Sitges 2019 (III)

La zona muerta Por Álvaro Peña

I.

Si por algo acostumbra a diferenciarse el aficionado al fantástico de otros cinéfilos asiduos a festivales de corte más generalista, es por la preferencia de la tradición a la novedad. Ambos correrán a la premiere del autor de culto del momento (y seguramente se peleen por la última entrada de un Lars Von Trier o un Nicolas Winding-Refn); sin embargo, en la pasión por el género (por cualquier género) subyace una pulsión conservadora que, por decirlo en términos igualmente conservadores, protege contra ciertos esnobismos —de ahí el escaso entusiasmo en el fandom por obras como Personal Shopper (Olivier Assayas, 2016) o la bella (¡y qué!) A Ghost Story (David Lowery, 2017)—, pero sobre todo valora los vínculos que esas nuevas imágenes sean capaces de establecer con la propia biografía emocional. Es decir, el poder de reanimar sensaciones y tropos instaurados por los clásicos de referencia, arraigados en la memoria colectiva gracias a los múltiples visionados y remembranzas compartidas con otros fans. Cuando se logra tal evocación, suenan estruendosos aplausos en la sala para películas como las de Hélène Cattet y Bruno Forzani (Laissez bronzer les cadavres! [2017]), cine retroexperimental que en otros festivales muere en un tuit discreto; de fracasar, en cambio, se extingue la luz de promesas como Nicolas Pesce, incapaz de obtener una destilación de la literatura de Ryū Murakami en Piercing (2018) similar a la del cine de Tobe Hooper y Roman Polanski que algunos valoraron en su ópera prima The Eyes of My Mother (2016). Ello explica también el raudo encumbramiento de ciertos cineastas que irrumpen con ruidosas entradas en el terror, pese a mirar el género por encima del hombro (Ari Aster), con velado desprecio (Robert Eggers) o abierta repulsión (Michael Haneke). Al aficionado no le importa tanto lo que diga de él la película que está contemplando como lo bien que demuestre conocerle.

Bliss

II.

De esto son perfectamente conscientes muchos directores que presentan trabajos en Sitges y demás festivales especializados, lo cual no significa que les facilite las cosas. Lo que une al autor de fantástico con su público se podría definir como tensión antes que como relación, dado que pretende operar en coordenadas más próximas al universo personal (valga el oxímoron) del receptor que las habituales en el circuito de clase A, donde priman cualidades atribuidas exclusivamente al autor, tales como la ambición, la puesta en escena, el discurso y otros grandes conceptos con los que atildamos lo que desfila ante nuestros ojos.

Seguramente estos valores de gran cine también signifiquen bastante para Joe Begos como espectador, pero la preocupación más palpable que evidencian sus películas es la de ejercer de correa de transmisión entre su público y determinado corpus cinematográfico, de filiación generacional con directores como Jack Sholder, Larry Cohen o (el más obvio) John Carpenter. Hasta tal punto es así que en VFW parece estancarse por primera vez en su aún breve trayectoria, entregándose al remedo de Asalto a la comisaría del distrito 13 (Assault on Precinct 13, John Carpenter, 1976) y The Warriors (Walter Hill, 1979) que coinciden en señalar (entusiasmadas) la mayoría de las reseñas. El asedio de un bar de veteranos de guerra por narcotraficantes y otros despojos humanos es toda la excusa argumental que Begos precisa para montar una fiesta de violencia old school, tematizada por la fotografía de Mike Testin saturada de colores primarios, los sintetizadores (carpenterianos, por supuesto) de Steve Moore y un plantel de viejas glorias extraídas de títulos de culto desde los años 70 hasta nuestra época. Como puede apreciarse, es difícil describir la película sin que suene a reportaje promocional, y es porque el director se acerca a lo que Panos Cosmatos con Mandy (2018) o el colectivo RKSS con Turbo Kid (2015) llevaban al extremo: el fantástico por adición, en lugar de síntesis, de elementos que mecen la memoria del fan.

Bastaba ver Bliss —algo difícil por su programación a horas intempestivas, que en Sitges ya no son las de la diversión (su ritmo es más lento que el de VFW), sino las de los descartes—, el otro trabajo dirigido por Begos este año, para recordar su faceta más ambiciosa… y acaso reveladora de sus limitaciones como realizador. Los registros inéditos en su filmografía de este relato de drogas y vampirismo, abordado desde una subjetividad de marcado componente generacional como las retratadas en otras épocas por Dario Argento o Roman Polanski (volvemos a citar al autor de Repulsión [Repulsion, 1965], recuperado por numerosos cineastas jóvenes sin que la crítica apenas haya levantado acta), acaban ahogados en manierismos que empiezan a parecer más la hipoteca que la casa de sus ideas. La básica (aun espectacular) paleta cromática virada al rojo, el uso diegético de la banda sonora rozando lo candoroso —da la sensación de que la protagonista nos pone la música que Begos quiere que escuchemos, no la que ella escucharía— o, en general, la oportunidad desaprovechada para una relectura de lo millennial en clave vampiríca más allá de la pulsión autodestructiva, hacen pensar en un cine con la vocación de embalsamar imaginarios muertos, en vez de postular otros nuevos para generaciones que, como el mismo Begos sí llega a reflejar en la trama, necesita sus propios asideros culturales para habitar el orden predatorio que les estamos dejando junto a todos esos directores molones.

Hablando de esfuerzos de cara a la parroquia (más que a la taquilla o a la crítica), dentro del terror son frecuentes carreras como la de Brad Anderson, quien entre encargo y encargo intenta recomponer infructuosamente la reputación que cosechó a raíz del trabajo por el que se le sigue citando, Session 9 (2001). Si Fractured no supera su mejor tentativa hasta la fecha, La última llamada (The Call, 2013), se debe a varios factores: el fundamental, que el libreto de Alan B. McElroy (guionista de la franquicia de rural horror Wrong Turn) se abandona a rutinas de escritura que delatan prioridades alimenticias, frente al apasionamiento de Richard D’Ovidio a la hora de elaborar el texto para aquel thriller protagonizado por Halle Berry. Además, si leemos sus respectivas imágenes, puede aventurarse que la distribución de la primera, garantizada por Netflix, no ofrecía alicientes para que un director inseguro como Anderson, que responde más a los estímulos que a la libertad, reeditara el nervio expresivo de La útima llamada, participada por compañías tan dispares como la WWE o Stage 6 Films —la escombrera de proyectos de Sony Pictures—, cuya distribución fue incierta hasta el éxito de los primeros screenings. En cualquier caso debe anotarse en la cuenta de méritos de Fractured el demoler en tan solo media hora toda ilusión de civilización protectora de la familia, dedicándose a estrechar el cerco en torno a la psique herida de su protagonista masculino hasta constatar la imposibilidad de un final: pocas películas recientes han retratado tan nítidamente lo patriarcal en tanto carga psicológica asumida por y (sobre todo) para el hombre. Un film de género digno hasta otro Sitges en el que veamos anunciado el próximo trabajo del director de Session 9.

Por otro lado, de Larry Fessenden no se puede decir que esté tratando de regresar a su ópera prima, ni que busque el favor de nadie, sino más bien al contrario. El aficionado ha tendido a ignorar su carrera de radical independencia como director y productor de jóvenes talentos, familiarizándose únicamente con su rostro —ha aparecido como secundario en numerosos filmes de terror ¡hasta en un par de Brad Anderson!— sin que la mayoría del público asocie su nombre. Para él la memoria del género es un punto de partida, no de llegada, lo que hace de sus escasas realizaciones —la última para la gran pantalla fue The Last Winter en 2006— objetos singulares, ajenos a modas y, en cierta manera, disruptivos en el panorama fílmico. Fessenden no trabaja con la tradición icónica del fantástico, sino con la conceptual; es decir, con ideas atemporales que en cada época deben regenerar sus formas para volver a tomar cuerpo. Entre ellas se encuentra el mito de Frankenstein, uno de los más difíciles de plasmar en imágenes a la altura de un texto que en los dos últimos siglos no ha dejado de expandirse en lo visual y en lo escénico sobre la rocosa (y todavía incartografiable) base literaria de Mary Shelley. Por desgracia, lo mejor que cabe apuntar de Depraved, el retorno de Fessenden a la dirección cinematográfica, es que no se arredra ante dicha dificultad y se atreve con una visión propia del legado. Recordemos que su dimensión más existencial ya había sido reinterpretada en clave contemporánea por el Frankenstein (2015) de Bernard Rose; sin renunciar a esta veta central del clásico, Fessenden incardina el drama en las dinámicas del capitalismo actual relativas a la emprendeduría, a menudo un microrégimen de esclavitud presto a ser canibalizado por poderes corporativos ingobernables. Tamaña aspiración —Fessenden deja los divertimentos de serie B y los homenajes para las películas que no dirige— no se compadece con unas formas deficientes y una narrativa propia de un directo a vídeo, que no hubieran pasado el corte de un gran festival de no ser por su distribución por el sello Midnight de IFC, compañía adscrita a Sundance, que atrajo la atención y la indulgencia de cierta crítica especializada. A pesar de ello, es innegable su romanticismo y hasta coherencia con el discurso al hacer gala de un storytelling más característico de los años 90 que de nuestra época, negándose a participar en la estética consensuada de un orden político y económico, como veíamos en entregas anteriores, sobradamente representado en Sitges.

Depraved

III.

El caso de Fessenden nos invita a profundizar en la repercusión real de la autoría en el seno del fantástico. Es posible que dentro de pocos años las desoladoras respuestas a la pregunta «¿quién es Larry Fessenden?» se repitan al inquirir en cualquier festival «¿quién es Fabrice Du Welz?». Ahora bien, mientras que el norteamericano ha ido adentrándose en capas del terror donde no llegan los flashes de la alfombra roja que pisan las jóvenes promesas del género hoy en día, Du Welz ha ido saltando a órbitas cada vez más exteriores, entre el público de Locarno y el de Netflix, desde aquellas Calvaire (2004) y Vinyan (2008) con las que se camufló entre el horror extremo francés de entonces. Su último trabajo, Adoration, se ha entendido como el destino final de la aplaudida Alleluia (2014), que con la mencionada Calvaire vendría a completar la llamada trilogía temática de las Árdenas de Du Welz; por otro lado, el autor galo ha declarado su intención de continuar (no homenajear, importante matiz) el realismo poético de Marcel Carné y Jean Cocteau. La realidad es que, como los protagonistas de la historia de amor sin límites que relata, los fundamentos teóricos de Adoration se pierden de vista una vez echa a volar por sí misma. La fotografía en 16mm de Manuel Dacosse y la banda sonora de Vincent Cahay describen un mundo perdido entre las brumas de dolor y muerte que se ciernen sobre Paul (Thomas Gioria) y Gloria (Fantine Harduin), culminando en el plano más hermoso que pudo verse en el festival, una constatación de la ilegibilidad de la belleza y de la existencia. Irónicamente, la película deviene puro fantástico al desviarse de las últimas tendencias del género y  emanar, en cambio, de lecturas personales y no industriales de un acervo cultural común.

Algo parecido le sucede a Nina Wu, del realizador taiwanés de origen birmano Midi Z. La impresión tercermundista que nos evoca su Myanmar natal, poco favorable a la producción audiovisual —tampoco la industria taiwanesa pasa por su edad de oro en términos creativos—, así como las vagas lecturas antropológicas con las que la crítica trataba de conferir densidad a títulos como Return to Burma (2011) o City of Jade (2016), no anticipaban la contundencia de los nuevos registros que ensaya su última película. Esta sigue los pasos de una actriz taiwanesa (Wu Ke-xi) quien, en sus intentos por progresar en su carrera, va adentrándose en ambientes cada vez más turbios y exponiéndose a todo tipo de degradaciones. La crítica generalista, desubicada por un título que supone cambiar las texturas documentales, ásperas, de la filmografía previa de Midi Z por la intensidad cromática y el barroquismo de los escenarios oníricos, ha intentado adscribir la película al movimiento #MeToo por el mero hecho de que el guion (escrito por la propia Wu Ke-xi) se inspire en el caso Harvey Weinstein (y acaso otros más cercanos a la trayectoria de la intérprete). Como denuncia, sin embargo, carece de recorrido, en la medida en que la diégesis no permite distinguir entre realidad y fantasía; pero si nos remitimos a la aún influyente Perfect Blue (Satoshi Kon, 1997), reconoceremos las formas similares de una pesadilla activada por el intento de sustituir la propia identidad por una imagen-espectáculo comercializable. El lugar de Nina Wu no era el zoológico de la sección Un Certain Regard de Cannes, ni tampoco los festivales de Asia-Pacífico —tan respetables como invisibles— donde se ha presentado, sino Sitges, donde no solo estuvo, sino que ganó el premio de la sección Noves Visions gracias a uno de esos aciertos de selección que aún nos recuerda al que otrora fue cuna del fantástico.

Coincidiendo ambos en el festival catalán, la circulación del film de Midi Z no puede ser más diferente respecto a The Long Walk (Bor Mi Vanh Chark) de Mattie Do, cineasta de Laos criada en Los Angeles cuyo país de origen apenas ha empezado a dar pasos perceptibles en la industria cinematográfica, en gran medida gracias a su labor como directora y productora. Aunque sus entrevistadores (y el equipo de programación de Sitges) insistan en subrayar cuestiones de género —menos relevantes que su educación y contactos en el extranjero, que le han brindado más oportunidades de mostrar su talento que a cualquier otro paisano suyo—, lo que ha decantado su selección en el circuito de festivales de cine fantástico, en vez de otros más generalistas, es el hecho de que sus películas participen de las leyendas de fantasmas de la península de Indochina, si bien bajo un prisma muy personal. De hecho, los problemas de montaje de la película, un thriller sobrenatural con elementos de ciencia ficción y varias líneas temporales, derivan de la dificultad de delegar  la concreción técnica de su visión en colaboradores de los que Do depende absolutamente, perdiendo efectividad por el camino. Ello no es óbice para considerarla una de las directoras más interesantes de Sitges 2019, y de hecho me atrevería a decir que su futuro pasa por convertirse en cineasta total, habida cuenta de que su concepción del fantástico es centrífuga respecto a unas tradiciones y una memoria colectiva que, como explicaba más arriba, complican la configuración de universos autorales en el género.

Adoration

IV.

Como es de esperar, la disonancia entre los artistas y su teórico nicho de público tiende a verse como problema antes que como reclamo por festivales y distribuidoras, lo que fomenta aquellos enfoques y temáticas que mejor aseguren una recepción entusiasta. Uno de ellos es la comedia negra (que no de terror, subgénero mucho más difícil y por tanto menos cultivado), sobre la que apenas se ha reflexionado a pesar de su éxito. Aunque actualmente la temática parece atravesar un ligero declive, en la última década Sitges ha sido uno más de los certámenes que han salpimentado sus line ups recurriendo a directores como Ben Wheatley (Sightseers, 2012), E.L. Katz (Cheap Thrills, 2013) o Alice Lowe (Prevenge, 2016), garantía de productos que divierten al espectador a la par que alaban su inteligencia y su sentido crítico, en vez de hacernos sentir desorientados o incluso estúpidos, como suele suceder con el fantástico más insidioso y conflictivo.

Este año el refugio de los programadores fue la canadiense Noche de bodas (Ready or Not, Tyler Gillett y Matt Bettinelli-Olpin), típico fenómeno de festival consistente en un virado de El malvado Zaroff (The Most Dangerous Game, Irving Pichel y Ernest B. Schoedsack, 1932) hacia una iconografía irresistible —una novia armada hasta los dientes defendiéndose de aristócratas asesinos— y aseada de estridencias pop, gracias a las penumbras de la fotografía de Brett Jutkiewicz y al recargado diseño de producción de Andrew M. Stearn, aportaciones que confieren gravedad a la de por sí inspirada labor interpretativa de Samara Weaving (compárese, por ejemplo, con el aire trash del personaje de Leticia Dolera en [•REC]³: Génesis [Paco Plaza, 2012]). Un peso fílmico crucial para contrarrestar el maniqueísmo de lucha de clases que propone, artefacto válido para cualquier comedia convencional, pero que aquí termina embridando las escenas más gore y fiándolo todo al montaje, a la postre incapaz de construir un crescendo que trascienda la sucesión de episodios moderadamente macabros.

En este territorio paradójico de la comedia negra para público amplio se mueve la también canadiense Harpoon (Rob Grant), que aspiraba a ser la Donkey Punch (Oliver Blackburn, 2008) de esta edición y se queda muy lejos de la cota de humor cafre de aquella, pese a plantear sobre el papel secuencias igual de escabrosas y hobbesianas, a propósito de la excursión de tres jóvenes en un yate donde emergen tensiones sexuales y maníacas no resueltas. Hasta el elemento que da título a la película parece desaprovechado, más aún al advertir en su metraje un sustrato de misantropía que, sin embargo, no se materializa en imágenes agresivas, susceptibles de violentar el marco expresivo institucionalizado por festivales que invitan a sonreír ante un cine tan gamberro y tan tolerado como el tirar petardos en Nochevieja. Pero el público no siempre sonríe, y a muchos no se les escapa la degradación del subgénero que deja expuesta Come to Daddy (Ant Timpson), con la que Elijah Wood persiste en consolidarse como actor de culto para una generación a la que le basta con Nicolas Cage para hiperventilar propuestas. La película responde al tópico de cortometraje alargado en la medida en que agota todo su sentido después de un divertido arranque —un tenso cara a cara entre Wood y Stephen McHattie (Pontypool [2008]), este sí verdadero actor de culto—, tras el cual se revuelve inútilmente en su afán por permanecer a la sombra de los Coen.

Es sintomático, no obstante, que la mediocridad de Come to Daddy no le haya impedido dar zancadas de festival en festival, desde el Fantasia a Sitges pasando por el FrightFest o Tribeca. La distribución líquida de esta clase de títulos, como anticipábamos al comienzo de este apartado, es coherente con la función instrumental que desempeñan en el contexto de las respectivas programaciones, lubricando maquinarias desgastadas para evitar que se detengan y haya que replantear su diseño desde cero. También plantea preguntas el hecho de que el filme más aplaudido de los reseñados, Noche de bodas, sea un producto Fox Searchlight, es decir, Disney, con el que la major persevera en su campaña conquistadora de todo tipo de mercado: en este caso, el suculento nicho del cine de terror de verano —menos arriesgado que la típica producción Searchlight de perfil indie—, donde el filme cosechó un relativo éxito (6º puesto en la taquilla de su primer fin de semana) después de una espectacular distribución en 2.855 cines de EE.UU. 1

Los festivales están siendo la herramienta para alinear lo que a los aficionados se nos presenta como obras de un gusto exquisito, cultivado, con los intereses industriales de las compañías audiovisuales más poderosas del planeta. Y la comedia negra, como el thriller, son los géneros más maleables para tales propósitos. A nadie le puede extrañar que un filme tan poco comercializable como la mencionada Depraved de Fessenden se proyecte en Sitges fuera de competición; mientras que Swallow (Carlo Mirabella-Davis), un thriller psicológico de la misma distribuidora IFC Films —adscrita al conglomerado televisivo AMC Networks—, que no es cine fantástico y justamente por ello pertenece al sello Sundance Selects, en lugar de IFC Midnight, se encuentre en la Sección Oficial. ¿Por qué? Seguramente se deba a criterios estrictos de calidad, pero resulta que además la de Mirabella-Davis cumple mejor que la de Fessenden las dos condiciones que demanda la distribuidora en sus actividades de mercado: rostros conocidos sobre cuyos hombros depositar el peso de la producción —la protagonista es la actriz y cantante Haley Bennett— y un enfoque fuerte en términos de marketing —la historia de una ama de casa, dependiente de un marido rico, cuya inestabilidad psicológica le induce la compulsión de tragar todo tipo de objetos— 2. Contención y sensibilidad con pátina feminista: bienvenidos al festival de cine de terror más importante del mundo.

Come to Daddy

V.

A los lectores que hayan tenido la paciencia de seguirme hasta aquí quizá les desanime el panorama que he dibujado en las tres partes de esta cobertura. ¿Tan mala es la situación del cine fantástico y de terror? ¿Es que ya no cabe esperar nada del circuito de festivales? Son conclusiones a las que podría llegar cualquier análisis crítico de Sitges. Pero conviene tomar perspectiva desde una cierta distancia, más allá de la reseña de las películas vistas —cualquiera podría sacar ese tipo de “cobertura de Sitges” sin necesidad de haber asistido al evento, solo con las películas estrenadas en cartelera o en diversas plataformas— o de festivales grandes como el que nos ocupa.

Tomemos, por ejemplo, una película como Antrum: The Deadliest Film Ever Made (Michael Laicini y David Amito, 2018). Promocionada con el divertido e intrigante reclamo de, como indica su título, ser una obra letal para quien la exhibe o la contempla —según un detallado historial de cines en llamas y muertes inexplicables desde su supuesto estreno a finales de los 70—, se presenta en Sitges con dos pases entre semana y en horarios de escasa asistencia, después de ¡un año! recorriendo el mundo por certámenes más pequeños. Adelanto ya al lector que se trata de un film mediocre, a pesar de la sugestiva premisa de la ficción dentro de la ficción—dos hermanos cavan un agujero en un bosque para practicar un ritual por el alma de su perro muerto y abren una puerta al Infierno—. Las referencias a The Ring (Ringu, Hideo Nakata, 1998), El proyecto de la bruja de Blair (The Blair Witch Project, Daniel Myrick y Eduardo Sánchez, 1999) o el ya clásico televisivo de John Carpenter El fin del mundo en 35mm (Cigarette Burns, 2005) le vienen enormes a un mockumentary incapaz siquiera de emular creíblemente la filmación setentera en celuloide, con demasiados tics visuales de nuestra época; por no hablar de su torpeza a la hora de explotar su dimensión metacinematográfica, saturando el metraje de insertos y disclaimers que provocan un efecto de artificialidad contrario al deseado.

Pero todo esto solo hace más admirable el hecho de que, según las crónicas de entonces, sus responsables mantuvieran el tipo ante la audiencia del festival de Brooklyn, donde tuvo lugar su premiere mundial en octubre de 2018, y defendieran el material como auténtico en un esfuerzo por mantener el hechizo que inevitablemente se rompería durante la proyección 3. Con todo el oportunismo y el ansia de notoriedad que se quiera, los autores de Antrum y el festival de Brooklyn coincidían en la intuición de que los aficionados deseaban ese tipo de experiencia e hicieron su apuesta, pese a no ser finalmente refrendada por la calidad del producto. Lo que habría que preguntarse un año después es: ¿cuál es la apuesta de Sitges 2019, rescatando en dos discretos pases una película que podría haber estado en la edición anterior? ¿Deberíamos simplemente agradecer el haberla podido ver aquellos afortunados con medios y disponibilidad para desplazarnos allí? ¿Es el festival de Sitges algo más que un buffet libre del fantástico anual y de todo lo que quieran exhibir sus programadores y distribuidoras amigas?

El caso Antrum es significativo por dos razones. La primera es que Sitges no ha sido el comienzo, sino el final de un recorrido puerta a puerta por la comunidad del cine de terror. Porque todavía hay una comunidad. Por supuesto, no la que imaginan algunos productores y programadores, fabricada a golpe de autoenunciados y exhibición de sentimientos a la manera de grotescos colectivos ideológicos. Una comunidad real no se define, es.

Lo que está ocurriendo en el cine de terror, con las particularidades de nuestra época, no es tan diferente a otras en que la industria trataba de domesticar el género al servicio de dinámicas comerciales establecidas. Y siempre ha habido y habrá una demanda insatisfecha de algo que no se limita a emociones fuertes, fiestas frikis u homenajes a universos devenidos provincias mentales. Ese algo es una zona muerta, extramuros de los constructos culturales que la sociedad ha sancionado como operativos; es decir, de la cultura que arbitra la dialéctica entre las normas por la que nos regimos y su crítica, legitimando el sistema por el hecho de comentarlo, aunque sea negativamente. En lo profundo el cine de terror no es crítico, sino liberador. No cuestiona las estructuras, sino que las contempla desde fuera, desde la inmensidad del paisaje lunar aún no conquistado de la existencia. Una área que no reconocen los suplementos culturales de los periódicos ni los seminarios convalidables por créditos de libre configuración, aunque a veces hablen de un cine de género que enseña la patita y se deja acariciar, normalmente después de que la crítica cultural o la explotación pop le haya limado los colmillos.

Nuestra comunidad no reúne simplemente a los aficionados al cine fantástico o de terror. Estamos aquellos que afirmamos la vigencia de dicho paisaje, sea desde dentro del mainstream o desde la radicalidad absoluta. Algo que antecede al lenguaje con que se expresa, y ahí reside el problema y el segundo motivo de ejemplaridad de Antrum, al constituir un fracaso del que se puede aprender: intentar estimular esa zona muerta a partir de recursos del subgénero de found footage estructuralmente ya asumidos por la industria y la crítica, cuando debería ser al contrario, la sensación de hallazgo de un cuaderno de bitácora con imágenes desconocidas hasta el presente. El fantástico es una intuición que se interpone entre las etapas más oscuras y primitivas del pensamiento racional, cuando aún no está formado del todo, y un lenguaje al que fuerza a reinventarse, a evolucionar o a callar para no ofuscarla; en otras palabras, el recuerdo de una mirada al abismo que empieza a difuminarse desde el mismo momento en que uno trata de articularla desde estructuras comunicativas familiares, industrializadas. El terror nace de aquella experiencia que desborda nuestro lenguaje, por lo que el cine de terror debe hacer de las imágenes una experiencia, y no al revés.

Tal era el propósito que parecía justificar la sección Noves Visions, una de las más devaluadas en Sitges en los últimos años. Para recuperar aquel espíritu de la imagen-experiencia ha sido necesaria la irrupción en el panorama de la sueca Koko-di Koko-da (Johannes Nyholm), otro título con el que Sitges ha ido a la zaga del resto de festivales, grandes y pequeños. La película no es más que la puesta en imágenes de lo que cualquiera entiende por una pesadilla. Aunque esta palabra se emplee alegremente para denominar cualquier filme de terror plagado de atrocidades o monstruos espeluznantes, su sobriedad nos recuerda que la pesadilla es todo lo contrario: una fantasía con elementos muy básicos que se repiten sin sentido ni posibilidad de escapatoria. Nyholm liga el dispositivo de manera transparente con el sentimiento de duelo que arrastra la desgraciada pareja protagonista, pero con la inteligencia de no reducirlo a un mero mecanismo psicológico. Más bien, el aire infantil de la propuesta, desde la música a sus encuadres cerrados, poco dados a lo contemplativo, nos remite a los cuentos macabros que precisamente han moldeado nuestra psicología desde lo antropológico; es decir, a certezas profundas en el seno de la sociedad que nuestra mente asimila (o no) al transfigurarse como ficciones.

Podríamos hablar de otros títulos exhibidos en Sitges que en su aparente modestia imponen su propio lenguaje; como The Furies (Tony D’Aquino), que inocula los códigos del terror rural en una temática distópica, contaminando las lecturas asociadas a ambos hasta el punto de constituirse en eslabón perdido entre el terror extremo post 11-S y la crisis moral e institucional tras el colapso del sistema financiero; o Body at Brighton Rock (Roxanne Benjamin), un cambio de orientación del survival de fuera a adentro, con un tono ligero que señala a su protagonista millennial —a medio hornear vital y profesionalmente— como el verdadero cuerpo extraño del paraje agreste, adulto, donde transcurre la película. Son trabajos que también van conformando modestamente la antropología audiovisual de nuestro tiempo antes y después de llegar a Sitges, en eventos de menor tamaño donde reciben la atención que requieren: la labor de un festival consiste en detectar estas corrientes cuando aún son pequeñas y ensanchar sus cauces, de manera que puedan crecer por sí mismas y resquebrajar la pared de roca que soporta el statuo quo cultural, en lugar de concentrarlas en estanques para que chapoteemos plácidamente los aficionados. En realidad, la tradición de la que hablábamos al comienzo de este texto no tiene nada que ver con las ficciones y sus autores, sino con la actitud de mirar a la oscuridad a través de ellas, por lo que no tiene sentido seguir venerando las que han dejado de servir a su propósito. Hay que renovarlas cuando empiezan a iluminar demasiado y estorbar dicha voluntad de mirar donde la mayoría no se atreve.

Aun contagiados de la tendencia bulímica de sus hermanos mayores, esta tarea la están entendiendo mejor los pequeños festivales como Terror Molins, la Semana de Cine Fantástico de San Sebastián, FantBilbao o Nocturna 4; o, en el terreno internacional, el FrightFest, el Yubari International Fantastic Film Festival o, más grande, el Screamfest. Es posible que en sus respectivas selecciones encontremos muchos títulos proyectados en Sitges, pero ello no significa que sean equivalentes: a través de su peso en la programación, de las presentaciones, de las actividades paralelas y de los descartes de aquellas obras susceptibles de esclerotizarlos, cada festival establece nuevos vasos comunicantes entre el cine y la zona muerta compartida por la comunidad de amantes de lo fantástico (no solo «del» fantástico), esa intuición colectiva de la oscuridad que continúa presente incluso cuando todo está iluminado. La personalidad de un festival, por tanto, no se mide por la cantidad de títulos que proyecta, sino por la sombra que arroja su conjunto sobre la planicie cultural que habitamos. Y la de Sitges es la de un mono gigante.

Antrum

  1. Aunque algunos medios aplicaran la lógica del blockbuster para sentenciar como un fracaso que la película no alcanzara las primeras posiciones de la taquilla, es recomendable afinar el análisis en el caso de producciones de bajo presupuesto o destinadas a segmentos concretos de audiencia. Ver NEWSBY, Richard (2019): «‘Ready or Not’ and Horror’s Next Frontier», en www.hollywoodreporter.com. https://www.hollywoodreporter.com/heat-vision/will-ready-not-launch-a-disney-horror-trend-1235004
  2. Para profundizar sobre el funcionamiento de las distribuidoras recomiendo encarecidamente esta recopilación de datos para el Sundance Institute por MANASHIL, Liz  y GREEN, Rebeca (2019): «We Spoke to Dozens of Distributors; This is What They Want in a Film«, en www.sundance.org. https://www.sundance.org/blogs/creative-distribution-initiative/2019-what-distributors-want-in-a-film
  3. Ver cobertura de Gena Radcliffe para www.thespool.net publicada a título póstumo (la autora resucitó dos días después con un nuevo texto). https://thespool.net/movies/2018/10/brooklyn-horror-film-festival-dispatch-part-1/
  4. En la última edición del festival madrileño, que va acabando su travesía en el desierto gracias a una nueva dirección, se proyectaron los mencionados films de D’Aquino y Benjamin entre otros trabajos interesantes. Ver crónicas completas de Ignacio Pablo Rico en esta misma publicación. https://cinedivergente.com/category/festivales/festivales-2019/nocturna-2019/
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