Sky Rojo: Primera Temporada (2021)
Puta vida Por Ignacio Pablo Rico
La trayectoria del tándem corporativo y artístico conformado por Álex Pina y Esther Martínez Lobato resulta fundamental para comprender las sucesivas mutaciones de las series producidas en España. Antes de que Pina fundara, en 2016, la productora Vancouver Media, ambos contaban con una dilatada carrera en la televisión, atravesada —generalmente con excelentes índices de audiencia— por los más diversos géneros. Aunque Pina y Martínez confluyen por primera vez en la comedia policíaca Los hombres de Paco (Álex Pina, Daniel Écija, 2005-2010), será el «culebrón» de ciencia ficción El barco (Álex Pina, Iván Escobar, 2011-2013) aquel que marque un rumbo claro para sus colaboraciones posteriores. Si algo guardan en común la dramedia costumbrista Bienvenidos al Lolita (Álex Pina, Daniel Écija, Fernando González Molina y Esther Martínez Lobato, 2014), la narración carcelaria Vis a vis (Álex Pina, Iván Escobar, Daniel Écija y Esther Martínez Lobato, 2015-2016), la intriga de tintes románticos El embarcadero (Álex Pina y Esther Martínez Lobato, 2019-2020) o el thriller en torno al narcotráfico White Lines (Álex Pina, 2020), es su vocación de explotar modelos narrativos y estéticos que han funcionado comercialmente a nivel internacional, adaptándolos a la idiosincrasia audiovisual patria. Esto último se traduce en la presencia continuada de intérpretes con un historial televisivo notorio —Mario Casas, Juan Diego Botto, Maggie Civantos, Natalia Verbeke, Úrsula Corberó…—, en una labor de localización geográfica y sociológica plenamente reconocible por el espectador, y en la utilización de sociolectos a la hora de representar diversos arquetipos de «lo hispano».
Los trabajos tempranos de Pina-Martínez ya se reflejaban, de manera evidente, en tradiciones diversas: mientras que Bienvenidos al Lolita, apelando al influjo de Bob Fosse, era otra vuelta de tuerca al cabaret como espacio paradójico de ensoñación y tensión entre sexos, Vis a vis exploraba un microcosmos femenino mirando a los ojos de Jenji Kohan y su Orange Is the New Black (2013-2019). Una heterogeneidad temática y genérica que, no obstante, revela estrategias creativas similares. Si ahondamos en las producciones de Vancouver Media, espiritualmente distintas y distantes, tanto El embarcadero como White Lines exhiben una inclinación semejante por la desmesura melodramática, la intensidad de los enredos sentimentales y el golpe de efecto al borde de lo verosímil. Sin embargo, el más significativo de dichos folletines no es otro que La casa de papel (Álex Pina, 2017-), clásico instantáneo pop cuyo desinhibido trazo grueso en la escritura, puesta en imágenes, discurso e iconografía lo eleva a la categoría de verdadero trash comercial: un Ocean’s Eleven (Steven Soderbergh, 2001) despojado de toda pátina de distinción. Su calculada afasia política y económica ha hecho de este relato revanchista de pobres contra ricos, despojados contra gran capital, una soap opera postideológica capaz de apelar a la actualidad política y social sin inflamar —ni aun leyendo entre líneas— los ánimos.
La casa de papel y, ahora, Sky Rojo, reafirman a Álex Pina y Esther Martínez Lobato como herederos —en nuestro contexto industrial y cultural— de una tradición que se retrotrae a Marcial Lafuente Estefanía o José Mallorquí, cuyas extensísimas series literarias aprovechaban la querencia del público español por los géneros populares, urdiendo obritas al alcance de todos, políticamente blancas, y pensadas para la deglución y digestión automáticas. La brevedad de los ocho episodios de Sky Rojo, de apenas veinticinco minutos de duración cada uno, es un detalle particularmente significativo: cual bolsilibro, pueden disfrutarse en un par de tandas vespertinas. Coral (Verónica Sánchez), Wendy (Lali Espósito) y Gina (Yany Prado) se prostituyen en el Club Las Novias, un lujoso lupanar tinerfeño, hasta que, en una pelea, dejan moribundo a Romeo (Asier Etxeandía), orgulloso dueño del local, viéndose empujadas a buscar refugio en algún rincón de la isla. Si resulta especialmente estimulante aproximarse a Sky Rojo es debido a su marcada autoconciencia en tanto «whopper» audiovisual. No nos referimos a esas notas gamberras que Pina ha ligado vagamente a los cines de Quentin Tarantino o Guy Ritchie, sino a la lúdica desvergüenza que preside su entramado dramático.
Dicho de otro modo: en pleno siglo XXI, lo trash funciona mejor cuando responde a un impulso interior, a una convicción creativa secreta, y no evidencia sus esfuerzos en parecer irreverente. Dejando a un lado un par de perversos arranques de violencia —hoy por hoy, al borde de lo punk—, ni los diálogos «afilados», ni las referencias maliciosamente religiosas se antojan capaces de subvertir aspectos de la cultura hegemónica; son, más bien, parte del cínico mainstream cultural. Es en lo inverosímil y artificioso de los diálogos —incluso cuando se abordan cuestiones de gravedad, como la trata de blancas—, en los arranques de ridícula intensidad performativa —recordemos a esa Sánchez babeando frente a la piscina tras haber ingerido analgésicos de uso veterinario— o en la escritura de perseguidas y perseguidores donde Sky Rojo halla sus valores más estimulantes. Los componentes masculinos del falso triángulo amoroso que integran Coral, Romeo y Moisés (Miguel Ángel Silvestre) poseen matices de gozosa perversidad. El primero de ellos, arrogante patriarca que —en palabras de Coral— «con su mirada de sátiro extraía de cada una de nosotras la mujer fantasía que llevábamos dentro», es un empresario hiperconsciente de su labor comunitaria. En una sociedad que ha dejado de imaginar, alienando su capacidad para desear, él, con su semántica de coach iluminado, se dedica a diseñar sueños a medida. La fantasía, concretada en cuerpos femeninos obligados a animar un personaje, invoca un simulacro de experiencia susceptible de suplantar fugazmente la grisácea realidad del hombre-consumidor a costa de la dignidad de la mujer-consumible. Por su parte, Moisés, leal matón con veta romántica, compensa sus crímenes adoptando perros abandonados. Silvestre se pone bajo la piel de una venenosa inversión de aquel Duque de Sin tetas no hay paraíso (Miguel Sáez Carral, 2008-2009), icono sexual que lo catapultó al estrellato. Tal como en Sense8 (J. Michael Straczynski, Lana Wachowski y Lilly Wachowski, 2015-2018) y 30 monedas (Álex de la Iglesia, 2020), el actor acoge con hilarante naturalidad las paroxísticas contradicciones de un personaje que funciona a modo de sátira de su imagen pública: el torero «alfa» reducido a mito permanentemente a punto de venirse abajo y desvelar su verdadera condición de mercancía erótica.
En una de las líneas de diálogo más agudas, Coral se pregunta retóricamente ante Wendy: «¿Tú crees que la mirada de puta se quita? ¿Dejaremos de ver a los hombres como clientes algún día?». Esta meditación arroja luz sobre el verdadero tema de Sky Rojo, que no es la prostitución en sí misma —su función es alegórica—, sino el capitalismo tardío, que ha degenerado no en una sociedad de productores y consumidores, sino de consumidores y objetos de consumo. Incluso los afectos —véase el romance mercantil que establecen Romeo y Coral— han sido monetizados. Pese a las muy deficientes hechuras de una realización, con escasas excepciones, llana, Sky Rojo por momentos evoca el exploitation feminista de los ’70, esbozando una conflictiva mirada al presente sin renunciar a la elementalidad. Ese burdel improbable, que ofrece al cliente posibilidades ilimitadas dentro de un ambiguo marco legal, nos remite a la «agencia de modelos» que investigaba Pam Grier en Foxy Brown (Jack Hill, 1974), mientras que la desorbitada simplicidad con que se desarrolla la tentativa de escape de Coral y sus compañeras nos hace pensar en Mamá negra, mamá blanca (Black Mama, White Mama, 1973, Eddie Romero). Cuando llegamos al último minuto de esta primera temporada, nos encontramos al borde de un abismal cliffhanger que deja a heroínas y villanos asomados al vacío. Pina-Martínez no se excusan por no haber cerrado el arco —una huida que deviene enfrentamiento— que ocupa las cuatro horas de metraje. El relato, como sus acorraladas protagonistas, avanza en una sucesión de derrapes frente al precipicio sin conclusión a la vista. Una estrategia habitual, que forma parte de la naturaleza del folletín —literario o audiovisual—, pero que, acaso por una poética casualidad, termina armonizando con esa existencia en fuga a la que están abocadas Coral, Wendy y Gina.