Sitges 2019 (II)
Fantasías de lo hegemónico Por Álvaro Peña
I
Para quienes seguimos en detalle la edición de 2018 del festival de Sitges hay al menos dos episodios que perduran aún en nuestra memoria. Uno fue la presentación de Bocadillo, aquel metraje en bucle con que el youtuber Wismichu (Ismael Prego) y Carlo Padial —que aún figura junto a directores como Werner Herzog y Tsai Ming-liang en el spot de Noves Visions que se volvió a proyectar este año— le tomaron el pelo al público que abarrotaba el cine Retiro; al comité programador, que a buen seguro este año tomó nota para asegurarse de que todos los trabajos eran vistos al menos una vez antes de proyectarse; y a todos aquellos que, gracias al periodismo amigo de guardia, pensaron que el documental Vosotros sois mi película (2019), realizado por Padial a partir de aquel montaje, sería una alambicada reflexión sobre lo multimedia y las apariencias, tesis que se vino abajo en cuanto pudimos comprobar el resultado al estrenarse rodeado de un silencio sobrevenido.
El otro acontecimiento de aquel año, a priori no relacionado, fue la buena acogida de Nación salvaje (Assassination Nation, Sam Levinson) por los aficionados, pero sobre todo entre la crítica, que le regaló taglines como «El bombazo feminista del año que no querrás perderte» 1 o «Una película capaz de adaptar su filosofía a la era digital (…) un Black Mirror del presente inmediato» 2. Como quedaría a la vista de todos en su (una vez más) discreto estreno en salas comerciales, la película era un calco aplicado del argumentario en foros y redes sociales de la cuarta ola feminista, con la sutileza formal y la sofisticación discursiva de un film de Charles Bronson. Pero su calidad es lo de menos. Lo importante es a dónde señalaba.
¿Qué tienen que ver estos dos trabajos con Sitges 2019? Ambos anunciaban claros síntomas de lo que en esta edición, pero también en el cine y la cultura en general, podríamos definir como degradación afectiva de la expresión política. El primero es el bloqueo a la hora de aprehender intelectualmente fenómenos sociopolíticos complejos —esa difusa crítica de Padial y Wismichu a las falsedades que rigen el audiovisual—, cuando no su disolución en conceptos sencillos y maniqueos —la «masculinidad tóxica», los «egos masculinos frágiles» y la «mirada masculina» que enumeraba literalmente Nación salvaje en su disclaimer—. Se trata de manifestaciones de descontento con el mundo que eluden los canales de la síntesis racional, siempre ardua y sospechosa, para derivarse por el desagüe de las emociones. Se dirá que el cine es territorio de la emoción, no del ensayo; lugar común que podríamos clausurar con el principio de que en todo campo artístico la emoción es ensayo, y el ensayo es emoción. Pero, en efecto, una película no puede constituir un mero enunciado analítico. Ni tampoco un enunciado emocional. Una película expresa, no enuncia. Y, por lo tanto, la emoción debe ser consecuencia, no premisa. La indignación personal, la sensación de injusticia, el cabreo legítimo con el estado de las cosas… todo eso, a efectos de construcción de las imágenes, no vale más que la basura que entra incesantemente en la cinta transportadora de una planta de reciclaje.
Que se nos venda semejante materia prima sin procesar se debe a que el otro síntoma de las producciones citadas es, coherentemente, su carácter de respuesta a una demanda de consumo de detritus ideológico. Es decir, de reacciones en bruto a percepciones superficiales de los fenómenos a nuestro alrededor. La misma mercancía que dispensan las tertulias que proliferan en las cadenas de televisión, o que se retuitea con rabia indiferente al bienestar material que nos la sirve en bandeja a nuestra puerta; contradicción disimulada a menudo con lúdicos y coloridos aspavientos, impropios de la auténtica desesperación que, como siempre, abate sectores marginales que no pueden participar de dicha cultura de la queja: la basura, en cambio, siempre es mainstream. De ahí las prescripciones entusiastas de series y películas como la de Levinson en titulares de prensa, trasuntos culturales de los anuncios de detergente; o la única convicción real que transmitía el salto con red de Padial —todas las críticas se las llevó su estrella Wismichu—, que era en el efecto multiplicador de un youtuber respecto a cualquier polémica. Cualquiera. Lo importante no es la denuncia en sí, sino su reverberación mediática, ese arrullo que adormece el intelecto y al que el sistema suele prestar gustoso sus altavoces.
La protesta confortable, el señalar enérgicamente una luna que todos ven —ya se sabe que solo un tonto desviaría la mirada no ya el dedo, sino a los nubarrones de tormenta que se ciernen inexorables en el horizonte—; todo ello nos permite participar de lo hegemónico, de una fantasía heroica de un poder arrendatario del que gobierna nuestras vidas. Es decir, de un fantástico subsidiado por lo real.
Fantastic Fest 2019: Shotguns & BBQ
II.
Volviendo a 2019, es desde esta clave de subsidio y no de convicción ideológica, por ejemplo, como hay que entender el apoyo institucional que, a través de un comunicado, el festival brindó a condenados por malversación de fondos públicos, delito perpetrado con fines declarados nobles por las élites políticas regionales 3 —postura que, en sintonía con la ya clásica discriminación del público entre los logos de ámbito estatal (abucheos) y los autonómicos (aplausos) durante los créditos de las producciones nacionales, se inscribe en la tradición política española de sumisión al cacique local—. Una postración ante el poder que subyace, si abrimos el panorama, a la limpieza de fachadas con arreglo a los valores del capitalismo corporativo global a la que no se han sustraído tampoco festivales como el Fantastic Fest, cuya pésima gestión de los escándalos sexuales de algunos de sus responsables desembocó en criterios de programación conformes a las últimas tendencias de reeducación de unos colectivos por otros, politizando sin pudor las acusaciones de abusos sexuales; menos aún certámenes de clase A como Venecia o San Sebastián, evaluados por el sexo de sus seleccionados antes de ver sus trabajos.
Como es lógico, tales presiones no solo afectan a los marcos, sino también y ante todo a las propias obras. Sin ir más lejos, resulta significativo que entre las más polémicas de los susodichos festivales de otoño se contaran Joker (Todd Phillips, 2019) o Mientras dure la guerra (Alejandro Amenábar, 2019), cuya clamorosa falta de explicitud condenatoria hacia los actos de sus personajes (como prescribía el añorado código Hays) propició que fueran tachadas, respectivamente, de apología incel y de pose equidistante entre la democracia y el autoritarismo. Excepciones, en todo caso, dentro de un año que ha dado sobrado testimonio del calado del cine contemporáneo por guiones maniqueos, plataformas antes que exámenes de lo ideológico.
El hoyo
III.
Como era previsible para quien siguiera la trayectoria comentada más arriba, Sitges 2019 no se postulaba como dique de contención, sino como puerto seguro de este neoconservadurismo político y moral. Si no fuera porque estamos acostumbrados a que cualquier parecido entre el tema elegido por el festival y su programación sea pura coincidencia, podría calificarse de irónico que en el aniversario de Mad Max (1979) que se conmemoraba este año no hubiera ninguna película que, como el clásico de George Miller, fuera capaz de hacer política desde sus imágenes y no desde presupuestos discursivos emanados del consenso social. Esta insuficiencia, además, resalta especialmente en el fantástico y más aún en el subgénero de distopías, donde abunda la tentación de proponer metáforas de la sociedad que, más que orientar, a veces determinan la reflexión.
Un ejemplo es El hoyo, ópera prima de Galder Gaztelu-Urrutia y flamante ganadora del palmarés (premio del jurado y del público). La película es un modelo de diseño meticuloso de guion distópico actual, con un escenario cerrado y reglas claramente expuestas desde un principio, estableciendo correspondencias obvias entre la ficción y los sentimientos de injusticia social y lucha de clases que resucitó la crisis económica a raíz de la caída de Lehman Brothers hace una década. Si se hubiera quedado a ese nivel estaríamos hablando del The Laundromat (Steven Soderbergh, 2019) de esta edición; es decir, de un producto extemporáneo en su mirada e impresentable en lo cinematográfico, uno más de los coros y danzas que acompañan los linchamientos jaleados por la indignación popular. Pero el hecho es que El hoyo funciona como un mecanismo de relojería. Las situaciones de tensión se encadenan sin respiro, aprovechando hasta el último detalle de un diseño de producción volcado en el casi único y diabólico escenario; y la violencia, la suciedad y el suspense propio del survival, en suma, el cine, van entrando y saliendo del cuadro como en un negrísimo esperpento. Se ha comparado con Cube (Vincenzo Natali, 1997) por su argumento, pero solo hay que contraponer el final abierto de la distopía de Vincenzo Natali con el afán de cierre ideológico de la de Gaztelu-Urrutia, con su idea de la ficción como solución y no como problematización de la realidad, para darse cuenta de que los más de veinte años entre ambas no han transcurrido en balde.
Como vemos, la tabla de salvación de la nueva distopía consiste en la aparición de elementos extraños a su diseño, de perturbaciones que no encajan en la plantilla ideológica superpuesta. Estas son perceptibles hacia la mitad del metraje de Vivarium (Lorcan Finnegan), otra parábola transparente sobre la generación millennial y sus infructuosos esfuerzos para encaramarse al sueño de prosperidad hipotecado por la generación anterior, simbolizado aquí por un chalet adosado y sin espacios comunes en las inmediaciones, acorde al individualismo darwinista de nuestro tiempo. La seriedad con que sus estrellas Imogen Poots y Jesse Eisenberg se toman un guion que, como señalaban varios asistentes al festival, apenas daba para un capítulo de The Twilight Zone —parece que Black Mirror aún no ha desplazado del todo la serie de Rod Serling como referente—, denota la aureola de respetabilidad con que hoy se nos presenta la distopía de escuadra y cartabón, antitética de las difusas y sugerentes sombras que se abatían sobre aquel noviembre de 2019 que profetizaba Blade Runner (Ridley Scott, 1982). Hay, sin embargo, dos factores que hacen del filme de Finnegan algo más que la caricatura de los sistemas totalitarios que tantas veces se carga a la cuenta del capitalismo global —entre otras razones, por lo que semejante trazo grueso simplifica el diseño de producción—. Uno es esa alteración de la que hablábamos, provocada por cierto elemento de la trama que conduce a escenarios grotescos, desviados incluso de los parámetros distópicos interiorizados por el espectador, quien en tales escenas ve confrontadas sus expectativas acerca de los mecanismos de la ficción que está contemplando. El otro tiene que ver más profundamente con el cine y su memoria, algo que no puede salir de un despacho de showrunners, y son las connotaciones de las que se ha ido cargando todos estos años el rostro del propio Eisenberg, quien con títulos como La red social (The Social Network, David Fincher, 2010) o El último tour (The End of the Tour, James Ponsoldt, 2015) ha devenido símbolo viviente del homo economicus del nuevo siglo, en torno al cual pierde sentido todo vínculo o propósito que no tenga utilidad mercantil, incluidos lazos afectivos y familiares.
Es asimismo reseñable que uno de los aciertos conceptuales de Vivarium, el recurrir a lo aberrante para deshacer la ilusión fantasmática de la maternidad como paliativo de un futuro precario, lo encontremos también en The Room (Christian Volckmann); la cual, sin embargo y como tantas producciones en las que participa Olga Kurylenko, no sabe aprovechar el talento y el aura de la ucraniana para alcanzar altura expresiva. Más próxima al fantástico que a la ciencia ficción, comparte también con la película de Finnegan una premisa digna de Serling, quien no le hubiera hecho ascos a la previsible lección moral: una misteriosa y lúgubre habitación que parece cumplir los deseos de todo aquel que se interna en ella. No obstante, desde el comienzo queda patente la poca familiaridad con el género de Volckmann, quien abusa de esquemas y personajes gastados en el thriller sobrenatural de los 90; época, recordemos, más preocupada por denunciar los excesos de la década anterior que las carencias de su propio tiempo, lo que también podría decirse de The Room. Pese a todo, como restos del naufragio entre las imágenes sin tensión de una realización correcta, homologable por cualquier plataforma de streaming, quedan en la retina planos aislados que transpiran ese fantástico que no precisa ser articulado para iluminar las paredes desconchadas de nuestro interior.
Lo que sucede cuando desaparecen por completo estos elementos desestabilizadores de la distopía moderna tiene muchos nombres, y uno de ellos es Paradise Hills (Alice Waddington) de la productora española Nostromo Pictures, con presencia habitual en Sitges. Una vez más nos topamos con pautas recurrentes: personajes con motivaciones obvias, discurso de clases que cabría en un tuit y un acabado visual que se esmera en exteriorizarlo: al escenario que nos ocupa —una isla donde familias de alta alcurnia envían a sus hijas díscolas para que las reeduquen— le basta una fotografía colorida y rica en tonos pastel, con contrastes entre los primeros planos y unos decorados barrocos que refuerzan la sensación de teatralidad. En la línea de los productos auspiciados por Nacho Vigalondo, quien participa en el guion, la película intenta acercar al espectador la subjetividad de las nuevas generaciones, entre la búsqueda perpetua de un sentido propio a la vida y la sensibilidad estética hipster que lo legitimaría. Y lo logra, aunque quizá no de la manera deseada: que la película de Waddington se haya vendido como feminista roza el sarcasmo (o, desde otro punto de vista, la coherencia absoluta) si atendemos a su fondo mainstream reaccionario, donde prima la aspiración de los hijos de los privilegiados de liberarse de toda responsabiidad para endosársela, como de costumbre, a los más humildes. No hay ningún problema con el sistema mientras yo pueda hacer mi vida dentro como quiera, parece rematar la película con un comentario extensible a los festivales donde se proyecta.
A tenor de los peligros y limitaciones del registro distópico, no parece mala idea denunciar la ley de la selva del universo corporativo desde la más segura comedia negra, debió de pensar Patrick Brice a la hora de rodar Corporate Animals. Su argumento no puede ser más directo, en torno a un catastrófico ejercicio de team building ideado por una despótica CEO que parece haber deglutido todos los manuales de coaching recomendados por Amazon. La elección de Demi Moore, vieja gloria a la que solo le queda el cartucho de la ironía trash para sobrevivir en la estepa hollywoodense, es una declaración de intenciones que Brice reedita escena a escena en lo que por momentos se asemeja a un show de sketches en plató único. Más divertida de lo que sugiere la cantidad de críticas negativas que ha recibido, es también lo suficientemente honesta como para reconocer que, por más atrocidades morales (y literales) que exhiba, no puede perturbar siquiera a su espectador target, crítico de palabra y conformista en hechos con el sistema. Basta comparar la puesta en escena con la del díptico Creep (2014) y Creep 2 (2017), sendas perlas de Brice de terror found footage, para percatarse de cómo esta falta de ambición menoscaba su potencial revulsivo. Ahora bien ¿y si eso fuera justamente lo que demandamos, parapetarnos detrás de imágenes confortables, de sátiras inofensivas? O, volviendo al problema del orden mundial pancapitalista ¿y si optamos por encerrarnos en nuestro pueblo para no salir a la aldea global?
Paradise Hills
IV.
Desde los primeros días de esta edición se rumiaba un posible premio para la brasileña Bacurau (Kleber Mendonça Filho y Juliano Dornelles). Finalmente se llevó nada menos que tres: Mejor Dirección, Premio de la Crítica José Luis Guarner y Premio Jurado Carnet Jove al mejor largometraje de género fantástico. Y hay pocas dudas de que, de no haberse presentado El hoyo (a la que de todas formas el Jurado de la Crítica dejó en segundo lugar, con un premio al mejor director revelación), hubiera obtenido el premio a la mejor película de Sitges 2019. Aunque cualquiera que siga el panorama festivalero sabe de la importancia relativa de los galardones, en este caso es significativa la coincidencia entre el jurado joven y el de la crítica, sumándose ambos al Premio del Jurado en Cannes que ya tenía la película en su haber. Algo similar ya se dio en la edición de 2018 con Lazzaro feliz (Lazzaro felice, Alice Rohrwacher), que cosechó el reconocimiento de ambos jurados de Sitges (joven y de la crítica) además del premio al mejor guion en Cannes.
Son indicios de un singular consenso entre varias generaciones de la crítica actual sobre lo que se entiende por buen cine fantástico. Y las analogías no terminan ahí. Ambas obras tratan de comunidades aisladas, con dinámicas imperfectas pero estables, al margen de un sistema político y económico que las avasalla en su afán conquistador de todo el planeta. Merece la pena rescatar las palabras del escritor cinematográfico Óscar Brox a propósito de la italiana, matizando el entusiasmo casi unánime entonces: «[…] en Lazzaro feliz conviven dos películas no demasiado bien avenidas. En una, Rohrwacher es capaz de leer y traer de vuelta las imágenes de Fellini o Pasolini, erigiendo a su Lazzaro en otro vitelloni más perdido en un paisaje desconocido y cosmopolita; y en la otra, en cambio, todo se desmorona, acaso ligeramente, cuando la realizadora se empeña en fijar el acento moralizante de sus personajes. […] No deja de ser una lástima que una película como Lazzaro feliz se venza a la tentación de la parábola, de la fábula para lectores sencillos, del discurso de moda que pone un poco más difícil la pretensión de una reflexión política y cinematográfica con algo más de calado» 4.
Exceptuando (y no del todo) las referencias a la cinematografía italiana, tales consideraciones son aplicables a Bacurau, que en un momento dado expande bruscamente el retrato de un microcosmos rural a una burda crítica a los desafueros de Jair Bolsonaro, hasta el punto de llevar el relato a registros de violencia trash (vehiculizados por un oportuno Udo Kier) como los comentados en la crónica anterior. Sin embargo, en contraste con el sentimiento de liberación cafre que incluso en sus cotas más bajas transmiten Rob Zombie o las Soska, y careciendo de la contención de Rohrwacher a la hora de arriesgarse a exploraciones infructuosas, Mendonça Filho y Dornelles se dirían simplemente perdidos en un género cuyos códigos parecen despreciar, pero al que se aferran en los últimos compases de la cinta, cuando se hacen patentes los temblores del precario edificio discursivo que han levantado. Un fracaso, como el de Lazzaro feliz, disimulado por la ristra de reconocimientos recibidos, los cuales parecen emular a los habitantes de las aldeas que describen ambos filmes, premiando el regreso del hijo pródigo tras haberse aventurado en el cine de género, fuera de los lindes de ese orden artístico idealizado y asediado por los demonios neoliberales.
Los festivales retratan una comunidad cinéfila actual dedicada a imaginar otras comunidades para no hablar del mundo, que se desdeña por violento o inhabitable. Esto último es lo que se desprende de Luz, del colombiano Juan Diego Escobar Alzate, de quien no sorprende que declarara la fuerte influencia en su obra de La bruja (The Witch, Robert Eggers, 2015) y del cine de Terrence Malick 5. Pese a su ambición digna de aplauso y un atrevimiento que supera al del film de Eggers (en el fondo, un aséptico laboratorio de imágenes), su empeño termina embarrado en una búsqueda de la belleza estética que impide que trasciendan interesantes nociones sobre el hecho religioso y la legitimidad del orden social, encalladas en bochornosos subrayados visuales. En realidad se trata del reverso arty de cine de madrugada como Blood Quantum (Jeff Barnaby), película de zombis que logra que sus 96 minutos parezcan una miniserie mal montada; a raíz, insospechadamente, de cavilaciones a medio hornear sobre la comunidad de nativos americanos a la que pertenecen sus protagonistas, aspecto de inusitada gravedad en su desarrollo.
Como puede apreciarse, en esta edición de Sitges el tema político latente no era ni la lucha de clases, ni las injusticias sociales, ni la amoralidad con que el capitalismo explota nuestras vidas fuera de la sala de cine. El verdadero mensaje transversal, el que delata los auténticos rasgos de nuestro tiempo, imposibles de disimular con golpes de pecho y proclamas antisistema, es el retorno a la tribu; es decir, a los ecosistemas políticos cerrados, con fronteras geográficas e ideológicas diáfanas, capaces de lidiar con nuestra intolerancia al discrepante y la contrariedad y la frustración que se derivan de la complejidad del mundo. Unas pulsiones colectivas que el cine fantástico digno de tal nombre, en lugar de contemporizar y acomodar sus lecturas a las modas sociales y políticas, se siente de natural obligado a poner sobre la mesa y diseccionar a la vista de todos.
Esa hermosa visión de un cadáver ideológico eviscerado es la que nos deja grabada a fuego la casi redonda The Nest (Il nido), ópera prima del italiano Roberto De Feo, poco antes de los créditos finales. Su metraje de atmósfera recargada y ritmo pausado despierta sospechas desde sus primeros minutos. ¿Nos hallamos ante la enésima muestra de horror elevado, como las descritas en la entrega anterior? ¿Podemos, quizá, esperar otra destilación del inagotable legado de Mario Bava —o, como apuntaban otros cronistas sin mala intención alguna, de Juan Antonio Bayona—? En contraste con el exhibicionismo de los relumbrones fílmicos presentados en el festival, The Nest fuerza su estética entre el hieratismo gótico y la redundancia barroca, acumulando más planos de los necesarios para su desarrollo argumental, hasta envolvernos en un tiempo detenido, claustrofóbico, que encierra al niño protagonista junto a su madre y sus serviles seguidores: el tiempo de la fantasía hegemónica de aquellos que nos precedieron, el cual, como el de la nuestra, tarde o temprano llegará a su fin, retirando su manto y dejando la ilusión de comunidad expuesta a la luz de la luna, a la vista del Otro. Es ahí, a la intemperie, donde siempre hemos estado los aficionados al cine de terror.
The Nest
- MULLOR, Mireia (2019): «‘Nación salvaje’: El bombazo feminista del año que no querrás perderte«, en www.fotogramas.es. ↩
- TABOADA, Pablo G. (2018): «(SITGES 2018) ‘Nación salvaje’, el lado salvaje de la adolescencia por un puñado de LOLs«, en www.cinemania.20minutos.es ↩
- Ver noticia en La Vanguardia: https://www.lavanguardia.com/vida/20191014/47971603192/festival-de-sitges-muestra-solidaridad-y-apoyo-a-los-politicos-condenados.html ↩
- BROX, Óscar (2018): «Lazzaro feliz», en Dirigido Por nº 494, diciembre. Dirigido Por, S.L. Barcelona. p.9 ↩
- La entrevista por Jonathan Córdoba se puede escuchar en www.filmiticos.com. ↩