Sitges edición 45. Día 1
The Taste of Money, Nameless Gangster, For Love's Sake y Room 237 Por Manu Argüelles
El motor que no cesa. Sin apenas haber tenido tiempo de digerir el Festival de San Sebastián, nos embarcamos en el Festival de Sitges que esta edición se nos presenta francamente prometedora. Como si fuésemos Ulises que vuelve a Itaca, Sitges es como regresar al útero cinéfilo. Nos da la sensación, sin ánimo comparativo con otros eventos, que Sitges es el retorno a la cosmogonía de ficción que nos ha constituido, la que ha forjado nuestros sueños más quiméricos y libres. Porque empezamos amando el cine a través del fantástico y del cine de terror. Y eso deja inscrito en tus señas cinéfilas un carácter, una idiosincrasia y un molde desde el cual constituyes y expandes tu militancia cinéfila. Son ya cerca de 20 años los que han transcurrido desde que pisamos, pletóricos y llenos de ilusión, el festival con la película Kalifornia (Dominic Sena, 1993). Volver a Sitges es reavivar aquella llama de la adolescencia, cuando se abría a nuestro paso este vasto mundo de ilusiones lleno de seres sobrenaturales, espacios oscuros y dimensiones paralelas.
El primer día era, inevitable, el día de los reencuentros. Con los compañeros que habíamos vivido el Festival de San Sebastián, con los que siempre nos encontramos aquí, fieles parroquianos como lo somos nosotros. Y también, el reencuentro con el cine oriental, tan caro de ver en la exhibición convencional. Los platos que nos habíamos preparado para la jornada inicial nos hacían salivar como el perro de Pavlov. ¿Un documental sobre El resplandor? ¿Volver a ver una de Miike? ¿Dos thrillers coreanos? Vamos.
The Taste of Money (Do-nui mat, Corea del Sur, 2012). Director: Im Sang-soo. Noves visions – Ficció
The Taste of Money
The Taste of Money se abre con un plano del que será el protagonista principal en una cámara acorazada llena de dinero. Se le tienta para que se quede uno de los fajos. Lo huele, lo palpa, pero finalmente no se lo queda. El hombre ha sido tentado, de momento ha resistido. El que actúa como Mefistófeles sabremos después que es su patrón, casado con una rica heredera, la señora Paik, matriarca de un holding de empresas que tiene bajo su yugo a estamentos de la política y la judicatura, corrompidos por el inabarcable poder, cual veneno inoculado en una sociedad en vías de putrefacción. La panorámica se realiza desde el pico de la pirámide para que el espectador deduzca cómo el cáncer palpita desde su punto de origen: las altas esferas. Es fácil advertir que aquel plano inicial tendrá su réplica más adelante, con nuestro protagonista, Young-jak, un fornido asistente personal ya infectado por la perversión que ha podrido las arterias de esa familia.
Porque The Taste of Money evidencia su carácter moral, aunque Im Sang-Soo evitará con total premeditación la gravedad acostumbrada para este tipo de relatos. Precisamente, la falta de moral es la que gobierna el ambiente. Una maquinaria en apariencia bien engrasada a la que le empieza a fallar las tuercas, cuando el marido quiere llevar más lejos la última de sus infidelidades con la criada filipina.
Im Sang-Soo reanuda los estilemas e ingredientes ya contenidos en su anterior film, The Housemaid (2010), del cual éste parece casi una prolongación de lo ya abordado en aquel: un melodrama familiar varado en una lujosa mansión trufado con traiciones familiares que se cosen como una telaraña hilada con maldad y depravación. No es la misma familia, pero hay incluso guiños explícitos a la anterior, cuando la hija recuerda a su madre aquella criada que que se suicidó quemándose cuando era niña.
The Taste of Money, como ya pasaba en The Housemaid, nos recuerda la sofisticación visual y ampulosa a la que suele tender el cine surcoreano, recordándonos la factura cool y estilizada de films como A bittersweet life (Kim Ji-woon, 2005), o el segmento de Three… Extremes (2004) dirigido por Park Chan-wook. No obstante, esa puesta en escena elegante, esos ángulos y movimientos de cámara que remiten a la grandilocuencia, contrastan con la bajeza de los personajes, sumidos en una desorientación de una sociedad que ha perdido sus valores estables. Aquí, además, todo está filmado con intencionada parsimonia, como si el realizador estuviese hastiado, labrando un tono desapasionado y mecánico, porque, en realidad, hay mucho de farsa y de cruel parodia de las clases privilegiadas. La socarronería se plasma por ejemplo en esas gotas eróticas sacadas de la publicidad, en la que los actores permanecen en el cuadro casi posando. Un plano fijo del protagonista sin camiseta, mostrando sus abdominales, permanece ensimismado mirando un cuadro que actúa de espejo. El plano se repite dos veces, posiblemente para acentuar lo ridículo de esos films que buscan cualquier pretexto para que el apuesto protagonista enseñe su musculatura (¡Hola Crepúsculo!). Lo que sucede es que aquí el humor no está hilado en primera instancia, salvo algunos puntuales gags que nos advierten que el film se ha agrietado. Son esas brechas las que nos permiten ver la corriente que en realidad da energía al film. Esa superposición de capas, un melodrama familiar que está subterráneamente visto como una parodia (cífrese esa villana de opereta casi una caricatura de una caricatura) puede confundir al espectador, que crea encontrarse ante una obra indefinida y se tome en serio determinados elementos dramáticos que son puro chiste a conciencia. Nosotros nos decantamos por entender The Taste of Money como la parodia interna de los resortes fatalistas y trágicos de The Housemaid.
Nameless ganster (Bumchoiwaui junjaeng, Corea del Sur, 2012). Director: Yun Jong-bin. Sección Oficial Competición.
Nameless Gangster
Yun Jong-bin podría haber tomado nota con Nameless Gangster. Quizás ello nos habría salvado del ahogo. En este thriller criminal se nos explica como un funcionario, como a él le gusta denominarse, acaba siendo uno de los cabecillas de una banda criminal de Pusan en los años 80. No obstante, aunque la factura, como es costumbre en lo que nos llega desde Corea del Sur, resulta de lo más correcta, uno acusa una monótona repetición de los clichés que ya han dado seña al thriller surcoreano. Ya han pasado unos cuantos años desde que Occidente descubrió Memories of Murder (Crónica de un asesino en serie, 2003) de Bong Joon-ho, para que, aquellos que nos abonamos a la particular forma de procesar el género desde Corea del Sur, nos sintamos un poco cansados ante Nameless Gangster y su falta de brío. Esta reproduce fielmente, con nula inventiva, las constantes que ya quedaron fijadas en aquella. Puede resultar satisfactoria para los poco familiarizados. Pero para los acólitos de Sitges nos resulta insuficiente. Una violencia muy física y casi tribal, ausente de armas de fuego (el protagonista lleva una sin balas, que manosea y piensa en utilizarla cuando las cosas se pongan feas, aunque nunca lo llegará a hacer) y aderezada con bates, palos y demás armas blancas que conectan con una agresividad primaria y atávica. Un policía mediocre, que se deja sobornar fácilmente, se erige en una versión nada idealizada de aquel vitamínico Ray Liotta de Uno de los Nuestros, matriz de la que se sirve Nameless Gangster para edificar el armazón narrativo. La diferencia es que casi acaba por casualidad dentro del círculo criminal. Como si fuese una consecuencia lógica de los trapicheos que ya realizaba siendo policía. Él no soñaba con ser un gangster como se explicaba en el film de Scorsese. Únicamente encuentra una manera para conseguir dinero fácil, sin más complicaciones. Después lo típico, la deslealtad y la traición familiar cuando ejerce de chivato para que se cace al auténtico capo de la banda, al que le une lejanos vínculos familiares de su clan.
For Love’s Sake (Ai to Makoto 201X, Japón, 2012). Director: Takashi Miike. Noves visions – Ficció
For Love’s Sake
Y de un plato recalentado nos vamos directamente a uno quemado: For Love’s Sake de Miike. Sobre la mesa, la cosa prometía. Un musical en manos del proteínico realizador nipón podía darnos mucho juego. Ya saben, pensamos en delirio, artificio desbocado y derroche visual: exceso, exceso y más exceso.
Pero la cosa acaba igual de rápida que el bocadillo de bacon que me comí cinco minutos antes de entrar en la sala. Los ingredientes: un túrmix que contiene el melodrama más recalcitrante del manga japonés (adapta uno de Ikki Kajiwara de los años 70), números musicales que recuerdan a la plasticidad pop de West Side Story (1961), filtrada por un tono crepuscular y post-apocalíptico, a la que se suma acción gangsteril marca de la casa en clave adolescente, o lo que es lo mismo, la dupla de Crows Zero que tanto éxito taquillero le dio en el mercado local. Miike sigue en sus trece en aceptar encargos de adaptaciones mangas de los años 70, también lo fue Yatterman (2009), éste de mechas. Y lo que allí ya acusábamos aquí se hace insoportable. De acuerdo, una de las señas de todo cómic, de toda narración seriada, es la dilatación. Y los mangas se caracterizan por llevarla al extremo. Sí, lo sabemos, y ya estamos inmunizados ante ello. Pero For Love’s Sake acaba hipertrofiando ese principio y agotando la paciencia y la energía del espectador, cuando el film empieza muy fuerte y enérgico: una fiesta colorista, un cachondeo irresistible y cierta caricatura de esa forzada ingenuidad de las adolescentes femeninas, que quieren conservar la niñez y la pureza a toda costa, aunque eso esconda en realidad rasgos claramente psicopáticos. Y no sabemos cómo, o sí, porque ya le conocemos, Miike se pone el traje de mercenario, enciende el piloto automático y hace de la reiteración y de la ración extra de azúcar el único sustento del esqueleto del film. Casi cuesta hablar de desarrollo narrativo, porque nos coloca en un loop que nos hace sentirnos como el hámster que da vueltas como loco en su rueda. Si masticas un chicle durante media hora y lo estiras y estiras y estiras, ¿qué sucede? Pues que lo acabas tirando al suelo, lugar al que, mal que nos pese, acaba cayendo el film de Miike, una vez que inevitablemente lo arrojamos por la cuesta de los espartanos, donde van a parar los films tullidos como For Love’s Sake.
Room 237 (EUA, 2012). Director: Rodney Ascher. Noves Visions – No Ficció
Room 237
Se nos ha cortado la digestión con este atracón oriental. Hemos empezado con un entrante que nos ha abierto el apetito, pensábamos que estábamos en un restaurante de alta cocina, pero la apariencia que no es sincera, nos desvela que estamos en un wok. Y ya se sabe si no vigilas en estos lugares: te acaban pasando factura. Así que, oye tú, que me voy a mi plato preferido, soy así de básico y casi parezco Bigas Luna: huevo frito con patatas. O lo que es lo mismo, un documental sobre El resplandor, esa obra mayúscula e incontestable que todavía me produce estremecimientos.
Comentaba Juan Mayorga, al referirse al film que adaptaba su obra, En la casa de François Ozon, que la película devolvía la soberanía al espectador. Y eso mismo hace el documental con El resplandor. No esperemos un making of al uso. Es una miríada de lecturas posibles (¿o imposibles?) a la obra de Kubrick. Por ello, las voces en off nunca revelarán físicamente a su dueño, sólo las imágenes del film de Kubrick, principalmente, que se repiten sin cesar en un gesto obsesivo, el mismo que nos ha conducido a muchos espectadores. El documental quiere poner en imágenes varias hipótesis de diversos espectadores (de ahí la recurrencia de filmar un cine proyectando el film) y más que la propia teoría en sí, alguna ciertamente desproporcionada y que nos refleja nuestro carácter apasionado de fandom enfebrecido con el que nos sentimos correspondidos y reconocidos, lo que resulta adictivo es ver cómo construyen y argumentan su tesis. Eso evidencia a un receptor activo, despierto a los estímulos, que interioriza el film dentro su propia historia personal y su bagaje cultural y le da una interpretación acorde con la propia idiosincrasia de cada uno. Cumple la máxima de que existen tantas posibles películas como diferentes espectadores la pueden ven. ¿Kubrick nos habla sobre el genocidio indio? ¿O es más bien sobre el judío? ¿No será que Kubrick fue quien filmó el aterrizaje en la luna del hombre y aquí proyecta su ansiedad guardando tal secreto? Y si, aludiendo a la fuerza matriz de la metáfora del espejo, ¿superponemos el film, marcha adelante y hacia atrás?
Con Room 237, ante un director tan concienzudo, maniático, detallista y perfeccionista, un film como El resplandor, lleno de incógnitas inquietantes, proporciona destinatarios del mismo calibre que su realizador. ¿O estamos sugestionados por la actitud, bien conocida, del director? Todo cabe, pero hubo algo que nos llamó la atención. Ninguno de los participantes se atreve con el enigma capital del film. Lo rozan, lo bordean, pero nadie se adentra a fondo. Hablamos de su final y esa foto de Jack en el hotel en 1921. Para que el misterio siga eterno, tal como es el carácter de esta obra magna. Yo quiero seguir en esa incertidumbre, de la misma manera que cada vez que veo a las gemelas pego un bote. Así seguirá siendo mía, con su capacidad de fascinación intacta, como es de cada uno de los que hablan en el documental.