Sitges 2020 Online (I)
El mundo perdido Por Álvaro Peña
I.
Este año no he pisado Sitges.
Si hay algo en común entre afrontar una pandemia y hacer fantástico, es que ambos empeños han de afirmarse sobre un principio de realidad que no todo el mundo es capaz de aceptar —como el lector es inteligente, no será necesario ahondar en diferencias obvias—. Principio que debemos asumir también los que hacemos crítica: de ahí que comience poniendo negro sobre blanco la decisión más difícil de este año en lo que concierne a mi faceta cinéfila, después de más de una década corriendo de una sala a otra cada octubre en el bello pueblo del Garraf.
Carece de sentido cualquier dramatismo, no obstante, si se compara mi determinación con la de la organización del festival, resuelta a mantener una edición presencial en las fechas previstas de este aciago 2020. El dato nada más clausurarla, a plomo: una caída del 53% de la recaudación respecto al año anterior. Decrecimiento que es obligado relativizar considerando un aforo inicialmente reducido al 66% y las tres últimas jornadas al 50%, en cumplimiento de un cambio repentino de normativa por un gobierno autonómico desesperado (como todos en este país, en este tiempo).
Al margen de la taquilla, que por sí sola no da idea del impacto cultural de una edición en concreto —tampoco las estadísticas anuales que proporciona la organización han sido siempre consistentes—, solo cabe felicitar al festival por algo que a toro pasado parece razonable, pero que en agosto algunos contemplábamos como una locura: su desarrollo con unas mínimas garantías sanitarias. Ante la pésima capacidad de rastreo de contagios en toda España y la falta de transparencia de las autoridades, que hacen imposible certificar la ausencia total de brotes de coronavirus asociados a cualquiera de los festivales de otoño, debemos recurrir al testimonio de periodistas y críticos de confianza allí desplazados. Y si voces independientes como las de Manuel Iniesta o Diego Salgado dicen que vieron aplicarse con rigor las normas de prevención e higiene en Sitges 2020, incidencias menores aparte, no me cabe duda de que así fue. Mi impresión en la distancia, de poco valor pero a buen seguro compartida, es que la organización, con su director Ángel Sala al frente y con la ayuda de voluntarios y de un público comprensivo y responsable, ha salvado el festival. Así que, lo primero de todo, gracias.
II.
¿Gracias por qué? Que un festival o cualquier evento cultural sobreviva a la pandemia no es necesariamente una buena noticia. No, al menos, en un contexto en el que públicamente nos declaramos concienciados de la emergencia de aumentar el presupuesto sanitario en UCIs o en atención primaria, a fin de que menos personas mueran estrujándose el pecho en unos confinamientos que van transformando nuestros hogares en mausoleos. Dado que como sociedad hemos decidido que merece la pena seguir invirtiendo dinero público en cultura, en vez de volcar todos nuestros recursos en paliar la miseria y el sufrimiento de los más vulnerables, lo mínimo es pedir a cada uno de esos eventos que justifiquen su aportación al panorama sociocultural. Así pues, cabe preguntarse si merece la pena que el gobierno de España, entre otras entidades públicas y privadas, aprobara el 19 de mayo de este 2020 la concesión de 125.000 euros de ayuda (25.000 euros más que el año pasado) al festival de Sitges 1.
Los lectores que siguieran mi cobertura de la edición del año pasado en esta misma publicación o, sencillamente, que entiendan el fantástico como algo más que una panoplia de subgéneros para pasar el rato, comprenderán el sentido último de la cuestión. ¿Qué nos aporta Sitges en un año tan terrible, en el que todo tipo de tragedias y carestías llaman a puertas cada vez más cercanas a la nuestra? Por si aún quedara alguno de aquellos incondicionales que enterraban toda crítica al festival —y cifraban su madurez— bajo el calificativo de «hater», el mismo Sala reconoce la pertinencia de la pregunta al abordarla directamente en sus palabras de bienvenida en el catálogo de la edición: «Hablar de cine, y de cine fantástico, en este contexto inestable, preocupante y trágico para muchas personas no es ni arbitrario ni estéril […] (el festival) se enfrenta a la paradoja de la materialización de lo que era materia de la especulación en auténtica textura de lo cotidiano a causa de la pandemia […] Es imposible gestionar nuestro mundo global […] cuando todos esos sistemas, esa red orgullosamente uniforme se ha desmoronado por un simple virus que no entiende de fronteras, egos ni diferencias sociales o raciales» 2.
Era la hora de discursos oportunos, que propusieran nuevos márgenes para la especulación fértil, alternativos a un sistema disfuncional. Características que brillaban por su ausencia en buena parte del fantástico de alfombra roja de otras ediciones. Pero la cultura del evento, aquello que para muchos insuflaba significado al festival (y al cine según lo entendían), ha saltado por los aires este año; desde la premiere con desfile de estrellas internacionales al cóctel in memoriam del director del que tocara celebrar aniversario. Y no es lo único. Algunos considerábamos que la relación del festival con Netflix semejaba una simple sinergia comercial antes que una apuesta por nuevos formatos prometedores para el fantástico; independientemente de si teníamos razón, lo indiscutible es que este año Netflix ha abandonado al festival como un barco hundiéndose, y vamos a dejar ahí la metáfora 3. La imagen que nos dejan esta y otras deserciones —la más sonada, la de ¡Desconectados! (Save Yourselves!, Alex Huston Fischer y Eleanor Wilson, 2020), retirada de la Sección Oficial al estrenarse sin previo aviso en diversas plataformas de streaming durante el festival— es la del desmoronamiento de las cúpulas doradas de un modelo cuyos arbotantes, a su vez, tampoco eran la difusión cultural o el amor al fantástico, sino intereses corporativos públicos y privados.
En contra de los clichés de la épica de autoayuda, la pandemia no saca lo mejor de nosotros mismos. Solo deja expuesto aquello que ya preexistía, el principio sólido sobre el que la naturaleza se abate inclemente. Que el festival se viera obligado a prescindir de muchos invitados —aunque no de la alfombra roja —; a limitar el número de sesiones y de títulos exhibidos a raíz de la estampida de distribuidoras; así como a cancelar actividades paralelas como la Zombie Walk (la más popular), no le devolvía cualesquiera esencias perdidas, pero sí la mirada sobre las declaradas. Es decir, sobre el cine fantástico que este año había sido llamado a izar el estandarte de Sitges sobre salas medio vacías, calles desiertas y, según qué testimonios, una atmósfera de miedo triste y mundano, del que nos hace arrastrar los pies en lugar de correr. Un género capaz todavía de especular sobre esa nueva textura de lo cotidiano a la que aludía Sala, de sacudirnos nuestra alma recién sentenciada al purgatorio de lo real que prefiguraban cintas como Pulse (Kairo, Kiyoshi Kurosawa, 2001) o El caballo de Turín (A Torinói ló, Béla Tarr, 2011). ¿Ha estado, pues, ese fantástico a la altura de nuestra fe de secta del fin del mundo, que insiste en velar una capilla consagrada a la cultura durante esta larga noche de difuntos de la que aún no hemos amanecido?
III.
La respuesta más equilibrada por quienes únicamente hemos experimentado el festival de manera virtual, a través de la muestra de títulos volcada para el streaming en su web, sería «sí, este año se ha podido ver esa clase de fantástico en Sitges 2020». Una afirmación que, estoy seguro, podrían suscribir en su literalidad muchos de los asistentes a la edición presencial. Sin embargo, aun coincidiendo en la expresión, al lector (como a mí) le sonará más auténtico, incluso autorizado, el juicio de quien se ha sentado en una butaca de, pongamos, el Retiro, cine histórico del festival, a disfrutar como es debido de sus proyecciones en sala y en complicidad con otros espectadores.
Esto merece una reflexión más allá del romanticismo y del cariño que cualquier cinéfilo le profesa a la sala de cine frente a los formatos domésticos. Porque si al fantástico se le han abierto un año más los cines del pueblo, ha sido en marcado contraste con otras citas internacionales que no han asomado la cabeza de sus madrigueras online excavadas a toda prisa, tales como el Fantasia de Montreal, el Fantastic Fest de Austin o el FrightFest de Londres; cuando no han sido directamente canceladas, como el Brussels IFFF, cuya celebración se había previsto para el pasado abril en la capital belga. Teniendo en cuenta que a Sitges no le favorecían los nefastos datos epidemiológicos de nuestro país, el hecho trasluce una determinación de mantener el formato presencial, la cual, siendo sinceros, probablemente estaríamos todos tachando de irreflexiva si no hubiera llegado a buen puerto.
Cada cual es libre de imaginar las razones de tal empeño, pero incluso asumiendo lo más prosaico —como en cualquier otro sector, la maquinaria no puede detenerse sin sufrir una descapitalización de relaciones y de fondos públicos—, es innegable la consciencia de que Sitges, en un grado no menor al de los festivales de clase A como San Sebastián, carece de sentido sin presencialidad. Podría aducirse que ello guarda relación con la cultura del evento que denunciábamos de otras ediciones; incluso si así fuera, la eventificación (es decir, la gentrificación sintomática) no alcanzó a la edición online, a diferencia de otros festivales que imponen periodos de visionado de pocas horas o azuzan a CM mal pagados para que creen microhypes artificiales en las RRSS. Parece evidente que los esfuerzos se concentraron en persuadir a las distribuidoras para exhibir sus filmes a sabiendas del impacto en su explotación posterior (visionados que detraen rendimiento posterior en taquilla o alquileres, riesgo de piratería, etc.), resultando en una generosa muestra del festival accesible en la plataforma online: nada menos que 155 títulos de los 254 finalmente proyectados.
Possessor Uncut
Ahora bien, el veto de algunas distribuidoras al streaming de títulos como Possessor Uncut (Brandon Cronenberg), Baby (Juanma Bajo Ulloa), She Dies Tomorrow (Amy Seimetz) o The Queen of Black Magic (Kimo Stamboel), de cuyo peso en la cosecha anual de fantástico dejó constancia el palmarés 4, indica la difícil correspondencia entre Sitges 2020 y su trasunto online. Por si quedara alguna duda del carácter subsidiario de la versión virtual respecto a la presencial, puede ser de interés para el lector saber que de esos 155 títulos, la acreditación para prensa online tan solo incluía 21 largos y 23 cortos, entre los que únicamente se contaban 5 títulos de la Sección Oficial a Competición. Una acotación esta última que ningún medio serio podría considerar base de una cobertura, como tampoco un festival que se respetara a sí mismo, dicho sea de paso —en Cine Divergente hemos adquirido entradas como público online para ampliar nuestra perspectiva—.
Todo esto subraya, sin embargo, la identificación de Sitges con las proyecciones en salas de cine y otras actividades presenciales, y devuelve una valiosa perspectiva a un festival que había crecido demasiado como para llevar a cabo un autoanálisis: en una época en la que para vindicar el cine entre la miríada de afluentes del audiovisual otros se echan en brazos de la prensa amiga, las celebrities y el glamour a expensas del contribuyente, en Sitges el evento siempre ha sido y será la reunión de los aficionados en torno al cine fantástico. El cual, si le dejan, se vindica por sí solo.
IV.
Qué perogrullada, pensarán algunos. Naturalmente, el cine fantástico debería ser el evento en un festival que se declara especializado en la temática. Pues bien, en Sitges esta trivialidad no solo se ha ignorado al menos en el último lustro, sino que se ha llegado a discutir al calor de debates bizantinos sobre lo que es cine de género o no —la conclusión siempre era la misma: fantástico es aquello que se proyecta en Sitges—. Si se me disculpa la autocita, un servidor terminaba su crónica del año pasado defendiendo que la misión del festival es «establecer nuevos vasos comunicantes entre el cine y la zona muerta compartida por la comunidad de amantes de lo fantástico (no solo “del” fantástico), esa intuición colectiva de la oscuridad que continúa presente incluso cuando todo está iluminado».
Izquierda, cena del diario El Español; derecha, La maldición de Lake Manor (Roberto De Feo)
Y en 2019, cuando todo estaba iluminado, las cintas más favorecidas en visibilidad por la estructura de Sitges orientada al evento fueron El faro (The Lighthouse, Robert Eggers, 2019) y El hoyo (Galder Gaztelu-Urrutia, 2019): la primera, una muesca autoral en la contribución de Robert Pattinson al género menos relevante que, por ejemplo, La saga Crepúsculo: Amanecer – Parte 2 (The Twilight Saga: Breaking Dawn – Part 2, Bill Condon, 2012); la segunda, un impecable mecanismo de relojería ideológica diseñado para un tiempo en el que ya no vivimos, aunque muchos aún no se hayan percatado. Si queremos cine político, basta comparar las imágenes de la infausta celebración de las élites nacionales auspiciada por el diario El Español el pasado octubre con las de La maldición de Lake Manor (The Nest) (Il nido, Roberto De Feo, 2019), triunfadora moral de Sitges 2019 aún de plena vigencia.
Pero hoy, en sintonía con las palabras de Ángel Sala, he de cambiar el énfasis en las mías: un festival de cine fantástico debería servir a la intuición colectiva de la oscuridad que continúa presente… incluso cuando todo está oscuro. Las sombras que nos envuelven en 2020, más que tinieblas que nos impidan ver el mundo, semejan gélidas brumas que nos arrebatan la voluntad de contemplarlo. Más que un fantástico que esculpa formas espectrales a partir de esa niebla vampírica —algo difícil para las producciones pergeñadas en tiempo prepandemia—, precisamos uno que combata la apatía de nuestra mirada, que aleje la tentación de subsumirnos en una Gran Derrota delegada en nuestros representantes políticos. Tras unos años en los que los grandes festivales (no solo de cine de género) jugaban a hacer Historia, ha llegado por fin la historia de verdad, con la vulgar minúscula que precede sus hechos terribles, y les ha sorprendido como a niños disfrazados, mudos de terror. Las capas han caído y, de repente, la realidad que se cierne sobre todos nosotros se parece a imágenes que despreciábamos, a películas que trataban de hablarnos y que acababan encontrando su voz en pequeños festivales y muestras locales, cuando no en formatos domésticos. De repente, hemos recobrado las ganas de mirar.
V.
Como si se tratara de un íntimo amigo (o enemigo, si prescindimos de la cursilería), algo bonito de ser un asiduo a cualquier festival es que puedes anticipar las reacciones a determinadas películas, aun con cabida para la sorpresa o la decepción. De hecho, si le pregunté a Diego Salgado 5 sobre el ambiente que había generado Mandibules (Quentin Dupieux), no fue tanto por corroborarlo como para recrearme en la ensoñación del visionado en sala que no pude experimentar, pero sí imaginarme desde casa. Hemos visto innumerables películas que pretenden transmitir la alegría de vivir, pero a la de Dupieux —una comedia en torno a las vicisitudes de dos amigos que se topan con una mosca gigante (sic)— la recorre algo más raro, la alegría de existir. O, para ser más exactos, la alegría de ser.
Aquellos lectores habituados a leer crónicas de festivales y, pese a todo, aún tan poco sofisticados como un servidor, se habrán echado a temblar pensando que les aguarda la descripción relamida de un éxtasis cinéfilo que, en todo caso, debiera haberse desparramado en las redes sociales. Para su tranquilidad, creo que aportará más a esta crónica plantearse una cuestión sencilla: ¿qué hacía una película así en Sitges? Leída convencionalmente, la pregunta se responde sola remitiéndonos al historial de Dupieux en el festival, donde ha presentado el grueso de su filmografía hasta la fecha con una acogida en general favorable, aunque cada vez más alejada del entusiasmo dispensado a Rubber (2010) o Wrong (2012). Pero, en concreto, ¿qué aportaba Mandibules al festival, a este 2020 de luna nueva perpetua donde la oscuridad cotidiana difumina los perfiles de cualquier alegato de optimismo? ¿Un rayo de luz, tirando de cliché?
Mandibules (Quentin Dupieux)
Sin duda, se podría decir que se trata del reverso luminoso de la anterior obra de Dupieux, la cáustica La chaqueta de piel de ciervo (Le Daim, 2019), presentada asimismo en la edición del año pasado. Aquella película hacía gala de un discurso tan frontal y descarnado que algunos lo confundimos con otra regresión a la manera de Realité (2014), fruto de la comezón intelectual improductiva, inherente a los cuadros de crisis personales y artísticas. Sin embargo, una señal nítida de que toca ampliar la perspectiva es la tipología paradójica a la que se ajusta como un guante Mandibules: la de obra menor definitiva —quizá la definición más precisa de obra maestra—.
A priori, se podría decir que toda la filmografía de Dupieux naturaliza a través de la puesta en escena planteamientos absurdos sobre el papel. Pero las andanzas del neumático asesino de Rubber, por ejemplo, no constituían una película absurda, sino eficazmente estúpida. Y no porque no hubiera inteligencia detrás: de hecho, había tanta que lograba transparentar la disparatada premisa y dejar a la vista de todos la vulgar tramoya tras ella, que no era otra que la codificación básica de cualquier slasher. Al cine del francés siempre subyacían mecanismos con vocación cosmogónica, de devenir su propia ley, fuera esta simple (la mencionada Rubber) o sofisticada (Au Poste!, 2018); universos tan umbríos como el nuestro y, pese a todo, más generosos, al menos como para permitir el humor a las ficciones que los habitaban. Frente a (y no “entre”) los dos extremos de nuestra época, que son el fanatismo ideológico y el cinismo posibilista, si la amistad de los protagonistas de Mandibules recuerda a la de Dersu y Arséniev en Dersu Uzala (Akira Kurosawa, 1975), se debe a que ambas desmienten la obediencia debida a la red de intereses que compromete nuestra supervivencia. Ahora bien, mientras que en el filme de Kurosawa a una naturaleza inmisericorde y a una civilización alienante se les resistía un humanismo problemático, enajenado como un árbol frutal en medio del desierto, en el de Dupieux son el resto de personajes los que parecen luchar contra un orden de las cosas que para los dos amigos no puede ser más cristalino. Engañosamente sencilla, la puesta en escena define este orden primordial en negativo, como un bajorrelieve cuyas formas se verían inmediatamente desdibujadas de sufrir un travelling brusco, un encuadre demasiado cerrado o un énfasis equivocado en la banda sonora. Dupieux previene su universo de derroteros espurios, dejando a su pareja protagonista perseguir sus sueños y sus afectos a través de las tenues vetas que realmente lo significan. Es decir, como adelantábamos, les permite ser. ¿Acaso no es ese mismo el reto del fantástico en 2020, ser capaz de trazarse a sí mismo en una oscuridad informe?
Pero no hemos contestado realmente a la pregunta de cuál fue el papel que desempeñó Mandibules en Sitges. ¿Qué relevancia podía cobrar respecto a, por ejemplo, el festival de Venecia, donde fue también apreciada por el público y la crítica?
VI.
Hoy más que nunca, por sí sola una película no es más que eso, una experiencia audiovisual como cualquier otra. De tratarse de una gran producción, a lo sumo devendrá evento. Sin embargo, cuando un festival trasciende la mera acumulación de trabajos y honra la citada aspiración de convocarnos en torno al cine de género, los textos fílmicos acaban integrando el tejido de una experiencia compartida, compuesta de un cúmulo de sensaciones propias y de las reverberaciones del paisaje físico y humano que las rodea. Es tentador dejarse adormecer por el murmullo cómplice de estas últimas, por la excepcionalidad pautada en la que el festival nos invita a extraviarnos de la sociedad durante semana y media. Con el tiempo, uno lo ve como lo que es: la plácida orilla de un gran azul existencial, cuya llamada traspasa las paredes de la habitación del hotel al final de un día cualquiera, nos acompaña en un paseo sin rumbo entre sesiones o nos clava en la butaca mientras desfilan los créditos finales y se vacía la sala.
Pues bien, un festival online es lo más parecido a suprimir esa orilla de referencia, abandonándonos a la deriva del catálogo streaming en un aislamiento asincrónico respecto al resto de usuarios. Alguien podría argumentar que no es para tanto, ya que la diferencia es la misma que entre ver una película en el cine o en nuestro hogar, alternativas que cualquier cinéfilo combina sin dramatismo, pese a preferir la primera. Ahora bien, en el contexto del festival, equivale a renunciar a esa reunión en torno al fantástico de la que hablábamos, reemplazándola por el simulacro de comunidad que ofrecen las redes. Si ni siquiera el intercambio de impresiones en estos formatos puede acercarse al placer de una simple charla cara a cara con amigos y cinéfilos asistentes a un festival presencial, nos olvidamos asimismo de que el solo hecho de verse uno rodeado de otras personas anónimas, enigmas cotidianos que reflejan el nuestro, y hacerlo en un contexto ordenado, ceremonioso —esas presentaciones que a veces se alargan más de lo debido—, tiene más que ver con el debate incesante que para sus adentros uno mantiene sobre uno mismo que sobre la película.
Najwa Nimri (izquierda) y David Lynch (derecha) reciben el Gran Premio Honorífico en el festival y en casa, respectivamente
Lamenta Byung-Chul Han la desaparición de la ritualidad en nuestros días, diferenciando entre las «fiestas» de antaño —celebraciones vinculantes, que hacen comunidad— y los «festivales» de ahora —eventos masivos que no generan ninguna comunidad, la versión consumista de la fiesta— 6. Curiosamente, los festivales de cine online serían la quintaesencia de esta clase de congregación sin espíritu comunitario, ya que la excitación derivada de las distintas sincronías de lo presencial —una posible definición del rito— se desvanece, dando paso a un estado de ansiedad permanente por cumplir la agenda propia de visionados en un tiempo acotado por la vida fuera del festival. En cambio, aplicar la distinción entre «fiesta» y «festival» a los eventos físicos acarrea ciertos problemas —como suele suceder con las generalizaciones de Han, tan caras a la prensa dominical—.
Incluso en las ediciones más erráticas y menos estimulantes de Sitges, seguimos hablando de un espacio colectivo de celebración estética, con las connotaciones festivas (en el sentido más vulgar de la palabra) que se quieran. Si cuando se apagan las luces en cualquier cine entramos en ese estado de intersubjetividad en el que, según su formulación kantiana, la estética se abraza al espacio del conocimiento y de la moral común a todos los espectadores en esa dulce penumbra, en un festival de cine fantástico dicha intersubjetividad gravita en torno al bagaje compartido del público en torno a una tradición sedimentada del género, no solo —y aquí radica la divergencia con la idea de Han— a las dinámicas consumistas que trate de imponer su dirección. Sitges es de todos los que lo hemos hecho realidad durante décadas, incluyendo aquellos que nos precedieron y los que en este 2020 han tenido el arrojo de relevarnos. Es nuestro espacio conquistado, en parte intramuros de la sociedad (la cultura del evento), en parte extramuros (los pensamientos e imágenes indigeribles para el orden social).
Como quizá recuerden los lectores más fieles, el año pasado a este espacio intersubjetivo y contrasocial del fantástico lo di en llamar «la zona muerta», un área de liberación de los constructos hegemónicos culturales que aún predaban el festival. Sin embargo, junto a «esa red orgullosamente uniforme» del mundo global a la que aludía Sala, en este 2020 han caído todos los diques que canalizaban el mainstream, dejando a la sociedad chapoteando en un lodazal cultural sin nervio alguno. Por tanto, si antes el fantástico era una expresión de liberación, ahora ha de serlo de cimentación. Pero no hablamos de los cimientos de una realidad perdida que echamos de menos —entonces no sería fantástico—, sino de una realidad negada, rechazada antes incluso de la pandemia. Una «zona cero» del paisaje intelectivo que en los buenos tiempos ya nos estorbaba para levantar los templos y obeliscos a nuestra gloria económica y cultural; un vergel cegado por la cultura oficial, donde lo luminoso y lo ominoso declaraban zonas respectivas no capitalizables del devenir humano, y que hoy, tras la catástrofe, dudamos siquiera que llegara a existir. De ahí que al estrenarse en Sitges 2020, Mandibules recuperase aquel mundo perdido, habitado por el sueño de la emoción inútil, de la humanidad improductiva y del amor a la vida sin ansia de ser correspondido. El comienzo de un nuevo fantástico… uno de los posibles.
VII.
A la «zona cero» de lo humano definida por la cinta de Dupieux debía corresponderle otra de lo cósmico, y pocos títulos podían representarla mejor que The Dark and the Wicked, de Bryan Bertino. El caso del estadounidense es singular en el panorama del fantástico contemporáneo: en lugar de incorporarse a tendencias asimilables por el streaming y otros modos del nuevo canon audiovisual, Bertino parece haberse instalado en una idea del Mal absoluto, inexorable, que afecta incluso a la puesta en escena. La historia de dos hermanos que regresan a la granja familiar a velar los últimos días de su padre y se topan con fenómenos extraños no despertaba grandes expectativas, en particular viniendo de un cineasta que parecía entregar más ambición a su faceta de productor (La enviada del mal [The Blackcoat’s Daughter, Oz Perkins, 2015] o Los extraños: Cacería nocturna [The Strangers: Prey at Night, Johannes Roberts, 2018], superior esta al filme original del propio Bertino) que a la de director (las irregulares Mockingbird [2014] o The Monster [2016]).
The Dark and the Wicked (Bryan Bertino)
Y, desde luego, los primeros compases de su película más reciente no hacen nada por despejar tales prejuicios, con sustos y apariciones que obedecen a mecánicas ya conocidas; de hecho, a Bertino se le nota enajenado de un género al que no parece interesarle devolver el pulso. Pese a alguna escena de impacto notable en la que asoma el autor de Los extraños (The Strangers, 2008), no es hasta bien entrado su metraje cuando uno se percata de que la película no va a jugar al divertimento midnight ni a la escalada gratuita de violencia. Antes bien, nos expone a un montaje árido pero necesario para tomar conciencia de una crueldad que no solo anida en sus imágenes, sino, sobre todo, en sus no-imágenes: vampiro, diablo, espectro malvado… ningún mito sobrenatural de nuestro acervo o sus encarnaciones gráficas pueden representar lo que sufre esa familia, y nosotros con ella —cabe anotar el paralelismo tonal con la miniserie Ju-On: Orígenes (Ju-On: Noroi no ie, Shō Miyake, 2020), la cual elude incluso los jump scares propios de la franquicia en favor de una atmósfera insalubre de condenación—. La película va consumiendo a personajes y a espectadores hasta encerrarnos en un nihilismo hermético, asfixiante, que invita a salir de la sala de proyección y cerrar la puerta detrás de nosotros. Un gesto que, huelga decir, jamás podrá equivaler a cerrar la ventana de reproducción online.
Porque todos sabemos que, cuando uno se aleja caminando de la sala, la película nos acompaña. Un festival lo cohesionan, a fin de cuentas, esos espacios físicos y mentales entre sesiones, donde concurren el mundo sensible y los recuerdos recientes, al abrigo —al menos en un festival de cine fantástico— de una conciencia de comunidad que valida extrañas confluencias. Intersecciones como la de la luz de Mandibules y la oscuridad de The Dark and the Wicked, capaces de dibujar los contornos fundacionales de un fantástico que, paradójicamente, se antoja lo único real frente a la cotidianidad usurpada por la pandemia. Un mundo perdido donde una misteriosa imagen se alza en el desierto como un monolito alienígena y recivilizador, inaugurando otra realidad, una en la que tienen sentido las crónicas que seguirán a esta. Como decía al comienzo, yo no he pisado Sitges este año, pero he estado allí.
- Ver Real Decreto 524/2020, de 19 de mayo, por el que se regula la concesión directa de subvenciones del Ministerio de Cultura y Deporte y sus organismos públicos a diversas entidades e instituciones culturales. (PDF): http://www.culturaydeporte.gob.es/dam/jcr:f543182e-3d82-4401-88fd-7a3e69e19687/rd-ayudas-de-concesio-n-directa-2020.pdf ↩
- «Sitges 2020» (catálogo del festival). Fundació Sitges Festival Internacional de Cinema de Catalunya. p.9. ↩
- Ver entrevista a Ángel Sala por el equipo de CineAsia: ↩
- Ver palmarés de Sitges 2020 en la página oficial del festival ↩
- Podcast Perros Verdes (noviembre de 2020). Programa 5×02, disponible en Ivoox ↩
- HAN, Byung-Chul (2020): La desaparición de los rituales. Herder. ↩