Siria: una historia de amor
Amer, Raghda y una cámara en medio Por Samuel Lagunas
Mientras me rompo para siempre
de cansancio; mientras me duermo
mientras imagino tantas cosas
que jamás haremos. Hablar juntos
frente a aquella mesa; mirar juntos
una noche cualquiera, juntos.
Cuando Amer y Raghda se conocieron un muro mediaba entre ellos. Estaban en prisión. Él era un libertador palestino y ella una revolucionaria siria. Se columbraron por un agujero en la pared. Ella estaba hinchada, con moretones en el cuerpo y el rostro aún con sangre. Se enamoraron. Se casaron. Formaron una familia. Ahora, en 2009, Raghda está de nuevo en la cárcel y Amer la espera con sus hijos. Ocasionalmente la llama por celular. La extraña. Bashar al-Ásad lleva 9 años en la presidencia y la sociedad es un hervidero. Estamos a unos cuantos meses de la Primavera Árabe y del estallido de una guerra civil que hasta hoy continúa provocando estragos: vidas que se apagan, amistades interrumpidas, familias quebradas, casas derruidas, monumentos rotos, edificios venidos abajo.
Después de haber filmado Japan: a story of love and hate (2008), Sean McAllister llegó a Siria buscando una historia. Al final no sabemos si encontró la historia que buscaba o acabó por provocarla. No sólo su fugaz detención, por 5 días, ocasionó que Amer, Raghda y sus hijos tuvieran que salir hacia Líbano, sino que desde el principio hay una pregunta con la que McAllister incomoda a sus huéspedes: “¿Te gustaría salir a Europa?”. Incomodar, ésa es la palabra. Cuando Raghda vuelve a casa no hay un muro entre ella y Amer: hay un hombre británico cámara en mano preguntando esto y preguntando lo otro: documentando su historia. ¿Un cuento de amor? Más bien, la imposibilidad del amor en tiempos de guerra y de desplazamiento forzado. Los países cambian y también las personas. El seguimiento de McAllister durante 6 años a la familia de Amer y Raghda da cuenta de jóvenes volviéndose adultos, adolescentes volviéndose jóvenes, niños volviéndose adolescentes; da cuenta de desencantos políticos y fluctuaciones en la militancia, identidades que se rompen y se reconstruyen desde un nuevo continente, memorias que se forjan, se conservan y se niegan.
A McAllister no le interesa apostarse en la plaza pública para ofrecer una mirada del movimiento social como lo hizo Jehan Noujaim en The square (2013). Tampoco busca los días convulsos de protestas como recientemente mostró Evgeny Afineevsky en Winter on fire (2015). McAllister va al sitio más íntimo y más inconveniente, el hogar, para desnudar las consecuencias que una guerra intestina provoca al interior de la familia: depresiones, exilios, corajes, separaciones; opción que repercute visualmente en la abundancia de espacios cerrados, en puertas por las que vemos entrar personas mas no salir. Al final, Sean se revela al espectador como el único puente –casi terapéutico– entre Amer y Raghda. Mientras él decide quedarse en Francia con sus hijos y ella decide viajar a Turquía para unirse al movimiento de resistencia, Sean está en ambos sitios, cámara en mano, poniendo el último punto a su documental.
Siria: una historia de amor continúa eficazmente la tesis de Japan: a story of love and hate: la familia como receptáculo de lo social, la familia como un punto de vista que no puede quedar de lado cuando se abordan las transformaciones políticas (violentas, trágicas, repentinas) que suceden a nuestro alrededor. No obstante, esta perspectiva tiene un grave riesgo y es resolver la trama de forma maniquea: quienes permanecen en casa y quienes se van. El espectador tiene la labor de superar este escollo y darse cuenta, efectivamente, de que el sitio que ocupamos en la familia es, lo mismo que la labor del documentalista, siempre incómodo e inevitable.
Queda al final, como eco oneroso, la pregunta vana: ¿la relación entre Raghda y Amer hubiera concluido de la misma manera si Sean no hubiera estado allí? Respuesta imposible y hasta innecesaria. La cámara ya está entre nosotros. Sólo nos resta aprender a lidiar con ella.