Sitges 2020 Online (y II)
Formatos domésticos, ¿fantástico domesticado? Por Álvaro Peña
I.
Entre nuestros primeros apuntes sobre la edición virtual de 2020 de Sitges y el reboot de Cine Divergente, la evolución de la pandemia nos ha permitido constatar en un grado que no imaginábamos la pulsión comunitaria que recorre nuestra sociedad. Nunca hemos percibido mejor la diferencia entre aquellos colectivos determinados por enunciados autoritarios del poder —derechos sanitarios y económicos repartidos según edad, sexo, territorio o ámbito profesional— y la comunidad: orgánica, desobediente, hedonista y con demasiada vida para contenerla en compartimentos legales agrietados con el transcurrir de los meses y la credibilidad menguante de las autoridades.
Sin embargo, cuando hablábamos del festival de cine online como «congregación sin espíritu comunitario», alejada de las «sincronías de lo presencial», era todavía difícil extrapolar la experiencia propia —agradecida por disfrutar de novedades del fantástico, frustrada por hacerlo desde la celda individual del hogar y no desde el claustro común del festival—. Quedaba postergada así una reflexión más amplia sobre cómo los nuevos modos de consumo afectaban a la imagen cinematográfica, ese gato de Schrödinger que los profetas del streaming y del day-and-date quieren muerto antes de abrir la caja. Es ahora, con el paso del tiempo, cuando uno constata que los visionados online sedimentan una tierra extraña de la memoria y del entendimiento del cine y de sus géneros. En los jardines cinéfilos de nuestra vida empezamos a topamos con esculturas alienígenas y desconcertantes formaciones rocosas, tierras yermas donde no germinan frutos que compartir con los demás en las fiestas de primavera de nuestra biografía emocional. Y a pesar de ello seguimos viendo películas y escribiendo, con la esperanza de dotarlas de sentido tarde o temprano. Porque se nos ha enseñado que descubrir una película no es comprender el significado que pretendían transmitirnos sus autores, sino ser capaces nosotros de atribuirle una razón de ser. La cinefilia no es otra cosa que una ordenación psicológica de la experiencia abrumadora del cine. Un orden cuyo centro, diríamos cualquiera, remite a la pantalla. Pero ¿es donde vemos el cine la misma pantalla que donde lo pensamos?
Sesión del Auditori de la edición presencial de Sitges 2020 (Fuente: Festival Internacional de Cinema Fantàstic de Catalunya)
II.
Desde la era del vídeo doméstico somos conscientes de que la mayoría de las películas se pueden disfrutar en cualquier formato, como también de que no se experimentan igual. Sobre todo las generaciones premillennials contemplamos cualquier formato alternativo como subsidiario de la proyección en una sala de cine ideal, incluso cuando comprendemos que jamás veremos la película en esas condiciones. La mala copia de una gran obra no es más que la prefiguración de un visionado justo, de un acceso a la esencia virginal de las imágenes que sabemos imposible… pero no irreal en términos psicológicos. Hay en la asistencia a reestrenos o en la compra de ediciones físicas de nuestro agrado algo de litúrgico, de consagración de nuestra idea más elevada de las imágenes. Esta idea no es verdadera ni falsa: simplemente existe, como existe la imagen a la que dota de plenitud. De la misma manera en que un paisaje agita la intuición de un orden superior —Dios, el cosmos, leyes aún desconocidas del universo—, hasta la peor de las películas es indiciaria de algo que promete ser revelado en una proyección ideal.
Esto era lo que uno creía hasta 2020. Pero el consumo sostenido de estrenos de plataformas y festivales online, es decir, de cine rodado para ser distribuido mayoritariamente vía streaming —pese a beneficiarse de proyecciones en sala en algunos certámenes—, me condujo a una realidad que no experimenté ni con el VHS, ni con la explosión cinéfila del DVD y demás formatos de coleccionista, ni siquiera tampoco con el VOD y la piratería compulsiva de los 2000: la de las imágenes sin voz propia, aquellas que no evocan ninguna dimensión superior a ellas mismas. Un cine referido a bancos de memoria de otras imágenes, desconectado sinápticamente de la cultura irrigada por la vida; un cine que no remite a ningún ideal de pantalla, ni siquiera a la de las program pictures o las grindhouse de antaño, porque el flujo de imágenes ha pasado de ser mediador entre el espectador y su realidad problemática fuera de la sala a instaurar un circuito cerrado de confort mental que aspira a reemplazar esta última. ¿Acaso puede sorprendernos que uno de los géneros más afectados por este nuevo paradigma sea aquel que se nutre de subversiones y evisceraciones de lo real? ¿Cómo está respondiendo el cine fantástico a una realidad narcotizada por la imagen?
III.
No entraremos aquí en detalle sobre las diferencias entre el consumo doméstico de la era del VHS y el de la actual, la era del streaming. Baste señalar que, si bien numerosos trabajos de ambas épocas se sirven de una codificación rígida —un modelo sería el slasher de los 80—, es en la nuestra cuando el espectador asimila dichos códigos como especificaciones de producto, que ya no son fruto de la evolución fílmica en un determinado contexto histórico, sino destilados una y otra vez de obras pasadas con el fin de presentarlos con el aroma esperado por el consumidor. En contraste con aquellas carátulas de videoclub, promesas de sensaciones que a menudo diferían enormemente con lo que al cabo ofrecía la película, festivales y plataformas han alentado la correspondencia entre la obra y su marca comercial, algo a lo que ha contribuido la precisión lingüística —que no expresiva— divulgada en escuelas de cine y másteres de audiovisual. Nuevos y viejos directores están llamados a dominar la codificación, con poca tolerancia para la caspa salvo que esta sea simulada, lo cual aboca al género a cimentarse sobre paradojas creativas.
Hunted (Vincent Paronnaud)
Una de ellas es que nunca había habido tantos cineastas que dominaran los mecanismos del suspense y, al tiempo, que más problemas evidenciasen para edificar a partir de ellos un discurso coherente que trascendiera el mero ejercicio técnico. Un ejemplo es Hunted (Cosmogonie, 2020), un thriller con psicópata que podría atribuirse a uno de esos estudiantes de audiovisual si su responsable no fuera el belga Vincent Paronnaud, veterano artista de cómics y codirector con Marjane Satrapi de Persépolis (Persepolis, 2007) y Pollo con ciruelas (Poulet aux prunes, 2011). Atendiendo a su larga trayectoria como artista dábamos la personalidad de la obra por descontada, de igual manera que su parca filmografía dentro del fantástico nos hacía anticipar irregularidades en la ejecución. Pero sucede todo lo contrario: la primera mitad del metraje mantiene bien el pulso al limtarse a describir el acecho a la protagonista (Lucie Debay), hasta que decide contaminar los modos genéricos del survival con variaciones discursivas —la metáfora mitológica que cuestiona la asignación de roles por género— y tonales de bajo riesgo —la comedia negra—, sin que la película logre abandonar su condición de artefacto midnight, sin rastro de autoría. Encontramos de hecho parecidos reveladores con la canadiense The Toll (Michael Nader, 2020), film de terror sobrenatural cuyo primer acto es asimismo presidido por un suspense fuertemente codificado, que también se va desdibujando en un carrusel de escenas fantásticas que tratan de trasladar la tensión a lo iconográfico. Los titubeos de Nader a la hora de introducir elementos de horror puro contrastan con su seguridad en la realización de las escenas previas, todo un estudio de tanteos y reacciones de dos personajes inmersos en otro juego psicológico del gato y el ratón.
¿A qué se debe el contraste entre la fina cocción de los ingredientes del thriller y la tosquedad con que se arrojan a la cámara otros relacionados con el terror sin tapujos? Es un lugar común vincular las emociones fuertes a una gran intensidad acotada en el tiempo —un sobresalto, un estallido de violencia gráfica, una tensión insoportable—. Pero el terror genuino tiene menos que ver con la conmoción que con la replicación. Como una expedición fracasada, la imagen traumática retorna incesantemente a la memoria al no hallar anclajes de sentido en ningún otro lugar de la psique. La elevación de las imágenes fantásticas a un plano superior de la realidad es irrenunciable para el género, como argumentábamos en el apartado anterior, e imposible de alcanzar únicamente a través de la gramática audiovisual. El dispositivo de terror ha de hincar sus colmillos en la sedosa membrana cultural que envuelve nuestra vida, y hacerla sangrar. Y si para ello no basta con una puesta en escena estilosa ¿qué podemos decir de recuperar imaginarios gastados por el uso, cual animatrónica oxidada de un tren del terror?
Honeydew (Devereux Milburn)
Hay películas como Honeydew (Devereux Milburn, 2020) que parecen hechas para dar respuesta a esta cuestión. La historia de una pareja perdida en el campo que encuentra acogida en la casa de una siniestra abuelita es la excusa para dar rienda suelta a un simulacro cool de American Gothic, manifestado en un diseño de producción plagado de gimmicks del rural horror sin nada detrás —ni siquiera la posmodernidad cínica de la saga clásica Wrong Turn (2003-2014)—, salvo complejos que afloran en cada twist y meandro narrativo sobre los que se tambalea todo el metraje. Como otros realizadores jóvenes, Milburn demuestra tener interiorizadas las técnicas básicas para la reproducción de atmósferas, no para su construcción desde unos fundamentos propios y originales. Similar reproche cabría hacerle a la canadiense Vicious Fun (Cody Calahan, 2020), si no fuera porque desde el comienzo su imaginario de referencia, el slasher arquetípico tachonado de acordes de sintetizador, es proclamado refugio de nerds aficionados al terror como el protagonista, quien ve materializadas sus admiradas ficciones en un grupo de terapia para asesinos en serie. La dosificación y variedad del gore, que alterna muertes imaginativas con diálogos en clave de comedia; el mimo en la escritura de personajes, cuidando la empatía hacia ellos en lugar de impostar complejidad; o el uso de decorados sencillos, teatrales; todo contribuye a desequilibrar el revival ochentero en favor de los héroes, lo que irónicamente emparenta la cinta con la televisión actual más que con sus referentes de hace tres décadas, los cuales fundaban sus mitologías en torno al monstruo.
IV.
En los ejemplos anteriores hemos visto cómo la hiperconciencia de los códigos ponía de relieve una crisis larvada en el género en su relación con lo real. A priori sorprende, por tanto, que algunos identifiquen esta etapa con todo lo contrario: una «era dorada» del cine de terror. Es innegable que el terror actual se nos presenta con una gran envergadura, solo que esta se debe a la hinchazón y no al crecimiento. A ella contribuyen cineastas que han desarrollado una «conciencia de la conciencia» del aficionado, hasta el punto de introducir lecturas meta de manera rutinaria; un caballo de Troya para conquistar sin resistencia al público cómplice de los festivales, ávido de espejos deformados al gusto donde ver su propia trayectoria cinéfila a través de los referentes que supuestamente le definen. Cual capa de barniz de olor penetrante, a ello ha de sumarse una gravedad tonal y a veces ideológica con el propósito de sugerir la emanación de significados trascendentes, importantes, de ese sofisticado aparataje.
Fried Barry (Ryan Kruger)
Una vistosa piel sobre huesos torpemente articulados que explica por qué films como Babadook (The Babadook, Jennifer Kent, 2014) o Déjame salir (Get Out, Jordan Peele, 2017) dejan más textos que muescas en la memoria sentimental del aficionado; problema que aqueja a.la, pese a todo, algo superior Relic (Natalie Erika James, 2020). Producto plenamente contemporáneo al abordar la otredad a la que nos aboca la vejez respecto a nuestros seres queridos, la película se infla a través de un claustrofóbico diseño de producción que radica sus cimientos en los usos de lo gótico y sus casas encantadas, marco de lo imprevisible para gozo del espectador. Que James se siente cómoda con estos cauces expresivos convencionales lo evidencia el hecho de que el guion relegue al clímax su imagen menos derivativa, más puramente fantástica, reduciendo a artefacto lo que podría haber constituido un principio de organicidad. Algunos preferimos películas menos robustas pero palpitantes, de figura contrahecha pero más libre, como la sudafricana Fried Barry (Ryan Kruger, 2020). A partir de una premisa de comedia negra fantástica —las deambulaciones por Ciudad del Cabo de un yonqui poseído por un alienígena (sic)—, el film de Kruger no tiene reparo en alzarse sobre sus sencillos mimbres, por mor de su renuncia a la fiesta lisérgica de aplauso fácil en favor de un cine de la empatía hoy impopular, indiferente a tribalismos y victimizaciones colectivas. Las imágenes abismadas en la fisonomía de Gary Green compensan un montaje arrítmico y modulan un testimonio propio del mundo, ni reactivo ni activista: cual mesías de una sociedad inconsistente y precaria, Barry registra todo y está al lado de todos, como recogen las panorámicas gamer en perspectiva subjetiva de las que, todo sea dicho, Kruger abusa hasta lo trash. Encerrado en una pieza de vertedero audiovisual y no en una amable feel-good movie destinada a los cines del circuito V.O., no es de extrañar que el humanismo de Fried Barry pasara tan desapercibido como el de su protagonista en la película.
Tin Can (Seth A. Smith)
Otros trabajos también venían a confirmar una evolución sin revolución en el género. ¿Y si el camino para el fantástico, en lugar de exhibir ingeniosos conceptos y profundas sensibilidades sociales, radicara simplemente en recoger nuevas formas de (mal)estar en el mundo? Por lo menos Tin Can (Seth A. Smith, 2020) explora seriamente esta vía. Relato de ciencia ficción de bajo presupuesto pero con la ambición que esperaríamos del director de The Crescent (2017), su complicado equilibrio entre la cifi emocional de escuela Sundance y un high concept prematuramente envejecido en tiempos del covid —una científica despierta en una cápsula aislada de un exterior donde una pandemia ha diezmado a la humanidad— se salda con una torpe narrativa que no obsta para brindarnos bellas y, a veces, cruentas imágenes. Su imaginería retro de cómic ochentero sirve más de punto de apoyo que de reclamo nostálgico, y no enmascara un trabajo notable de texturas y colores en la fotografía que nos acerca a otros paradigmas biológicos por la vía de la abstracción y de las geometrías alienadas: flores, hongos, trajes de protección… El nuevo mundo se revela a partir de las superficies, pese al convencional contrapunto de calidez dramática que demanda el panorama de festivales. En cambio y a pesar de que muchos la proclamasen sensación del festival, la también canadiense Come True (Anthony Scott Burns, 2020) presenta más problemas para emancipar su universo de los referentes que cita explícitamente. Su incursión en lo onírico, si bien parte de una experimentación a priori interesante en el marco de la imagen-videojuego, la termina desechando para abrirse a la ambigüedad pop de los mitos de la noche, galvanizada por la misma nostalgia eighties de tantos títulos actuales. Julia Sarah Stone hace una buena composición de personaje movido por la sed de conciencia de lo real que el film desaprovecha al cambiar el punto de vista y objetualizarla en su segunda mitad, cuando el horror puro da paso al terreno seguro del vintage de serie B y sus atmósferas de penumbras espesas, filtros monocromáticos y sintetizador.
El caso de Burns no es singular. Buena parte del terror actual no se define por los universos que despliega, sino por cómo los repliega hasta reducirlos a cápsulas identitarias, estéticas tematizadas y demás objetos de marca cultural. El mercado ya no se manifiesta únicamente en tazas y camisetas: ahora también es el lenguaje, por lo que las viejas generaciones no intentan comunicarse con las nuevas, sino venderles marcos audiovisuales y genéricos prefabricados donde puedan expresarse «con libertad». Afortunadamente en Sitges 2020 hubo cabida para otro fantástico, capaz de destrozar los escaparates de exhibición de este diálogo generacional postizo y plantear un intercambio más honesto… o ningún intercambio.
V.
Entre los tumbos de los grandes estudios, enfrascados en la reanimación de viejos mitos para nuevas audiencias, y la despreocupación de autores a los que solo les interesa seguir explotándolos para sus fieles, otras narrativas van inscribiendo sin aspavientos una veta generacional que, pese a unos y otros, se abre paso por sí misma. Una vez más, es importante subrayar que no hablamos de una revolución de códigos, sino de su resignificación para nuevas tipologías de personajes más conectadas a la contemporaneidad que a la memoria del aficionado.
Es en ese relevo generacional, y no tanto en su esforzada recreación del rural francés —el típico elemento de hibridación genérica que atrae premios como el del Jurado de la Crítica—, donde reside el valor de un modesto film de hombres lobo como Teddy (Ludovic Boukherma y Zoran Boukherma, 2020). Antítesis de la ola de terror esteticista de los últimos años, la sencillez de su puesta en escena resalta un elemento fantástico visualmente acotado y narrativamente demorado dentro de su trama de un joven asocial y sin perspectivas de futuro en el medio campestre. Basta, sin embargo, una única escena de transformación licantrópica para conectar toda una tradición afín al body horror con el presente desustanciado, confinado laboral y psicológicamente, de un centennial de aldea.
The Old Ways (Christopher Alender)
Claves similares subyacen en la más aparatosa Impetigore (Joko Anwar, 2019), de la que se ha destacado el uso de un folklore indonesio tan macabro como exótico para los occidentales, a la manera de aquellas viejas olas de terror asiático del cambio de milenio. Pero esta característica, singular para nosotros, no debería hacernos perder de vista el tema sugerido por su misma historia, la de dos jóvenes que visitan el pueblo de la familia de una de ellas en busca de un posible legado. El contraste entre la ciudad y el campo es también el de generaciones alumbradas por distintos estadios del rugiente capitalismo del sudeste asiático: de ahí que las evocaciones de lo fantasmagórico —dejando de lado los torpes flashbacks que explican el misterio— se asocien al primitivismo de los aldeanos, a allí donde terminan las carreteras. La fotografía tenebrista, sin apenas fuentes adicionales de luz y con el scope abarrotado de texturas y líneas ambiguas, se ve contrarrestada por unos efectos de sonido y maquillaje contundentes, evitando cualquier ejercicio de abstracción que pudiera hacer la fantasía más digerible para la mentalidad millennial. También se aprecia no tanto la brecha como el puente generacional en la divertida cinta de exorcismos The Old Ways (Christopher Alender, 2020), quizá uno de los mejores alegatos que pudieron verse en Sitges contra ese terror en boga ilusoriamente sofisticado. Estructurada con desparpajo en torno a la experiencia posterior a un exorcismo en apariencia traumático, pero que se descubre medida de aprendizaje vital y tradicional, asistimos a un proceso de apropiación cultural bien entendida, geográficamente localizada y con respeto absoluto a las creencias y rituales a dominar por parte de la generación más joven. Apartados del imaginario cristiano, la inventiva en los gimmicks de posesión demoníaca son solo la punta del iceberg de un abracadabrante relato de desprendimiento personal del nihilismo que lleva a las adicciones y la pérdida del propio camino, con un desarrollo donde los sustos y las penumbras no pretenden arrastrar al espectador al paroxismo, sino a la comprensión filosófica de una historia que nos atañe en calidad de forjadores de los moldes existenciales para futuras generaciones.
Meander (Méandre, Mathieu Turi)
Según pasan los años y las ensoñaciones de los aficionados con la preservación de los códigos de género que les enamoraron, las películas van dejando de ser cuadros de horrores al gusto de las viejas generaciones y transformándose en espejo de sus tinieblas. Cuando la protagonista millennial de Meander (Méandre, Mathieu Turi, 2020) reclama que «he hecho todo lo que me dijisteis» tras unos angustiosos e interminables minutos en un tubo repleto de trampas mortales, acusa nuestra complacencia como espectadores con el registro survival derivativo de Cube (Vincenzo Natali, 1997) en el que se asienta el film. A las nuevas generaciones no les basta la supervivencia como premio, y de ahí que de cara al montaje y a los tiros de cámara no sea tan relevante la descripción de un espacio claustrofóbico como la atención a las emociones y las reacciones de la heroína: los peligros y dificultades externos ahora se interiorizan como trauma a superar.
¿Nos preocupan realmente esos trastornos, esa carga que dejamos a los jóvenes con vistas a perpetuar las dinámicas de dominación que hemos establecido sobre ellos? Quizá el comentario más directo sobre la ética del espectador detrás del consumo de fantástico hoy en día nos lo brindara Sleepless Beauty (Ya ne splyu, Pavel Khvaleev, 2020). El director ruso da un salto de gigante respecto a inquietudes experimentales ya declaradas en III (2015), integrando aquí animaciones grotescas avant-garde en un desarrollo propio del torture porn en cuanto a la tipología de la violencia y los escenarios. Aunque a ello se añada una reflexión metafílmica implicada por las observaciones de los usuarios que presencian los sufrimientos de la víctima en streaming, es la vulgaridad con que una trama de thriller criminal es superpuesta a líneas de exploración más novedosas —las susodichas animaciones como tormento psicológico de realidad virtual— lo que nos lleva a cuestionarnos los resortes del género que en teoría debería hacernos disfrutar.
Sleepless Beauty (Ya ne splyu, Pavel Khvaleev)
Como esos aburridos y acaudalados espectadores anónimos de la tortura, para nuestra generación queda atrás la exuberancia sensorial y emocional de otros tiempos del fantástico, y nos abismamos en formatos online no a nuevos universos, sino a viejas codificaciones incrustadas en las imágenes dúctiles del streaming. ¿Cuándo retornará el horror? Seguramente cuando nos demos cuenta de que ese flujo de imágenes plácidas solo baña nuestros hogares decadentes, y que ahí fuera nuevas y feroces ficciones campan por el mundo, sin someterse a un lenguaje que ya no comprenden.