Sitges 2019 (I)

El fantástico en el Maelström Por Álvaro Peña

I.

Hace muchos años, en mis primeros octubres en el festival de Sitges, recuerdo como algo divertido competir con otros asistentes (y a la sazón con uno mismo) en el número de películas vistas a lo largo del festival. Cuarenta, cincuenta, ¡sesenta! Medida tan quijotesca como apropiada para unos días que concitaban pasión y entrega por el fantástico a escala mundial —aunque al cabo el marco natural de tales rivalidades fuera el español, entre amigos venidos desde Málaga, Sevilla, Valencia, La Coruña, Barcelona, Madrid…—.

Dejé de contar las películas cuando algunas películas dejaron de contar para mí. Es entonces cuando uno se da cuenta de que lo que creía una experiencia segura, reeditable año tras año, ha pasado a ser un recuerdo. Y todo recuerdo nos obliga a tomar una decisión.

A cada instante y hasta el fin de nuestros días, la vida nos da a elegir dos actitudes para conectar el pasado con el presente: la nostalgia o la perspectiva. Hoy por hoy, predomina la primera a la hora de hablar sobre el estado del género y de un festival que se sigue postulando como su casa (nuestra casa). Porque en Sitges se comentan las películas, sí, pero mayoritariamente (solo hay que repasar en Twitter el hashtag #Sitges2019) en términos de excursión a un parque temático que uno procura que nada se la arruine. Una prolongación de la infancia a la que todos nos abandonamos en algún momento y que en sí no tiene nada de malo, como no lo tiene la búsqueda de la felicidad sin hacer daño a nadie; de hecho, es también la tendencia entre los turistas de festivales de clase A, que ahora lo son del selfie, del cóctel canallita y del hype de niño rico que presume de tener antes que nadie los juguetes más nuevos, si bien en pocos casos con la intensidad del enclave catalán. Pero Cine Divergente es una publicación crítica y de crítica, y como tal se debe a otro tipo de enfoque.

Como lo es el podcast A Quemarropa, en cuyo reciente programa en abierto dedicado a festivales 1, sus coordinadores Tonio L. Alarcón y Roberto Morato, entre otros aspectos y acompañados de la investigadora de cultura popular Elisa McCausland y del crítico Diego Salgado, cuestionaban la labor de prospección y de visibilización de obras relevantes de las últimas ediciones de Sitges, de cuya incipiente gentrificación ya advertía el propio Salgado en la revista digital Miradas de Cine 2 hace más de un lustro. Una vertiente, la de selección o comisariado de contenidos, de pertinencia asimismo subrayada por José Hernández en un texto para CINeol.net 3; el cual, a pesar de su tono comprensivo hacia las limitaciones de toda muestra cinematográfica, desencadenó una sorprendente catarata de justificaciones por parte del director del festival 4. Y también era crítico Roberto Alcover Oti, para el que suscribe el mejor cronista del evento de los últimos tiempos, cuando destacaba en la revista Dirigido Por, a propósito de la edición de 2018, la «vigorexia programadora» de un certamen que «ya no se conforma con dibujar una defensa del fantástico, sino que avanza en pos de la supervivencia, aunque sea a costa de sí mismo». Alcover analizaba en crudos pero precisos términos la relación entre el género y el festival, al constatar que «un año más, Sitges ha evidenciado la disolución que está sufriendo el género fantástico, un fenómeno que venimos comentando desde hace varias ediciones y que contrasta con otro discurso —acaso más institucional— que pretende destacar el excelente estado del género, un género que desde el found footage se siente huérfano de corrientes, salvo casos puntuales» 5.

Esta última cita es clave para entender el rechazo continuado a reflexiones menos halagüeñas sobre el presente del fantástico, ya sea desde una organización que, paradójicamente, se proclama seno de la transgresión y de la heterodoxia; desde ciertos círculos de fans, que ven en ellas una amenaza a su ensueño del festival como burbuja temática aislada de la realidad; o desde adláteres cuyo horizonte laboral depende de los intereses creados en torno al mismo, especie que abunda en los ecosistemas culturales fertilizados con dinero público. Los pensamientos discordantes con el statu quo eran tachados hasta ahora de haters (sic), negando la mayor acerca del estado de un género que, según dictaba la emoción o el cálculo, gozaba de inmejorable salud.

Y digo hasta ahora porque, días antes del comienzo de esta edición, su director Ángel Sala publicó un artículo en la web de Fotogramas que, contradiciendo el discurso oficial mantenido hasta la semana anterior, confirmaba a grandes rasgos el diagnóstico preocupante que algunos llevábamos años predicando en el desierto, al hablar de «normalización comercial y mediática del horror», de «domesticación a través de lo festivo» o de «una autoría que parece querer justificar la opción por el género con elementos y aproximaciones ajenos al mismo», en referencia al llamado terror elevado 6. El texto haría buen acompañamiento a otro firmado poco después en El Periódico por Desirée de Fez —crítica especializada en el fantástico y de trayectoria ligada al festival—, donde se aludía a la explicitud discursiva y a la falta de lecturas del cine reciente en general, pero con inequívoca alusión a lo que se estaba proyectando esos días en Sitges, incluido el contrajemplo de El faro (The Lighthouse, Robert Eggers) que escogía para ilustrar su tesis 7.

Ya estamos todos, podríamos felicitarnos mientras nos congregamos a la luz del negatoscopio. Al menos hasta hacernos la pregunta inaplazable: a estas alturas ¿hay algún tratamiento para el paciente?

Sitges 2019 (I) - I - Auditori

II.

Cabría pensar que, una vez identificado el problema por parte de voces autorizadas, hallaríamos en Sitges 2019 visos de reparación o, cuanto menos, de corrección del rumbo. Sin embargo, si el lector se ha asomado a los susodichos artículos, habrá comprobado que no se hace mención alguna a la responsabilidad del festival en la promoción de determinadas concepciones del fantástico. De hecho, desde hace años Sitges viene siendo una muestra más que un festival, con estructura y funcionamiento más asimilables a los de una pala excavadora, la cual va descargando todo el material posible en sus salas, que a un laboratorio de programación. Tampoco sería justo generalizar: en Brigadoon, Seven Chances, Sitges Clàssics o Anima’t, justo las secciones menos acuciadas por la sed de impacto y de novedad, se percibe una consistencia que podrían hacer de cada una pequeños festivales autónomos; a la sombra, empero, de esas montañas de la locura que son una Sección Oficial de 35 películas y otra de Noves Visions de 34, de un total de 171 títulos presentados según la organización, al margen de otras actividades en el programa. Una cifra que, siendo menor a la de anteriores ediciones —decisión consciente que, algo revelador, el propio Sala justificó por el bien de una programación «más racional y organizada» 8— sigue superando con holgura las 130 del Fantasia de Montreal (el mayor festival de cine fantástico de toda Norteamérica) o las 94 del Fantastic Fest de Austin (el más grande dentro de los EE.UU.) en sus últimas ediciones.

En realidad, la configuración macro de estos festivales, con sus relaciones de dependencia mutua con distribuidoras amigas y su orientación a la cultura del evento —un highlight de esta edición de Sitges fue ver a Nikolaj Coster-Waldau (Juego de tronos) firmando espadas a los fans—, mina su utilidad para detectar y potenciar nuevas corrientes en las profundidades del género, deviniendo cada cual una suerte de Comic Con dedicada a celebrar las más superficiales. Mientras tanto y al margen de toda esa fiesta, la última década ha contemplado el auge silencioso de un subgénero incómodo como el rape & revenge, del que solo alcanzó cierta notoriedad uno de sus últimos coletazos, Revenge (Coralie Fargeat, 2017), en parte por sus códigos cercanos a la comedia negra demandada en las madrugadas festivaleras, así como sus lecturas más digeribles por al feminismo mainstream; por otro lado, el ruido de slashers meta como Feliz día de tu muerte (Happy Death Day, Christopher Landon, 2017) o Espera hasta que se haga de noche (The Town That Dreaded Sundown, Alfonso Gómez-Rejón, 2014) —notables, pero sobre todo irónicos y sofisticados, como el público que le gusta a los prescriptores culturales— ha ahogado los esquemas continuistas pero vigorosos de Charlie’s Farm (Chris Sun, 2014) o Lost After Dark (Ian Kessner, 2015), en cuyos carteles nadie se molestaría en superponer un letrero de “Premiere”; y muy pocos dan importancia al hecho de que llevemos varios años viviendo una edad dorada de la temática de tiburones, liberado por fin de la absurda obligación (impuesta por la crítica canónica y canonizadora) de rendir cuentas al clásico de Spielberg, y en la que Infierno azul (The Shallows, Jaume Collet-Serra, 2016) y las dos entregas de A 47 metros (47 Meters Down) se cuentan entre las entradas más recientes y destacadas.

Sitges 2019 (I) - II - The Lighthouse

III.

Las programaciones de estos macrofestivales, a semejanza de los de música, terminan siendo intercambiables, conformando un maelström anual de títulos en el que solo un loco se pararía a reflexionar sobre el sentido de toda esa oferta audiovisual y su contribución en tanto (se supone) cultura a la manera de relacionarnos con el mundo. De ahí que una película como El faro (The Lighthouse, Robert Eggers, 2019) haga honor a su nombre y muchos la señalen con aspavientos como la única luz en el negro horizonte actual: no por su aportación al fantástico —género por el que Eggers apenas puede disimular su desdén—, sino literalmente por la visibilidad de sus formas toscas, una panoplia de recursos de manual de escuela de cine apelotonados en la sala de montaje, que recuerda a esos poemas saturados de metáforas demasiado ingeniosas como para que su autor tenga la humildad de descartarlas en beneficio de la obra.

Cómo no, cabe la discrepancia y pensar que a la hora de seleccionarla se haya valorado su calidad, en lugar de su condición de perla de Cannes con Robert Pattinson y Willem Dafoe por el director de moda. Pero si se ha considerado su cualidad ensayística sobre la oscuridad del ser humano en un entorno estanco, en busca de una salida prometeica que lo descerroje; si se ha apreciado el juego continuo con los planos como signo de inventiva visual, a pesar de una fotografía que a algunos nos parece demasiado expresionista como para expresar algo; o si se ha vislumbrado esa multiplicidad de lecturas sobre el presente que de pronto algunos parecen anhelar… ¿por qué se programa a la misma hora que The Antenna (Bina, 2019) de Orçun Behram, otro filme con discurso sobre existencias oprimidas y semejantes inquietudes acerca de la puesta en escena, y, sin embargo, necesitado de mayor exposición que un título con distribución asegurada y además participante fuera de competición? No pretendo dar una impresión equivocada al lector: el de Behram es un desastre formal acaso aún mayor que el de Eggers, por más que refleje la represión que se vive en la Turquía actual al trazar un imaginario comparable al que asociamos a la RDA. Pero el visionado de una película en la que supuestamente creen sus programadores en una sala medio vacía, mientras fuera cientos de personas hacen cola para un filme-acontecimiento mucho más publicitado —rey del circuito cinematográfico de 2019—, le hace a uno distraer la atención de la estética redundante de Behram y pensar sobre cuál debe ser el papel de un festival.

Como vemos, las balizas más socorridas entre las tinieblas programadoras son los autores consagrados, cuyos últimos trabajos son reclamos seguros para el fandom. Ese fue el papel de 3 From Hell de Rob Zombie, secuela de Los renegados del diablo (The Devil’s Rejects, 2005) con una recepción inevitablemente condicionada por la trágica muerte del icónico Sid Haig el mes anterior. No por fallida la película deja de tener interés, en tanto Zombie dispone sobre la mesa un festín de ultraviolencia acompañado de una degradación de la imagen antes fea que feísta, lo cual rompe con la estética vintage de la entrega anterior. El histrionismo sin sentido del ridículo de Sheri Moon Zombie o el despropósito narrativo del enfrentamiento final, con planos propios de un directo a vídeo —en contraste con la elegancia del cierre de Los renegados del Diablo—, llevan más allá la vulgaridad de los fragmentos más olvidables de 31 (2016) y, contra todo pronóstico, permiten que la película respire: late en el fondo una negación del esteticismo que se ha adueñado del cine de terror de la última década, y en el que el propio Zombie ha tenido mucho que ver… de la mano de festivales como Sitges.

Esta corriente trash, que empieza a emerger cada vez en más obras, es otro ejemplo de tendencia no detectada o sencillamente despreciada, o de lo contrario no se habría relegado a maratones de madrugada Rabid, de las hermanas Jen y Sylvia Soska. Remake del filme de 1977 de David Cronenberg, su mayor ligereza conceptual —de su compatriota se llegaban a escribir largas anotaciones biográficas para explicar su querencia por la enfermedad y la aberración biológica; a ellas, en cambio, se les dedican posados en Instagram— y su humor más grosero acaso incomodarían en secciones presididas por un fantástico respetable, sin cabida para las declinaciones anárquicas (en lo artístico y en lo político) del body horror con que las autoras perseveran en los hallazgos de su American Mary (2012).

Al lector ajeno a la dinámica de los festivales le resultará difícil de creer, pero la realidad es que en Sitges se ve más confortable programar una película fuera de toda clasificación, abrumadora e imposible de explotar en salas comerciales como Lux Æterna (Gaspar Noé), que otra no menos libre, pero fiel a unos códigos de género desterrados de cualquier catálogo de tendencias culturales como Sadako de Hideo Nakata. Como casi toda la filmografía de Noé, incluida Climax (ganadora de Sitges 2018), la primera es una experiencia difícil de consignar en pocas líneas —y sobre la que espero leer cuanto antes a Ignacio Pablo Rico—, pero que se resume en una adoración de la imagen por encima de sus prefiguraciones culturales y apelando directamente a lo existencial, una mezcla entre Takashi Makino y Kanye West… que, aunque duela decirlo, encaja como un guante en la cultura del evento que anima el festival. Por el contrario, el filme del japonés ni siquiera participa del ánimo festivo de las midnight movies Sadako 3D (Tsutomu Hanabusa, 2012) o Sadako vs. Kayako (Kôji Shiraishi, 2016), sino que podría pasar por una secuela directa de The Ring 2 (Ringu 2, Hideo Nakata, 1999) en la que los tropos del V-Cinema de los 90 que Nakata cultivó continúan vigentes y, lo más importante, con miras inequívocas a lo fantástico, aunque ello comporte dar la espalda al público, como ya hizo en su infravalorada The Complex (Kuroyuri danchi, 2013).

Y de nuevo todo ello nos conduce a otra pregunta: ¿a qué público le importa en 2019 el legado de las hermanas Soska, de Nakata…

Sitges 2019 (I) - III - Rabid (1)

Rabid

IV.

…o de Vincenzo Natali? Justamente a ese tipo de interrogantes debería dar respuesta un festival. En principio esta edición parecía la del director de Cube (1997), encargado de inaugurarla con su último trabajo, una adaptación de la novela de Stephen King y su hijo Joe Hill En la hierba alta (In the Tall Grass). De hecho y pese a la tibieza con que fue acogida, es difícil discutir su pertinencia en cualquier cita de aficionados al fantástico contemporáneo: la película reedita las inquietudes propias de Natali, desplegando un espacio-tiempo en continua reconfiguración al albor de las dispares psicologías que lo pululan. Aun con cierto acartonamiento fotográfico, más propio de los productos Netflix con los que comparte catálogo que de su trayectoria previa, el director logra entroncar la abstracción típica de sus escenarios con los desvíos rurales del Americana que King ha explorado durante toda su carrera. Como película de inauguración parece inobjetable y, no obstante, abre la puerta a cuestiones incómodas para todos, organización y asistentes.

La primera es en qué medida el presente reconocimiento se corresponde con la atención dispensada a Natali desde el fandom y desde el festival, donde hizo su última aparición en 2013 con Haunter, programada entonces fuera de competición en dos únicos pases, uno de ellos en un maratón de madrugada. En el intervalo, Natali se ha dedicado a rodar televisión hasta hallar cobijo en Netflix, quien le ha rescatado de la intemperie como a tantos autores a quienes solo les queda su nombre como activo. ¿Qué distingue entonces entre el criterio del festival del de la compañía de streaming? ¿Se hubiera seleccionado su trabajo como apertura de no haberlo hecho antes Netflix, donde se pudo ver ¡al día siguiente! de su proyección en Sitges? ¿Es acaso el papel de En la hierba alta el de mero artefacto de promoción recíproca entre un gigante institucional y otro corporativo?

Esta última pregunta quedaría respondida por la programación de El Camino: Una película de Breaking Bad (El Camino: A Breaking Bad Movie, Vince Gilligan), otro «bombazo» de Netflix preestrenado con un día de antelación en Sitges que, para quien escribe, carece de sentido reseñar en el contexto de un festival de cine fantástico, salvo en términos de sinergias más industriales que creativas. Simplemente, lo autoral es un metabolizador más de dichas sinergias, devenido significante vacío con que tachonar el ilusorio mapa del fantástico que pretenden seguir trazando los grandes festivales del género: de otra manera y a pesar de figurar con la firma de Michele Soavi, un filme alimenticio (aunque digno) y familiar (pese a que se escape alguna teta) como La Befana vien di notte solo tendría lógica en una retrospectiva del autor de Mi novia es un zombie (Dellamorte Dellamore, 1994) o de su estrella absoluta Paola Cortellesi, aunque nunca venga mal para recordarnos que sigue a la venta el libro oficial de Sitges 2018 coordinado por Diego López sobre el cineasta italiano.

¿Quiere decir esto que la figura del autor de fantástico no tiene cabida bajo el paraguas industrial, respecto al que los festivales harían las veces de varillas? No es tan sencillo. En un panorama como el descrito al comienzo de este artículo, donde el comisariado ha sido reemplazado por el etiquetado —fantástico «mutante», «heterogéneo», «vanguardista»… hay para elegir—, a veces las visiones personales de los creadores sobre el género son la única referencia útil para unos programadores y un público que han renunciado a la suya propia. Uno de los aciertos del festival a lo largo de los últimos años, por ejemplo, ha sido confiar en la de Justin Benson y Aaron Moorhead, genuinos cineastas independientes capaces de levantar pequeñas producciones en las que lo lovecraftiano reemplaza el vacío nuclear de la generación previa, aquella capitaneada por Richard Linklater y Steven Soderbergh. Para los que hemos seguido su apasionada trayectoria, presidida por una rara convicción en el fantástico como generador de emergencia del relato contemporáneo mientras falla todo lo demás, Synchronic es una obra de graduación respecto a la cual uno no puede sentir más que orgullo. Con tan solo un presupuesto algo superior al de su precaria filmografía anterior y un par de rostros de moda (Anthony Mackie y Jamie Dornan), la película es capaz de postularse como cine de ciencia ficción mainstream, a diferencia de productos como la serie Black Mirror, con la que se la ha comparado a raíz de su trama de viajes en el tiempo pese a que ni uno solo de sus capítulos aguantaría una proyección en salas. De hecho, los desequilibrios que algunos se han apresurado a criticar de Synchronic, ausentes en el calculado artefacto de Charlie Brooker, son precisamente signos de gran cine al no derivarse de inseguridades en la producción; sino al contrario, de renunciar a los patrones genéricos de buddy movie a los que invita el argumento para apostar todo a un discurso a contracorriente, pero con vocación de gran audiencia, y que puede resumirse en abrazar el presente sin nostalgia ni melancolía por las oportunidades perdidas. Un mensaje más parecido al neohumanismo de La llegada (Arrival, Denis Villeneuve, 2019) que al derrotismo pragmático de El lado siniestro de la luna (In the Shadow of the Moon, Jim Mickle, 2019), pese a que en el mundo en que vivimos impere esto último. Sí, también en Sitges.

Sitges 2019 (I) - IV - The Lodge

The Lodge

V.

Por desgracia, en un contexto artístico viciado no basta la personalidad o cierto talento para proponer nuevos rumbos en el fantástico. Severin Fiala y Veronika Franz sorprendieron en 2014 con Goodnight Mommy (Ich seh, Ich seh, 2014), película de terror que, marcada por su productor Ulrich Seidl, dinamitaba la noción de familia y de transmisión intergeneracional —tema hoy en día tan subrepticio como transversal a varios géneros— mediante estrategias formales de moda por aquel entonces, basadas en la acumulación de tensión jugando con la geometría y la duración del encuadre, lo cual les valió comparaciones fáciles con cineastas como Michael Haneke o el propio Seidl. Entre los logros a valorar de su nuevo trabajo, The Lodge, se encuentra el haber liberado su estilo hasta el punto de propiciar relecturas del que le precedió en clave de puro fantástico. Además de explorar nuevas formas de la crisis del hogar, sobre The Lodge planea un tema clásico del género: el de la corrupción de la inocencia (que no de la infancia, concepto muy diferente para los autores), el cual ya se hallaba presente en su segmento del ómnibus The Field Guide of Evil (Ashim Ahluwalia, Can Evrenol, Severin Fiala, Veronika Franz, Katrin Gebbe, Calvin Reeder, Agnieszka Smoczynska, Peter Strickland, Yannis Veslemes, 2018). Con mayor ambición que su ópera prima y una Riley Keough en uno de los mejores papeles de su carrera, por tanto, que la película no llegue a volar no se explica por la falta de esfuerzo, sino por la dirección del mismo.

Uno de los síntomas de la crisis del fantástico a la que aludíamos al comienzo de este artículo, tomado además sistemáticamente por virtud por aquellos que la negaban, es la proliferación de lo «atmosférico». Esta cualidad, asociada a un ritmo pausado, a encuadres en delicada penumbra o a un diseño de sonido de calculada ambigüedad, se ha convertido en sinónimo de prestigio por su equívoca conexión con una memoria cinéfila del género desvaída, que en 2019 tiene menos que ver con un conocimiento real e historiográfico del mismo que con el paradigma de las atracciones de haunted house —las cuales, dicho sea de paso, suelen demostrar más inventiva y mejor asimilación de dicho legado que el cine de género de última hornada—. The Lodge no sabe cómo salir de la espectacularización de la atmósfera promulgada por ese elevated horror que representan films como La bruja (The Witch, 2015) o Hereditary (Ari Aster, 2018), y desaprovecha los valiosos minutos que hubiera precisado un final consistente en lo visual y lo dramático con las texturas previas, incluido un fragmento inicial de vídeo found footage con sugerentes connotaciones, que Franz y Fiala anegan en el pictoricismo del resto del metraje.

A pesar de todo, los méritos evidentes de la película contrastan con la llana insuficiencia de The Vigil, película de clausura y ópera prima de Keith Thomas con un argumento de por sí inquietante, el de un shomer —encargado de oficiar la vigilia de un difunto hasta su entierro— de una comunidad judía ortodoxa de Brooklyn, al cual se le solicita un servicio para un cadáver al que nadie parece querer acercarse. La fotografía de Zach Kuperstein sabe trabajar y compartimentar el reducido espacio donde transcurre la mayor parte del metraje, cumplimentando una vez más ese apartado de ambientación que los artesanos del terror contemporáneo han aprendido a rellenar. Pero basta comparar la película con Demon (Marcin Wrona, 2015), también asentada sobre el folklore judío (y cierre de la corta filmografía de Marcin Wrona, quien se suicidó mientras paseaban su obra por el circuito de festivales), para constatar la diferencia entre explorar un tema y, en el caso de Thomas, estirar una premisa; entre hacer una película y practicar un mero ejercicio estilístico; en suma, entre plantear e impostar un universo. Esta era de la simulación hacia la que nos ha pastoreado el relativismo crítico se manifiesta cristalina en Color Out of Space, adaptación del célebre relato El color que cayó del cielo de H.P. Lovecraft con la que Richard Stanley (Hardware, programado para matar) regresa a la gran pantalla. La película nos retrotrae al deprimente marco mental de los años 80 en lo relativo a lo lovecraftiano, cuando se tenía por imposible trasladar al cine el imaginario (no digamos el espíritu) del autor de Providence, por lo que normalmente directores y productores se resignaban a calzar ideas argumentales o personajes de su obra en los esquemas industriales de la época, lo que en la práctica equivalía a reemplazar la palabra «abominable» o «grotesco» en sus escritos por «festivo». Dicha literalidad, de nuevo una fiesta de lo estético a costa de lo expresivo (es decir, de lo antiestético), vuelve con fuerza y entre aplausos no al genio de Lovecraft, sino a un Nicolas Cage que, un año después de dar la vuelta al ruedo con Mandy (Panos Cosmatos, 2018), vuelve a hacer de maestro de ceremonias celebradas extramuros de la cartelera y de toda cultura con alguna relevancia en la sociedad.

Este imperio de las formas, bendecido por estamentos culturales que tradicionalmente han despreciado el fantástico, ha acarreado el vertido de las inquietudes existenciales, cosmogónicas y ontológicas que otrora le eran propias en géneros más respetables, como ya ocurriera en los años 90 con la proliferación de «thrillers psicológicos» y del «suspense sobrenatural». Solo así se entiende que un filme como Cuerdas, debut en el formato largo del avezado cortometrajista José Luis Montesinos, diluya el nervio en clave survival de su primera mitad en un arco dramático de superación de trauma característico de aquella década, en detrimento de las indagaciones malsanas a las que podría dar lugar el vínculo de dependencia entre la protagonista impedida y aquello que la amenaza. A ello se suman problemas con los efectos visuales que chocan con el esmerado diseño de producción y dejan la película en tierra de nadie, entre la película de terror puro que podría ser y la serie B que no quiere ser. Algo que no ocurre con la alemana Pelican Blood (Pelikanblut, Katrin Gebbe, 2019), un turbio relato acerca de la maternidad como subterfugio para negarse a contemplar el mundo como realmente es. La película renuncia desde el principio a codificaciones de género, hasta el punto de que en algunos fragmentos podría confundirse con un telefilme de sobremesa —dicho sea con total admiración—, si no fuera por una Nina Hoss que logra hacer creíble la difícil evolución de su heroína a partir de uno de los mejores guiones del festival. Las elegantes vestiduras de thriller dramático con que se nos presenta una historia incorrecta desde cualquier punto de vista; así como la problematización del elemento sobrenatural, empleado como una fuga en falso tanto para la protagonista como para el público, dan que pensar sobre el presente del fantástico y el futuro de sus formas; más aún después de que su directora Katrin Gebbe se alzara con el premio en el último Fantastic Fest. ¿Qué pedimos al género, un túnel a las profundidades más oscuras de la realidad o una vía de escape de esta? ¿Somos dignos de toda una tradición del fantástico dedicada a violentar las convenciones y las certidumbres de aquellos que nos precedieron? ¿Tenemos el festival de Sitges que necesitamos o el que nos merecemos?

Mientras nos entregamos a semejantes cavilaciones, una película llamada Z, del director canadiense Brandon Christensen, va recorriendo festivales de menor renombre como el Nightmare Film Festival de Ohio, el Popcorn Frights de Miami o el Nocturna de Madrid. Su tema, como el de Pelican Blood, es el de la racionalización del Mal a través de diversas estrategias. Sus formas, a diferencia de Pelican Blood, no tratan de racionalizar nada, pero sus escenas más brutales nos sacuden con una única certeza: que estamos viendo una película de terror.

Sitges 2019 (I) - V - Pelican Blood

Pelican Blood

  1. ALARCÓN, Tonio L. y MORATO, Roberto (2019): «Festivales de cine». A Quemarropa Podcast, enwww.ivoox.com.
  2. SALGADO, Diego (2013): «The Lords of Salem«, en www.miradasdecine.es
  3. HERNÁNDEZ, José (2019): «30 películas que no veremos en Sitges 2019«, en www.cineol.net.
  4. Ver hilo en el Twitter de Ángel Sala en https://twitter.com/aangelsala/status/1177728826899619840.
  5. ALCOVER OTI, Roberto (2018): «Sitges 2018», en Dirigido Por nº 493, noviembre. Dirigido Por, S.L. Barcelona. p. 36.
  6. SALA, Ángel (2019): «El terror desencadenado«, en www.fotogramas.es.
  7. DE FEZ, Desirée (2019). «Miedo al cine de la claridad«, en www.elperiodico.com.
  8. Ver entrevista por Joan Margarit en www.concdecultura.com
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