Sitges 2022 (II)
Lo que yace eternamente Por Álvaro Peña
I.
En la primera entrega de estas crónicas hablamos de la polarización de las tendencias más recientes del género: unas, hacia la satisfacción de un público que demanda diversión y solo diversión; otras, hacia la oscuridad que sigue ahí, por más que tratemos de ignorarla mediante el borrado real y ficcional de sus víctimas.
Pero no todo es novedad. Al carecer de un ánimo selectivo, el abultado volumen de la programación de Sitges —recordemos, única línea editorial invariable a lo largo de los años— sitúa en plano de igualdad las últimas corrientes del fantástico con otras ya asentadas. Y lo asentado durante estos años, indiferente a pandemias, guerras, estallidos sociales, terrorismo o recesión económica, es una manera de entender el género como marca reputacional para lanzar carreras personales. «Personalidad» que habría que matizar con el adjetivo «pública», ya que lo que se transmite a menudo no son inquietudes reales, sino conceptos elevados de uno mismo a través de relatos sin más alma que un escaparate. Así se nos presenta como cine de género lo que no son más que dramas mal tallados, farragosos, con meras incrustaciones de elementos fantásticos. Quedan lejanos los tiempos en los que el terror se consideraba por antonomasia la temática de los espectadores inmaduros o adolescentes (normalmente hombres): ahora es una forma de distinguirse de los competidores en Sundance o (si no ha habido suerte) en festivales de menor categoría, recapitalizando sus tropos en retóricas de afirmación del yo que cotizan al alza. El sueño de la identidad señala monstruos, en lugar de producirlos.
Nightsiren (Tereza Nvotová, 2022)
Por otro lado, con la llegada del digital y de la división del trabajo al cine de bajo presupuesto —mero apéndice de la gran industria—, cualquiera puede imponer su visión autoral sobre las tradiciones del género o las exigencias del público, a menudo poco decorosas. Ya no hay necesidad de mancharse con efectos de maquillaje y demás engorros técnicos demandados por las encarnaciones vulgares de los mitos, que suelen ser todas las que nos anteceden. No es raro, por tanto, el caso de la eslovaca Tereza Nvotová, ganadora del Méliès d’Argent en Sitges y del Leopardo de Oro en la sección Cineasti del Presente en Locarno por Nightsiren (2022), cuando comenta el origen de una de las escenas de su película como una «idea vaga» que invitó a desarrollar como «colaboración entre la guionista, el director de fotografía, las personas encargadas de la coreografía, el maquillaje, la música y yo» 1. Su acercamiento a la temática de brujería refleja asimismo el cambio de paradigma: «Cuando era joven, el género se consideraba algo de segunda. Y muchas de esas películas eran de hecho ordinarias y ridículas. Sin embargo, hoy en día el cine es mucho más libre. Puedo emplear cualquier formato o género para provocar el impacto que busco. Es natural que los festivales de cine hayan visto y apoyado este cambio» 2. A tenor de estas palabras ¿es posible seguir sosteniendo que el fantástico ha sido un género cerrado y excluyente? ¿O será más bien justo al revés, que eran los cineastas con ambiciones en la industria los que lo rehuían hasta que mejoró su caché en la esfera social y cultural?
Pero centrémonos en las imágenes. Estas responden al academicismo de festival que en las últimas décadas se ha trasladado a las series y a las películas comerciales: cámara «flotante», encuadres embellecedores de diálogos explicativos, reiteración de unos pocos motivos estéticos y un montaje arraigado en una noción trivial de lo subjetivo. Si alguien se pregunta por qué nota un aburrimiento que, en cambio, no le asalta al ver clásicos o cine de autor genuino, estos son algunos de sus ingredientes. En esencia, contemplamos una apariencia de libertad en la planificación de la que pronto nos desengañamos, al constatar que se supedita a un storytelling prolijo y de fondo mezquino —la complejidad psicoafectiva de nosotras frente a la chusma rural y machista—. Las imágenes no expanden el drama que las gobierna, sino que desfilan ante nuestros ojos como peces en un acuario. En tan estrechos confines el terror no puede cumplir su función natural, la de trascender lo dramático para llevarnos a un estadio profundo de la realidad —un ejemplo canónico es Psicosis (Psycho, Alfred Hitchcock, 1960)—, por lo que el elemento fantástico queda relegado a simple metáfora con ocasionales highlights performativos —el clímax de la película parece una instalación donde la cámara pasea en nuestro lugar—. Aunque el patriarcado ancestral que denuncia Nvotová no le ha impedido dirigir una película y presentarla en festivales, ella somete su obra a otro orden: el que impone a las imágenes un texto demasiado pequeño para ser cine, menos aún cine de género.
The Knocking (Max Seeck y Joonas Pajunen, 2022)
En lugar de recurrir a simbología reciclada como Nightsiren —adscrita a la reciente y paradójica ola de cine de brujería sin interés alguno por el diablo—, el concepto de la finlandesa The Knocking (Koputus, Max Seeck y Joonas Pajunen, 2022) es novedoso, sobre todo en su plasmación visual —en lo literario nos remite al Infierno de Dante—, hasta el punto de dar lugar a uno de los finales más perturbadores de Sitges 2022. Y, sin embargo, volvemos a toparnos con fantástico incrustado en un drama familiar de montaje amateur. Probablemente el trauma de tres hermanos ligado a la casa de su infancia donde se reúnen respondía en el guion a un complejo esquema dramático; en la pantalla, la sucesión de flashbacks y parloteos histéricos expulsa al espectador a los cuarenta y cinco minutos, sin que la ominosa pero monótona fotografía ayude a creerse que detrás de tamaña complicación textual resida una inquietud expresiva auténtica. Lo mismo se puede reprochar a Flowing (Piove, Paolo Strippoli, 2022). Soltado de la mano de Roberto de Feo, Strippoli no logra reeditar siquiera la estética juguetona y violenta de La clásica historia de terror (A Classic Horror Story, 2021) que rodaron juntos para consumo streaming. Se nos presenta, pues, otro reiterativo drama familiar de atmósfera apelmazada con un ingrediente fantástico —unos extraños vapores del alcantarillado romano que provocan conductas destructivas— que podría haber cristalizado en digna sesión de madrugada si no participara de la solemnidad impostada que se ha apoderado del género. Aunque peor sería si habláramos de una midnight movie para gente a la que no le gustan las midnight movies, como es Cerdita (Carlota Pereda, 2022). Lejos de responder a la expectativa de slasher rural que genera el trailer 3 para, al menos, hacerse perdonar el diletantismo de la puesta en escena —en ocasiones esta edición de Sitges parecía programada con descartes de la sección Brigadoon—, Pereda ensaya un relato empático, sin dientes, asentado en la actual concepción mainstream de beatificación de la víctima. La cámara no ofrece más soluciones que pegarse a su maltratada heroína a lo largo de un relato acomodado entre la comedia negra y el coming of age, sin construir la catarsis violenta que debiera suponer el clímax —aquí sí se echa de menos a Álex de la Iglesia en la producción— y viviendo de los réditos del corto homónimo en el que se basa. Irónicamente puede que su formato 4:3 esté entre los mejor justificados del año 4 al favorecer que la silueta de la corpulenta Laura Galán llene el encuadre, único leitmotiv de composición digno de reseñarse.
Les cinq diables (Léa Mysius, 2022)
La antítesis de la película de Pereda, pero una muestra más de la reclusión del fantástico a los aposentos designados por el drama, es Les cinq diables (Léa Mysius, 2022). Bien rodada, con una espléndida fotografía de Paul Guilhaume —suyo es otro de los mejores trabajos del año, París, Distrito 13 (Les Olympiades, Jacques Audiard)— cuyo rango de sombras permite lucirse a los actores en planos medios, todos sus recursos se concentran en la (de)construcción meticulosa de un trauma. Coherentemente, su montaje concéntrico no converge al final, sino en una escena de karaoke entre Adèle Exarchopoulos y Swala Emati que permanece en el recuerdo con la inestimable ayuda del clásico de Bonnie Tyler Total Eclipse of the Heart. Entre los pliegues se pierde su vertiente de brujería, temática que, como puede apreciarse en estas crónicas, en poco más de un año ha pasado de revitalizar el género con títulos como Hellbender (John Adams, Zelda Adams y Toby Poser, 2021) o The Old Ways (Christopher Alender, 2020) a constituirse en mera herramienta diegética o, en el peor de los casos, en caballo de Troya de discursos normativos camuflados de reivindicación. Tampoco la francesa Jacky Caillou (Lucas Delangle, 2022) auguraba mejor trato de la licantropía, al contarse entre los trabajos de Sitges 2022 que rechazaban cierta codificación (la del fantástico) para abrazar otra más prestigiosa (la del drama naturalista), planteamiento con el que de todas formas no había llegado mucho más lejos que a la sección ACID de Cannes. Pero Delangle se atreve a llevar conceptos manidos —la licantropía como manifestación incontrolable de la naturaleza, la magia como acceso secreto a esta— a extremos contraculturales, concluyendo que no son tus ideales declarados ni tu teórica identidad percibida lo que te define, sino tus actos. Lo turbador de Jacky Caillou no son los prodigios de curandero o las transformaciones sobrenaturales a las que asistimos en los bellos parajes alpinos. Es el rostro inocente de Thomas Parigi, sin una mueca de resentimiento, contagiando a la cámara su determinación a hacer el Bien. Porque es lo natural.
II.
La profusión de dramas con estribaciones en el fantástico, abandonando este su carácter vehicular de inquietudes para devenir mero condimento expresivo, obliga a preguntarse por la percepción del género en la esfera artística, y acaso a concluir que no ha habido época en que gozara de mayor reputación y de menor respeto que la actual. Al menos así lo daba a entender el film de clausura Bones and All (Luca Guadagnino, 2022), cuya clasificación “R” equivale a calarse la gorra hacia atrás para alguien como su autor. Envalentonado por su previa y más ambiciosa aproximación al terror en Suspiria (2018), Guadagnino se atreve a utilizar la temática caníbal —o vampírica, si juzgamos por sus tropos— como excusa para rodar planos bonitos de jóvenes guapos, enamorados y estúpidos (indiscutible casting de Taylor Russell y Timothée Chalamet), sacudidos por una violencia que el cineasta atribuye a la era Reagan, nuevo fetiche de aquellos autores que desean exhibir conciencia política vencido el mandato de Donald Trump —Guadagnino no se rebaja a hablar de política nacional como Bellocchio—. La única escena perturbadora de la película, protagonizada por un Michael Stuhlbarg ducho en caracterizaciones de monstruo, descarta que el suyo sea un problema de talento, sino, a semejanza de sus personajes, de voracidad por la imagen hasta el extremo de canibalizar el discurso fílmico. Guadagnino se pasea por los géneros como los turistas por los monumentos, pensando que nadie los ha visto antes con la misma sensibilidad que él y abandonándolos tras robarles las imágenes que le interesan.
Something in the Dirt (Justin Benson & Aaron Moorhead, 2022)
Al fenómeno de instrumentalización del fantástico que veíamos en el epígrafe anterior se le suma, por tanto, la frivolidad. Lo inaudito es que no solo se esté dando en cineastas extraños al género, sino también entre sus cultivadores más apasionados. No es que Something in the Dirt (Justin Benson & Aaron Moorhead, 2022) sea aburrida, a fin de cuentas una percepción subjetiva que podría sugerir incluso cierta subversión. Es que trasluce el aburrimiento de sus artífices, rompiendo una carrera de experimentación lúdica que aunaba el conocimiento de las raíces del fantástico —de Lovecraft a Carpenter, pasando por Matheson o Tourneur— con una sensibilidad contemporánea y, ante todo, propia. Hasta ahora. Su última película parece limitarse a beber del autor más influyente de las últimas dos décadas, M. Night Shyamalan, pero inoculando los valores hegemónicos del cinismo y el desapego que caracterizan a quienes viven del comentario cultural. Mientras que en Synchronic (2019) aprovechaban el presupuesto para un viaje de texturas milenaristas y fondo existencial, Benson y Moorhead tratan de rellenar los fláccidos encuadres panorámicos de Something in the Dirt con la cháchara de las peores dramedias Sundance, desandando su camino creativo hacia nuevas concepciones visuales del género. Imágenes tambaleantes que ha dejado obsoletas este mismo año el trabajo de otro discípulo de Shyamalan, Nop (Nope, Jordan Peele, 2022), demostración palpable de que las cavilaciones sobre la cultura pop no están reñidas con una exploración profunda de los mitos del fantástico y su iconografía.
Kids vs. Aliens (Jason Eisener, 2022)
También a destiempo parecía llegar Kids vs. Aliens (2022), de un Jason Eisener que llevaba sin dirigir un largo desde Hobo with a Shotgun (2011) y, cabe elucubrar, harto de que se le recordara más por una película tan solo producida por él, Turbo Kid (François Simard, Anouk Whissell y Yoann-Karl Whissell, 2015), a juzgar por el parecido entre esta y su última propuesta. Ambas juegan con una doble nostalgia: la del imaginario de los años ochenta y la de las dinámicas del exploitation de entonces, correspondientes respectivamente a la infancia y a la adolescencia del espectador target. Hay, empero, dos diferencias que separan Kids vs. Aliens de Turbo Kid. Una es que, por más que se intente justificar como troleo, la primera responde a la nostalgia real de Eisener por su propia infancia y sus fetiches culturales, tales como el wrestling o los personajes de la franquicia Masters del Universo 5. La otra es que trata de sembrar en terreno agostado por sus predecesores, incapaz de generar un nuevo lenguaje —vuelven los sintetizadores y la fotografía de parque temático— y trasladando esta impotencia a una cacofonía audiovisual que roza los límites de lo tolerable. Eisener se queda paralizado a medio camino entre la nostalgia de su público, a la que pretende apelar con tropos gastados en 2022, y la suya propia, a la que no es lo bastante fiel como para aventurarse en una puesta en escena novedosa. Incongruencia que se aprecia asimismo en LOLA (Andrew Legge, 2022), aproximación ligera a una ucronía trágica con tanto entusiasmo en su escritura como poco rigor en los términos formales que propone el propio autor. Ambientada en la Inglaterra de 1941, narra la historia de dos hermanas que inventan una máquina capaz de mostrar emisiones de radio y televisión del futuro, lo cual abre un abanico de posibilidades entre utilizar esa información para cambiarlo —opción no baladí en tiempos de guerra contra el nazismo— o divertirse y ampliar la conciencia de la vida, gracias al acceso anticipado a legados culturales como el de David Bowie. Un dilema por el que Legge toma partido desde el comienzo, recreando un found footage vagamente inspirado en la memoria colectiva de las filmaciones reales de esa época, pero traicionándolo con un montaje y una dirección de actores inequívocamente contemporáneos, en concordancia con unas protagonistas más modernas aún que el porvenir que atisban. Lo que Legge rueda con una Bolex de 16mm sin iluminación añadida no nos transporta al periodo retratado, pues, sino al lenguaje exhibicionista y formalmente crudo de TikTok. Otro clavo en el ataúd de lo especulativo en la ciencia ficción de Sitges 2022.
III.
Como vemos, no es lo mismo realizar una película por amor al fantástico que en nombre del fantástico, bandera que ondea en explotaciones de marca o en perezosos manierismos por quienes en realidad no tienen fe en las posibilidades del género. Pero la alternativa tampoco ha de consistir en aferrarse a codificaciones o a rígidas fórmulas de su pasado: basta con reconocer la riqueza de sus tradiciones para recurrir a ellas sin complejos, expandiendo de manera natural sus fronteras expresivas.
Wolfkin (Kommunioun) (Jacques Molitor, 2022)
Algo que debería ser evidente, pero que hasta los últimos días de festival no se manifestó con la claridad de Wolfkin (Kommunioun) (Jacques Molitor, 2022), otro interesante título programado en dos únicos pases. La película asume el legado del subgénero de hombres lobo para construir un discurso orgánico y propio —su explícito título internacional y su póster parecen intentos postreros de etiquetarlo— acerca de la naturaleza limitada de cada uno y su dependencia de estructuras sociales a la postre justificadas, por aberrantes que se nos presenten. Sin aspavientos ni proclamas centradas en el yo, Molitor prueba los límites de la crianza en un metraje que adolece de arritmia y tarda en concitar el horror, pero que con recursos sencillos —por ejemplo, usar la profundidad de campo para establecer un dilema irresoluble entre encerrarse en uno mismo o confiar en extraños— lleva a término una mirada coherente. Menos que la de Unwelcome (2022), si bien este film del norirlandés Jon Wright, a pesar de sus deficiencias técnicas y su desarrollo inarticulado —la planificación parece variar en función de cada escenario, no de cada escena—, le gana la mano al de Molitor por la inesperada intrusión en tono y trama de fetiches del terror de otras épocas, devolviéndonos por un rato la visión del fantástico como trinchera de imágenes desafiantes en lugar de resort de ideas para arreglar el mundo. Ello no implica una ausencia de discurso, sino la imposibilidad de empaquetar su aparato estético-diegético en contenedores ideológicos que lo habiliten como mercancía.
Es esta resistencia a la comodificación lo que acalló las incisivas nociones sobre la maternidad de Unwelcome o Wolfkin frente a las de Huesera (Michelle Garza Cervera, 2022), premio Citizen Kane a la Mejor Dirección Revelación y Blood Window a la Mejor Película Iberoamericana pese a (o gracias a) sus formas mainstream de tren de la bruja repleto de jumpscares, envoltorio estandarizado que hace pasar como conflicto sobre el embarazo lo que no es más que una afirmación del yo como referencia suprema, en línea con el discurso social hegemónico. Por el contrario, la menos celebrada Nightmare (Marerittet, Kjersti Rasmussen, 2022) asume riesgos al ligar abortos e infanticidios con demonios y parálisis del sueño —queda en nada la polémica de Blonde (Andrew Dominik, 2022)—, pagando un alto precio al trasladar un mapa psicológico más complejo que el de Huesera a una narrativa fallida. A pesar del arduo visionado, Rasmussen deja una doble impronta en Sitges 2022: su violento a fuer de consecuente final y uno de los pocos usos creativos del scope en esta edición, haciendo de las estancias umbrías del apartamento de la protagonista una mansión gótica a modo de reflejo polanskiano de sus desequilibrios, lejos de los fríos diseños de producción del terror nórdico (y de otras latitudes) actual.
Basta, pues, un criterio firme para ampararse en las tradiciones del género o distanciarse de ellas según las necesidades expresivas de cada obra, así como arrojo para liberar debates de los tentáculos de quienes se arrogan su representación sin más autoridad que su pertenencia proclamada a determinados colectivos. Ello no excluye el diálogo mordaz con los privilegios que defienden para sí, como es el caso de A Wounded Fawn (Travis Stevens, 2022), que tantea los mecanismos del rape & revenge en su primera mitad para desembocar una genealogía tontorrona y festiva del empoderamiento femenino. Beneficiada por una fotografía en 16mm que fuerza un cuidado de la iluminación por encima de la media —el metraje se compone en su mayor parte de escenas nocturnas—, se deshace a tiempo de sus pesados ropajes de thriller con psicópata para adentrarse en el terreno de lo performativo y lo simbólico, mas sin ápice de solemnidad: el plano de los créditos finales es una carcajada a costa de las fantasías que animan el feminismo woke.
Deadstream (Joseph Winter y Vanessa Winter, 2022)
Porque en lo relativo a la pertinencia del fantástico quizá el secreto mejor guardado (es decir, a la vista de todos) sea el sentido lúdico. No me refiero a que sus responsables se lo pasen bien en el rodaje, o al tedioso gamberrismo normativo al que se ha acogido un cine midnight sobrado de conciencia de sí mismo en la última década. Más bien se trata de saber ignorar aquello que se interponga entre el cineasta y la imagen final, fueren convenciones sociales o presiones de la industria. Esta inconsciencia deliberada ha permitido la continuidad del found footage contra toda tendencia homologada por las grandes cabeceras de entretenimiento, y que películas como Deadstream (Joseph Winter y Vanessa Winter, 2022), lejos de agonizar en los márgenes del terror para grandes audiencias del que hablábamos en la entrega anterior 6, exhiban una prodigalidad visual que ya querrían para sí muchos blockbusters. Barroquismo aquí sustentado, primeramente, por una localización principal que asimila el tropo de la casa encantada al ruin porn —la acción transcurre en una casa abandonada real, acondicionada para el rodaje—, aportando una rica base de texturas a un subgénero que siempre las agradece —viene a la memoria [•REC] (Jaume Balagueró y Paco Plaza, 2007), referente confeso de los directores 7—. Pero, además, si en la era de YouTube y Skype el found footage trataba de «cuestionar la existencia en internet, la imagen autosuficiente de la vida y la vida autosuficiente de la imagen» 8, en la de Twitch la inextricabilidad normalizada de vida e imagen hace que sea el streaming el que vampirice el found footage. Este ya no condena los recursos de aquél, sino que los explota al servicio de otro subgénero, el más apropiado para semejante simbiosis: la comedia de terror. El streamer temerario (interpretado por el mismo Joseph Winter) encarna un fin de ciclo en la ficción de terror, al carecer de las motivaciones que asociamos a los arquetipos de lo humano. No le mueve la curiosidad o el instinto de supervivencia; tampoco es el homo economicus que imaginaban los teóricos liberales, puesto que no hay una explotación proporcionada y racional de uno mismo. Simplemente, es la respuesta definitiva a aquella pregunta que se hacía de vez en cuando el espectador de found footage: «¿Por qué no deja de grabar?». Como anticipó el subgénero antes que ningún otro, la realidad nos ha contestado con otra pregunta, la más importante de nuestro tiempo: «¿Por qué dejar de grabar?». Por eso, cuando todo el mundo se preocupa por el fantástico como un marco, es fundamental que haya autores que sigan pensando en él como un lienzo donde atrapar lo real.
IV.
Sí, un lienzo. Los aficionados nos hemos pasado la última década debatiendo sobre codificaciones del género, confrontando los paradigmas que se nos pretendían imponer desde festivales y otras instituciones a modo de corrección —o, en aséptica terminología política, construcción— de nuestra memoria de acuerdo a los últimos estándares del mercado. Pero ¿de qué mercado? En años recientes hemos constatado que no se trataba del de ningún género, sino del mercado de las imágenes; y que los tan cuestionados códigos no encadenaban estas, sino que las anclaban a una referencia sólida desde la cual dibujar nuevas y retadoras trayectorias expresivas, ahora inhibidas ante la dictadura de la imagen de colores aseados, formas suaves y matices estrangulados. Como alertábamos el año pasado, el relativismo audiovisual y el existencial van de la mano 9, y las hibridaciones del género con thrillers, westerns o dramas disimulan con su variado pelaje la carencia de garras y dientes, relegado el fantástico a arte-mascota.
La Montagne (Thomas Salvador, 2022)
No es de extrañar que las propuestas de imagen más libre en Sitges 2022 correspondieran a introspecciones, es decir, a miradas en sentido opuesto a la esfera social. Aunque su reparto incluya al artista queer —autodeclarado «no binario»— Simon(e) Jaikiriuma Paetau, las cuestiones de identidad que plantea Piaffe (Ann Oren, 2022) no participan de la ola de puritanismo woke. Su empeño en la exploración en vez de en la declaración; su indiferencia por las convenciones sociales, en lugar de castrante obsesión por ellas; y, sobre todo, su coherencia con una realidad transformada por lo fantástico como manifestación del inconsciente —opuesta a los anhelos actuales de sustituir lo real por fantasías a la carta—, nos recuerdan aquellos fructíferos trabajos que hace ya muchas ediciones solían caracterizar la sección Noves Visions. Su historia de una profesional de efectos foley a la que le crece una cola (sic) no nos llega a través de un guion escuálido y reiterativo, sino de una fotografía en 16mm que acentúa lo sensorial y, por tanto, lo erótico. Igualmente endeble es el texto de La Montagne (Thomas Salvador, 2022), e igualmente lo superan sus encuadres pictóricos, que no pictoricistas. El propio Salvador interpreta a un ingeniero que, obedeciendo un impulso repentino, abandona todos sus compromisos y se retira a la alta montaña de Chamonix. De nuevo es significativo cómo la imagen anuncia el fantástico y no al revés. La fotografía trasciende la belleza inmanente del paisaje ayudada por un montaje que inscribe al protagonista en este, vía planos narrativos que no tratan de epatar, sino de dilucidar el misterio de una persona. No contemplamos, acompañamos. El metraje traza el arco característico de una crisis vital: la huida de lo abstracto a lo concreto para acabar en otra abstracción diferente que no buscábamos, pero que aceptamos como final de nuestro camino de verdad. Salvador se acoge a una concepción sinfónica de la puesta en escena, donde el elemento fantástico tan solo cobra protagonismo temporal bajo su gobierno. Pese a que semejante acotación nos recuerde al realismo mágico y a su nociva influencia en el género, en La Montagne sirve de remache algo tosco pero necesario de un tren de imágenes que espeja el tren de los pensamientos, ambos imparables.
Enys Men (Mark Jenkin, 2022)
Un remache del que carece Enys Men (Mark Jenkin, 2022), donde las imágenes no parecen provenir de, sino corresponderse con un texto reescrito y emborronado muchas veces. A propósito de Earwig (Lucile Hadzihalilovic, 2021) hablábamos el año pasado de «una turbia lírica, la cual a su vez se va envolviendo en jirones narrativos formados por otros personajes, escenarios y líneas temporales según avanza el metraje», lo que daba lugar a «un repliegue constante del storytelling en torno a signos inquietantes e inarticulados» 10. A priori podría decirse algo similar de la película de Jenkin, con un arranque que recoge las rutinas de una naturalista en una isla en Cornualles en los años setenta: observa flores, anota cambios de temperatura y hace otras comprobaciones en sus paseos por el agreste terreno que rodea su casa y base de operaciones. Esta burbuja de cotidianidad autosuficiente apenas es alterada por esporádicos apuntes de radio —el único medio de comunicación— sobre la isla, cuyo pasado también parece invocar un misterioso menhir, hasta el punto de irrumpir en la letanía vital de la protagonista a modo de encuentros inquietantes entre el sueño y el recuerdo, a modo de un Polanski incipiente.
Hay una diferencia esencial entre la propuesta de Jenkin y la de Hadzihalilovic. Mientras que las escenas de Earwig orbitaban en torno a un núcleo opaco e inexpugnable de horror, creando una sensación de intensa gravedad hacia lo desconocido, las de Enys Men se referencian a sí mismas conformando una ficción flotante, más sugestiva (emocional) que sugerente (intelectual). Las alusiones al folk horror jamás trascienden el fetichismo formal que ya cultivó Jenkin en Bait (2019), inseparable de su Bolex de 16mm, con sus texturas agradablemente rugosas y sus limitaciones de profundidad de campo y de duración del plano (un máximo de 27 segundos) 11. La coherencia de dicha forma lleva a una identificación de lo espectral con lo existencial y sus ritmos psicobiológicos, en lugar del registro fenoménico más habitual en el cine de terror.
Cabe preguntarse por qué el cineasta que más ha escrito con la cámara, es decir, que más ha utilizado el fantástico como lienzo en Sitges 2022, lo ha hecho con semejantes limitaciones. ¿Cómo es posible que después de dos décadas de progresos en soportes digitales como los de Kiyoshi Kurosawa, James Wan, Ti West o Gareth Edwards sean las exploraciones desde rígidas premisas analógicas las que cosechen mayor éxito? Acaso el denuedo de aquellos autores por superar el mundo post 11-S les llevó a correr hacia un futuro hipotético, donde nuevas texturas ampliarían la perspectiva de la sociedad para asimilar los traumas del pasado. Pero lo que ha sucedido es lo contrario: la sociedad ha aceptado la invitación de las grandes corporaciones a esconder traumas y texturas bajo la alfombra y a sumirse en ensoñaciones de sofá.
Fuera de toda evolución, Jenkin se ha limitado a apuntalar un género carcomido por el relativismo de los valores de la imagen digital, domesticada para el consumo contemporáneo en plataformas o en festivales que se dicen de cine. Mientras, los autores noveles se ven tentados a participar de penumbras postizas, montajes pantagruélicos y tiros de cámara vanos, infantiles, de un sistema de producción que alienta a rodar sin pensar no ya en la puesta en escena, sino siquiera en la vida que nos rodea. De prolongarse este statu quo ¿qué podrá conmover a un alma enajenada del mundo por el mercado? ¿Cómo interpretará imágenes fantásticas como las de antaño que, como una aparición, cobraban formas inauditas ante nuestros ojos invocando realidades ocultas tras el velo de lo cotidiano? Tales realidades siguen ahí, en las catacumbas del nuevo imperio audiovisual, estallando en brotes de opresión y melancolía entre nuestros semejantes a falta de imágenes que las conjuren. Porque no puede morir lo que yace eternamente, y cuando se le niega una forma en la pantalla, acaba tomando otra fuera de ella, perturbadora e inexorable.
- KUDLÁČ, Martin (2022): “Tereza Nvotová • Directora de Nightsiren: ‘Nos dimos cuenta de que muchas de nuestras queridas tradiciones existen para preservar el statu quo’”, en Cineuropa. ↩
- Ibid. ↩
- Disponible en YouTube. ↩
- Recomiendo la reflexión de Yago Paris sobre esta lacra festivalera a raíz de su cobertura del pasado Festival de Sevilla. PARIS, Yago (2022): “Maltratar el formato”, en Cine Divergente. ↩
- WHITTAKER, Richard (2022): “Fantastic Fest Interview: Jason Eisener on Kids vs. Aliens”, en The Austin Chronicle. ↩
- PEÑA, Álvaro (2022): “Sitges 2022 (I): Buscando la oscuridad”, en Cine Divergente. ↩
- SHIELDS, Meg (2022): “Real Hauntings and Rubber Fingers: How They Made ‘Deadstream’“, en Film School Rejects. ↩
- SALGADO, Diego (2018): “Metraje encontrado de terror: La imagen febril”, en Cine Divergente. ↩
- PEÑA, Álvaro (2021): “Sitges 2021 (II): El fantástico contra el audiovisual contemporáneo”, en Cine Divergente. ↩
- PEÑA, Álvaro (2022): “Sitges 2021 (I): ¿Cine de género o cine con género?”, en Cine Divergente. ↩
- HAYMAN, Darren (2023): “Feel The Film: Mark Jenkin On Enys Men”, en The Quietus. ↩