Skyfall

La última rata en pie Por Fernando Solla

“Un martini con vodka…
- ¿Mezclado o agitado?
¿Tengo cara de que me importe?”Daniel Craig en Casino Royale (Martin Campbell, 2006)

Ardua la tarea a la que se ha enfrentado Sam Mendes con Skyfall. Y por partida doble. En primer lugar, recuperar la confianza de los espectadores, ya que del mismo modo que Casino Royale (Martin Campbell, 2006) supuso una inyección adrenalínica para la saga, que sorprendió a propios y extraños tanto por sus excelentes escenas de acción encadenadas como por la entidad dramática de la trama y los personajes, Quantum of Solace (Marc Foster, 2009) no acabó de encontrar el punto justo entre las ínfulas vengativas de Bond y la aventura en la que el realizador metió al personaje, ofreciendo un resultado final algo denso, disperso e impostado, en exceso pretencioso y, en cualquier caso, inferior al título precedente. Por otro lado, el realizador británico cuenta ya con una filmografía (breve si se quiere) modélica, compuesta por cinco títulos que son, todos, ejemplos cinematográficos a tener en cuenta: poco queda por decir de American Beauty (1999), esa satírica y descorazonadora radiografía de la infelicidad doméstica y laboral adyacente a la clase media de la sociedad contemporánea; boquiabiertos seguimos con Camino a la perdición (Road to Perdition, 2002), adaptación de la novela gráfica de Max Allan Collins y Richard Piers Rayner que Mendes convirtió en un arrollador poema familiar, visualmente majestuoso y con un trasfondo melancólico y trágico que reinventó el cine negro sin traicionar sus orígenes; después de impactarnos con la apocalíptica Jarhead (2005), tremenda y agotadora crónica que consiguió situarnos en el centro de la guerra del Golfo a través de sus asfixiantes, a la vez que poéticas, imágenes de pozos de petróleo ardiendo en la noche como si de cometas fugaces se tratase; el ilustre realizador nos noqueó, provocando el KO definitivo con Revolutionary Road (2008), crudísima y devastadora adaptación de la novela de culto de Richard Yates, que el mismísimo Tennessee Williams calificó de obra maestra, y con la que Mendes trasladó la degradación humana mostrada en su ópera prima a la opresiva década de los años cincuenta, conmoviendo con el desolador relato de un matrimonio que se esfuerza por dar un sentido extraordinario a su vida, provocando un terrible y constante careo entre los cónyuges y consigo mismos. Finalmente, con Un lugar donde quedarse (Away We Go, 2009) nos reímos y emocionamos por partes iguales con las vicisitudes de una joven pareja que recorre Estados Unidos en busca del lugar ideal para establecerse y crear una familia, que el realizador aprovechó para demostrar una vez más su capacidad de observación de la realidad y su entorno, a la vez que ofreció un fotografía nada condescendiente ni paternalista de los personajes retratados.

¿Por qué, pues, James Bond para su nuevo largometraje? O mejor, ¿por qué Sam Mendes como realizador para la nueva aventura del agente ya no tan secreto? Sin duda es esta última una pregunta que se deben estar realizando los detractores de la cinta, que ya los tiene (y más de uno). Poco queda ya del personaje que originó Sean Connery en Agente 007 contra el Dr. No (Dr. No, Terence Young, 1962). Con Mendes, la acción se ha ralentizado (o dosificado) y el tono general se ha oscurecido todavía más que en las dos entregas precedentes, ofreciendo una película tan seria como espectacular, con una conexión inherente a la problemática social actual, sin renunciar por ello a la grandilocuencia de las escenas de acción o de sus personajes, y con una puesta en escena absolutamente deslumbrante. El realizador sitúa inteligentemente a los actores dos o tres pasos por delante de la acción y se detiene para explorar su estado anímico, emocionalmente complejo, en un ejercicio tan atrevido como arriesgado, como nunca antes habíamos visto en la saga. Arriesgado sí, pero jugando sobre un terreno que, aunque difícil, ya ha sido trabajado por otros realizadores. ¿Alguien ha dicho Nolan?

Sam Mendes ha declarado abiertamente su admiración por el cine de Christopher Nolan en más de una ocasión, considerando El caballero oscuro (The Dark Knight, 2008) como muestra paradigmática de que la seriedad y densidad en el contenido no están reñidas con la espectacularidad ni la recaudación astronómica en taquilla.

Estamos convencidos que sin la trilogía alada de Nolan no existiría Skyfall, ya que ningún director se habría atrevido (o no se le habría permitido) a emular su osadía ni conseguido trascender géneros y formatos hasta crear una obra de culto instantáneo. Precisamente es éste el único pero que un servidor le encuentra a la cinta que nos ocupa.

Skyfall

Nos gusta que Mendes siga la tendencia creada por Nolan y que no se limite a copiar ni repetir la fórmula e investigue otros terrenos, pero de cualquier modo, el impacto nolanista es aún muy reciente, algo que todavía estamos procesando y asimilando. Nos parece demasiado pronto, pues, para rendirle tributo y no juega a favor de la cinta de Mendes que durante parte del metraje nuestra mente deambule entre el recuerdo del héroe caído y las imágenes que se proyectan ante nuestros ojos. De cualquier modo, y a pesar de cierta pérdida del efecto sorpresa, celebramos que se produzca este acto de referencialidad entre autores coetáneos y que un autor cinematográfico de enjundia muestre y exprese abiertamente sus referencias y preferencias a través de su obra. Bien por Mendes en su bravo por Nolan.

¿Por qué, pues, Skyfall nos sigue pareciendo una película fascinante? Del mismo modo que cada guión de Nolan se asemeja a una obra de arquitectura, Sam Mendes es un excelentísimo director de teatro, una verdadera eminencia en ese terreno, habilidad por la que consiguió dar el salto cinematográfico, después que el mismísimo Steven Spielberg quedase catatónico tras asistir al mítico Studio 54 de Nueva York para ver el montaje de Cabaret (John Kander y Fred Ebb, 1966) con el que Mendes sentó cátedra en 1998, ya que a raíz del impacto provocado y de conseguir que el espectáculo se convirtiera en una franquicia que todavía hoy sigue coleando por el mundo (incluido el memorable montaje madrileño cuya trayectoria se mantuvo tres años en cartel, entre 2003 y 2006), se le ofreció contrato con Dreamworks para el rodaje de American Beauty… Volvamos a Skyfall. Como dramaturgo Sam Mendes es un maestro en la dirección de actores, en la puesta en escena, en el dominio del tempo narrativo, en el conocimiento del público al que van dirigidos sus proyectos y en la adecuación espacio-temporal de la historia narrada. Es decir, independientemente de la fecha de nacimiento del material que se trae entre manos, la escenificación (en este caso realización y posterior exhibición) es aquí y ahora. Quizá ya esté todo dicho, entonces habrá que preocuparse tanto o más del cómo y menos del qué.

Y el cómo de Mendes no es ni más ni menos que la traducción cinematográfica de todo lo que acabamos de exponer. Una dirección (y elección) de actores excelente: Daniel Craig es un intérprete de primer nivel, que a pesar de parecer un pedazo de mármol con ojos azules, resulta cálido y conmovedor, a la vez que brutal y a momentos despiadado (genial en sus momentos alcohólicos, implacable en las escenas de acción, y seductor con esa mirada de perplejidad constante, con la que ya nos atrapó en Casino Royale); Dame Judi Dench humaniza a M como nunca antes, gracias al agradecido papel que se ha ofrecido a la actriz; Bardem nos recuerda peligrosamente a su Reinaldo Arenas de Antes que anochezca (Before Night Falls, Julian Schnabel, 2000), aunque consigue encarnar a un interesante villano en su motivación despechada y vengativa, cara opuesta de la moneda de James Bond; aplaudimos también las nuevas incorporaciones de Ben Whishaw como rejuvenecido Q, del prometedor Ralph Fiennes como Gareth Mallory y, sobretodo de un episódico pero portentoso Kincade interpretado por Albert Finney.

Skyfall

La puesta en escena es de las más espectaculares que un servidor recuerda. La secuencia inicial en Estambul es de infarto (entrada en el tren de Bond incluida). Shangay se revela como la ciudad más hipnótica jamás filmada (el iluminado casino acuático es una orgía de luz y color y la escena en el rascacielos de cristal, previa y vertiginosa subida en ascensor incluida, con su batalla entre proyecciones de imágenes de medusas es de lo más impactante, a la par que elegante, que se ha visto en mucho tiempo). Pero lo que más nos gusta es que nunca antes se había escogido un destino tan exótico como Londres, gran protagonista de la película que nos ocupa. Excelente retrato disfrazado de viaje turístico de la ciudad del Támesis, modélicamente integrada en la acción (la secuencia del metro quita el hipo) y convertida, a la vez, en capital del terrorismo estatal perpetrado por el MI6. Sí, hemos dicho bien, ¿qué es hoy en día James Bond, más que un asesino a sueldo, pagado por el estado? Espeluznante la reflexión casi final de M sobre el miedo que rige nuestras vidas, que ya no se personifica en una nación, si no en el prójimo, nuestro vecino o, incluso, nosotros mismos. Brutal y excelente el enfoque de Mendes.

¿Qué sentido tiene una nueva entrega de James Bond en el año 2012, fecha en la que además cumple medio siglo de vida en la gran pantalla? Pues celebrar la efeméride mostrando un conocimiento exhaustivo de la saga a la vez que se asientan las bases para lo que va a ser el Bond del siglo XXI. Imposible abastar sin spoilear los guiños constantes que el guión de Neal Purvis, Robert Wade y John Logan han embastado a la perfección: primera película en la que el rol de M (Judi Dench) es clave en el desarrollo de la historia, convirtiéndose en protagonista, en la chica del largometraje; volveremos a encontrarnos con una renovada Moneypenny (Naomie Harris), recuperamos el Aston Martin DB5 con matrícula BMT216A de James Bond contra Goldfinger (Goldfinger, Guy Hamilton, 1964), incluso Raoul Silva, el villano encarnado por Javier Bardem, se asemeja a una mezcla imposible que nos recuerda al Gert Frobe de la cinta recién citada, así como al Donald Pleasence de Sólo se vive dos veces (You Only Live Twice, Lewis Gilbert, 1967) y, sobretodo, al temible Christopher Walken de Panorama para matar (A View to a Kill, John Glen, 1985). Imaginamos que ese recuerdo es el único motivo para que Bardem luzca ese color de pelo, que realmente ayuda a convertirlo en el personaje desagradable que debe ser, realmente grotesco.

Terminaremos destacando el inmejorable trabajo de Sam Mendes en la apoteósica secuencia final en Escocia, escena acuática incluída (de la que no desvelaremos ningún detalle más para no destripar el efecto sorpresa del espectador). De cualquier modo, celebramos este nuevo rumbo que toma la saga de tan icónico personaje a la vez que aplaudimos los estupendos títulos de crédito de Daniel Kleinman, envueltos en la intensa voz de Adele, que interpreta la canción principal de esta cinta, en la que, una vez más, brilla con luz propia, ese grandísimo actor por el que no nos cansaremos de mostrar nuestra más sincera admiración. Su nombre es Craig, Daniel Craig.

Share this:
Share this page via Email Share this page via Stumble Upon Share this page via Digg this Share this page via Facebook Share this page via Twitter

Comenta este artículo

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.

You may use these HTML tags and attributes: <a href="" title=""> <abbr title=""> <acronym title=""> <b> <blockquote cite=""> <cite> <code> <del datetime=""> <em> <i> <q cite=""> <s> <strike> <strong>