Sobre los cuentos morales (1963-1972)
Por Ignacio Pablo Rico
Un cortometraje —La panadera de Monceau (La Boulangère de Monceau, 1963)—, un mediometraje —La carrera de Suzanne (La Carrière de Suzanne, 1963)— y cuatro largos — La coleccionista (La collectioneuse, 1967), Mi noche con Maud (Ma nuit chez Maud, 1969), La rodilla de Clara (La Genou de Claire, 1970) y El amor después del mediodía (L’Amour l’après-midi, 1972)—, rodados a lo largo de casi una década, componen el primer y más célebre de los ciclos firmados por Éric Rohmer. Contempladas cronológicamente, estas «novelas cortas» fílmicas —en 1974 Rohmer publicó, bajo el título Seis cuentos morales (Six contes moraux), las versiones literarias que le sirvieron de punto de partida—, textos encarnados en imágenes, permiten atisbar el proceso de maduración de un autor que alcanza, a medida que la serie avanza, la concreción de un sofisticado aparato estético que opera en un improbable equilibrio entre la limpidez de unos hechos que la cámara se encarga de registrar del modo más fiel a su esencia, y un ejercicio deudor de los postulados de la novela cervantina, con el cineasta filtrando su mirada a través del resquicio que se abre entre las voluptuosas aventuras imaginadas por sus héroes y las mucho menos impresionantes acciones que acaban otorgando un sentido a esas tramas. Unas tramas que, tan a menudo, solo existen en sus mentes.
Este mecanismo no solo concierne a toda una visión de la vida, sino también del hecho cinematográfico: en su articulación de una diégesis de «lo real» fraguada en encuentros, desencuentros y fricciones, Rohmer nos permite, puntualmente, atisbar el andamiaje de lo que será, a partir de aquí, todo su cine posterior. A saber: la existencia entendida como artificio narrativo susceptible de otorgar un significado —presuntamente moral— a nuestras inclinaciones; una «puesta en escena» de lo real sacudida por la pulsión del deseo, por el advenimiento inesperado del amor, por el ritmo secreto de la vida. Un latido que se filtra constantemente en las experiencias de estos «héroes morales», generalmente bajo el contorno de una presencia femenina llamada a perturbar las certezas amatorias, pero que asimismo se manifiesta en el plano por medio de lo visual y lo sonoro: el piar de los pájaros, las ramas meciéndose al viento, el rumor del oleaje o el acogedor barullo de un mercadillo urbano. Todo lo que ocurre frente a la cámara se convierte en cine, aunque la existencia a veces se empecine en ser un simulacro novelado de sí misma.
La panadera de Monceau
Teniendo en cuenta que volveremos, en futuros textos, al corpus principal de estos «cuentos», centraremos nuestra atención brevemente en las dos primeras obras, las menos estudiadas y visitadas. En La panadera de Monceau, trabajo inaugural de Rohmer en torno al autoengaño —uno de los temas orbitales de los «Cuentos morales»—, el personaje innominado que encarna Barbet Schroeder se dice y se repite que, al coquetear con Jacqueline, una simpática panadera del barrio más populoso de París, está vengándose de su «verdadera» amada, Sylvie. Cada tarde, le compra a Jacqueline una galleta, y la planificación incide en el juego de manos a través del que tiene lugar el intercambio. Se cifra así una relación eminentemente mercantil entre el estudiante y la trabajadora. El protagonismo creciente de los primeros planos de los rostros conduce a una aparente sutura de la separación —socioeconómica— entre ambos, confluyendo en una escena que erosiona las fronteras entre los cuerpos: ese ritual erótico donde, al fin en un mismo lado del mostrador, comparten la bollería. Si las imágenes nos conducen hacia un crescendo sensual, la narración en off actúa como una acotación constante que, sin embargo, no lleva a reinterpretar lo que vemos, sino a hacer manifiesta la distancia entre el orden que pretende darle este estudiante al mundo y el mundo mismo. La belleza de lo real, que permanece vívida, pese a todo, para quien sepa apreciarla.
La panadera de Monceau
Si los principales rasgos estéticos, formales y temáticos de estos seis relatos quedaban, en cierta manera, fijados ya en La panadera de Monceau, La carrera de Suzanne plantea inesperadas variaciones, asimismo presentes en otras de las series de Rohmer, y representativas de hasta qué punto su cine —incluso cuando transitaba «sagas» cerradas— se sitúa en un permanente estado de interrogación. Aquí no solamente desaparece la disyuntiva falazmente moral del hombre que se debate entre dos mujeres, sino que, además, el director opta por estrategias de representación que colisionan con esa estética de la transparencia sobre la que se cimenta el grueso de su filmografía. Bertrand, narrador de los acontecimientos, es en casi todo momento un apocado observador de las vivencias de su amigo Guillaume; para mayor patetismo, las imbuye de una dimensión casi legendaria que, como espectadores, nos cuesta francamente apreciar.
Mero peón en el tablero de una figura demiúrgica, Bertrand se confunde con el paisaje de fondo en varias ocasiones; si los hombres que encabezan cada uno de los «Cuentos morales» son, por lo general, más inoperantes de lo que quieren creer, la agencialidad del que nos ocupa es nula, expulsado encuadres mediante de los sucesos centrales. Sin embargo, durante un momento —que Bertrand no sabrá aprovechar—, Rohmer, cuya mirada prístina cobra aquí un inhabitual talante acervo, le brindará la fugaz oportunidad de tomar las riendas. Nos referimos a la dilatada escena de la ouija: pese a que Guillaume lleva en apariencia la voz cantante y proyecta su vil influjo en Suzanne, es Bertrand quien comienza a hacerse con el control de la situación. Un inusitado atrevimiento formal en un cineasta enemigo de «dirigir» la mirada nos lleva fuera de la habitación en que acontece el juego, enfocando nuestra atención sobre la partitura del Don Juan de Mozart: como el arquetipo literario al que remite, el dandy que pretende tirar de los hilos revelará con el tiempo su condición de amante condenado a danzar al ritmo de esas indiscernibles leyes causales que, por una razón meramente utilitaria, hemos acabado denominando «azar».
La carrera de Suzanne