Snowtown
Los monstruos de hoy Por Manu Argüelles
Gracias a ti, mi buitre, no estoy solo;
tengo en ti compañero
mi amigo y mi carnicero
La soledad es la nada;
el dolor de pensar es ya un remedio,
mejor tus picotazos que no el tedio.
Hace ya tiempo que el monstruo no viene del espacio exterior o se esconde en confines remotos. Un repaso a vuelapluma sobre el tema, nos hace arrancar en los años sesenta y setenta, época en la que se atestigua la pérdida de la deformidad física y repulsiva del engendro para pasar desapercibido entre nosotros. Serán dos (grandes) directores británicos en 1960 quienes darán carta de nacimiento al psicópata moderno. Psicosis (Psycho) de Alfred Hitchock y El fotógrafo del pánico (Peeping Tom) de Michael Powell se erigen en los patrones fundacionales para la posterior avalancha de asesinos seriales que eclosionarán en las pantallas, en sintonía con una mayor liberalización censora y una mayor explicitud de violencia gráfica.
En estas décadas los films todavía funcionan como cierto conato de crónica social de las disfunciones de una sociedad enferma. Pero estas intencionalidades van desapareciendo a partir del éxito de La noche de Halloween (Halloween, John Carpenter, 1978) y el florecimiento del slasher, espolvoreando su regocijo en la matanza de la víctima con claras connotaciones sexuales. La delectación del sadismo, ya convertido en los ochenta en puro producto de explotación, se topará de bruces con un ejercicio tosco, sucio, de aire documental, fulminante en su desasosiego: Henry: retrato de un asesino (Henry: Portrait of a Serial Killer, John McNaughton, 1986). Su áspera y granulada imagen bebía de la bizarra Los asesinos de la luna de miel (The Honeymoon Killers, Leonard Kastle, 1970), como Snowtown contrae una deuda con Henry: retrato de un asesino, en la forma de recrear un caso real de un psycho-killer.
No podemos generalizar, porque nuestra visión está mediada por la selección que los festivales realizan del reciente cine australiano, pero llama la atención que Snowtown sea el tercer film que nos llega en recientes años, donde la acción se localiza en las áreas suburbiales de ciudades del continente de los marsupiales. Los nombramos. Animal Kingdom (David Michôd, 2010) se ambientaba en la Melbourne más deprimida. Posteriormente, Toomelah (Ivan Sen, 2011) se ubicaba en la desvencijada comunidad aborigen. Y por último, Snowtown recaba en la zona de Salisbury north al norte de Adelaide, ciudad de la Australia meridional. Además, los tres films están realizados por nuevos directores que sacan a la luz pública la violencia y la desestructuración social de la zonas más empobrecidas, recordando, en cierta manera, el carácter fundacional violento del país cuando fue colonizado por los británicos, aspecto en el que incide especialmente Toomelah.
El film ficciona uno de los casos más espeluznantes de la crónica negra reciente del país, el conocido como el de los crímenes de Snowtown, pequeña localidad de 200 habitantes a 150 km. de Adelaide, donde en mayo de 1999 se encontraron barriles con restos de cadáveres en lo que antiguamente había sido un banco. En el mismo lugar también aconteció el último asesinato cometido por John Baunting y su banda, el hermanastro de Jamie Vlassakis (Lucas Pittaway), el protagonista adolescente del film.
Ante tal material sensible, Justin Kurzel juega voluntariamente con la confusión en la narración, en apariencia lineal y vectorial, pero construida a base de jirones que no permiten al espectador situarse en un seguimiento claro de los diversos acontecimientos. Con una notable ausencia de escenas de situación, aparecen por el film personajes sin presentación alguna para poder establecer vínculos entre los personajes que van apareciendo. Kurzel maneja secuencias inconexas y ráfagas narrativas para generar un cierto estado de desconcierto en el espectador, sensación que refuerza el terreno trémulo y viciado en el que nos movemos.
Adicionalmente, también se distancia de los parámetros trillados en lo que se refiere a películas de esta tipología. No solo por su borrado de marcas iconográficas que la adscriban fácilmente como una película de género sino porque, desde una base realista de drama social, alza una estilización flotante, al modo que ya realizara David Michôd en Animal Kingdom, con secuencias ralentizadas, sensoriales y atmosféricas.
Por lo que Snowtown se me antoja como un cruce entre Animal Kingdom y Henry: retrato de un asesino. No obstante, aparte de la patente disolución de los márgenes que separan los films genéricos de los que no, como ya se lleva haciendo en los últimos años con los ejemplos de Post Mortem (Pablo Larraín, 2011) o Take Shelter (Jeff Nichols, 2011), Kurzel también aplica a su estrategia novedosa el desplazamiento del foco de atención en el psicópata como estrella de la función. Jamie, como testigo de cargo en los juicios contra los asesinos, condiciona que el largometraje parta desde su plano subjetivo. Su voz en off del principio es la que sirve para dar pie como figura enunciadora. Por lo que la perspectiva adoptada se centrará en la relación mefistofélica que John Baunting establece con él. Aparece de la nada conquistando a su madre, para convertirse en la figura paterna ausente del núcleo familiar. Baunting cumple con su camuflado rol patriarcal hechizante y benefactor que deslumbra a Jamie, para que éste último acabe reducido a una figura irracionalmente estacionaria, justificada por un pasado lleno de violaciones y abusos sexuales. De ahí a acabar siendo cómplice de las salvajadas de su padre postizo hay un ligero paso, repitiéndose el círculo vicioso de agredido a agresor.
Si el J. de Animal Kingdom acababa zafándose y salía victorioso de su tétrico y perverso entorno inmediato, o el pusilánime de la grotesca y densa Cold fish (Sion Sono, 2010) finalizaba rebelándose ante tal escalada de crueldad sádica contra su hostigador, Snowtown es muchísimo más negra y pesimista que las anteriores, porque nunca se llega a producir la insumisión por parte de Jamie. Exactamente igual que la parálisis mayoritaria de la población ante las fracturas de un sistema social al servicio de un capitalismo salvaje, que está arrasando un estado de bienestar con la complicidad de una clase política inútil e ineficaz.
Hay otro aspecto muy indicador de los tiempos en los que vivimos que me resulta especialmente interesante y que puede rastrearse en Snowtown. Me refiero a la capacidad magnética y seductora de John Baunting entre su comunidad. Su homofobia obsesiva y patológica se disfraza de un odio irascible contra los pederastas como blanco fácil para ganarse la adhesión de la gente que le rodea. Como muchos fascistas él juega con borrar la distinción entre un pederasta y un homosexual; es la misma perversión aberrante que hay que exterminar. Por lo que sus crímenes iniciales se basarán en un objetivo que cuenta con el apoyo moral de su grupo más cercano. Lógicamente la escalada criminal atesora su correspondiente gradación explícita de los actos violentos en la pantalla (del fuera de campo a la explicitud en plano detalle de la tortura), para acabar por dispersarse y ampliarse; el mero pretexto inicial para saciar sus instintos asesinos acabará devorando todo lo que se le antoja, sin hacer distinción e incluso eliminando a gente que ha sido cómplice. Igualmente que el caso real, donde de los primeros asesinatos fueron pasando a torturas exageradamente cruentas, porque el placer de matar ya no era suficiente.
Hablamos de un psicópata y un entorno de muy baja clase social, aunque no olvidemos que fue real, pero el discurso demagogo y populista de John Baunting, y al que Justin Kurzel le dedica más minutaje del habitual en un film de tales características, no se diferencia mucho de las proclamas xenófobas de partidos políticos de la extrema derecha, como los resultados recientes de Marine Le Pen en las votaciones presidenciales de Francia. Kurzel no efectúa la denuncia visceral y exageradamente contundente de Red State (Kevin Smith, 2011) -también es un caso de homofobia delirante desde el líder de una secta religiosa-, pero sí alerta, de forma indirecta, del peligro que supone dar crédito a voces con estos argumentos de odio. Ya no interesa tanto el monstruo en sí, sino cómo se expresa, cómo repta entre nosotros y cómo nos conquista.
Snowtown, sin embargo, como ya hemos dicho, desde una voluntad artística, insufla a su realismo una cierta estilización del horror y de la estética de lo feo, que acaba perdida un poco en su lógica gradual de la desmesura. Su formalismo busca el sobrecogimiento y la inquietud del espectador, y aunque funcione en su penetración psicológica, juega peligrosamente con la indeterminación y la ambigüedad moral. De hecho, es la crónica cruel y brutal de la anulación del juicio moral, el de Jamie, que es incapaz de salir de ese putrefacto ambiente para acabar formando parte de esos actos virulentos y crueles. Pero también la película nunca acaba por pronunciarse en contra de la homosexualidad como conducta desviada. Posiblemente es el reflejo del horror más absoluto, porque los personajes limpios son meras siluetas residuales en la narración, víctimas despersonalizadas. Una vez más, es la glosa de la emergencia de lo siniestro, algo secreto y subrepticio que anula todo mecanismo de represión. El desvelamiento de los crímenes se produce desde una incerteza estructural que graba una descomposición putrefacta del espacio, a medida que el monstruo gobierna la parcela donde entra. En consecuencia, el realismo topa con lo fantástico -el aspecto plástico que comentábamos- donde la violencia no excluye su ejercicio de estilo para aumentar el impacto visual y emocional, y donde alimenta la controversia.
Estor de acuerdo en que la actuación de todos es muy buena. El muchaco principal sale de lo común, tambien la madre que es sordida, y los compañeros del psicópata que son escalofiantes.