío y lo llena de significado.
Tanto en Geometría de ecos como en El paisaje está vacío y el vacío es el paisaje y Magma, hay cierta metodología en común que produce resultados únicos en cada caso. Lo que comparten es el uso predominante de planos estáticos, en los que se contempla un espacio abierto, a priori también estático. Son espacios inertes, paisajes carentes de movimiento y de vida, sea humana o animal que, sin embargo, cobran una inesperada vitalidad desde la atenta mirada de Andrade. Tomemos el plano secuencia de Geometría de ecos, en el que la lente captura un terreno plano con un bosquecillo a la distancia. El terreno está cubierto por una espesa niebla que se interpone entre nosotros y la arboleda, dibujando nuevas formas y contornos ante nuestros ojos. El plano estático e ininterrumpido permite capturar la evolución en el tiempo de los espacios vacíos, en el que un elemento de la naturaleza —la niebla— altera la percepción de las distancias, engullendo los volúmenes y las formas triangulares de los árboles hasta hacerlas desaparecer en su mar de grises.
El recorrido por el desierto de Atacama en El paisaje está vacío y el vacío es el paisaje mantiene estos mismos principios, pero multiplicando los planos. Cada secuencia es un paisaje diferente, y cada uno de ellos se mantiene en pantalla el tiempo suficiente para poder apreciar los detalles que componen su agreste pero maravilloso paisaje, y los sutiles movimientos de la sombra de las nubes, del viento, de los rayos que traen tormenta o la niebla que al disiparse expande la profundidad de campo de la imagen. En estos dos filmes descritos, nada es lo que parece, y la magia sucede con la autonomía y la calma propias de la naturaleza. El mérito reside, entonces, en quién es capaz de identificar esa magia y capturarla. En estas exploraciones del horizonte, Andrade mira a la distancia y a través de la profundidad de campo divisa las pequeñas pero constantes mutaciones de un territorio que se antoja vivo, cargado de una espiritualidad que sobre el final, desde la banda sonora se traslada a los pueblos andinos.
En Magma hacemos un salto de eje perpendicular: de observar el horizonte pasamos a mirar hacia la infinitud del cielo. Sobre este lienzo en negro, montones de pequeñas partículas rojizas ascienden en el firmamento, formando un cúmulo tan desordenado como bello. Esas partículas son pequeños fragmentos de fuego, esos restos que se desprenden de la llama y continúan la ascensión vertical hasta desvanecerse en la oscuridad. Andrade captura los movimientos de estos fragmentos ígneos y los transforma en una danza hipnótica en la que no vemos fuego, vemos cometas, vemos átomos, vemos seres vivos en perpetuo movimiento. Parte de esto se logra por el hecho de que no vemos la fuente del material ignífugo, y la otra reside en la distancia focal. Si en los dos cortos anteriores la profundidad de campo tenía especial relevancia, aquí la distancia focal —el tipo de lente utilizado— es un factor clave ya que las partículas de fuego están sutilmente fuera de foco, de modo que las partículas se alargan, toman una forma menos reminiscente de su origen, lo que facilita la abstracción y mejora el resultado estético. El acompañamiento musical de la obra invita a dejarnos llevar por ese enjambre de luz que dibuja líneas infinitas en el oscuro firmamento, por ese descubrimiento que llena de magia un suceso banal a los ojos del poco atento.
Este trío de obras es el más homogéneo del foco en sus exploraciones y su propuesta estética. Sibila y Listen to me, en cambio, tienen otros elementos y objetivos. En el caso de Sibila, el procedimiento narrativo es el opuesto al del material original —del que ya hicimos mención anteriormente—: de todas las historias contenidas en “El Caballero” de Cunqueiro, Andrade toma la de Sibila, una mujer en sus últimos días sumida en la melancolía debido al mal de amor producido por su hermano gemelo Silván, y abraza su naturaleza estática a partir de una estética casi surrealista. “Estática” por su carácter terminal: Sibila muere de amor, y el lago que contempla es su lecho de muerte. La cineasta consigue capturar esa melancolía en los cuerpos y los paisajes, hace de la quietud, del silencio una virtud y extrae significado de cada forma y cada gesto. En Sibila se percibe una simbiosis entre el cuerpo de la protagonista y el espacio en el que habita, una fusión marcada por esa melancolía que parece extenderse hasta en los reflejos del lago y que sobre el final de la obra cobra especial importancia.
Al contrario de lo que podría parecer en un primer visionado, Listen to me es más una extensión fílmica de su rol de observadora que una pieza inusual en su filmografía. La capacidad de observación es la característica más importante del cine de Carla Andrade, y esa característica es la que extrapola al género femenino en general. Tras una primera mitad marcada por el blanco y negro, por sobreimpresiones del mar sobre figuras femeninas enigmáticas que dando la espalda a la pantalla son inspeccionadas con intriga por el espectador. La segunda mitad rompe con el halo de misterio y el tratamiento elegante de las imágenes para pasar a un plano fijo en color. En él, otras figuras femeninas a la distancia se acercan, hasta ponerse de frente a la pantalla con un aire muy distendido. El espíritu voyeur de la primera parte se desvanece a favor de una mirada más cálida, más cercana. La mujer pasa de sujeto observado —pasivo— a observador —activo—, a interactuar con el objeto que la mira. Andrade parece decir que es hora de observar con nuevos ojos.
Ojos atentos, con la capacidad de encontrar belleza en lugares vacíos, insospechados.