Solo el fin del mundo
Espeleología sentimental Por Manu Argüelles
No digo nada nuevo cuando afirmo que el cine de Xavier Dolan se caracteriza por una pugna entre el exceso y la contención. Solo el fin del mundo, por supuesto, participa de esta misma tensión, en un punto de su trayectoria en el que parece que las coordenadas ya han quedado plenamente fijadas, especialmente a partir de Mommy (2014). De esta última los papeles que encarnan Marion Cotillard y Nathalie Baye parecen prolongar o pesan demasiado en el recuerdo los roles femeninos de aquella, los correspondientes a Suzanne Clement y Anne Dorval respectivamente. Pero a la vez nadie le puede negar cómo consigue adaptar material ajeno a su propia personalidad, cuando hablamos de personajes existentes previos en una obra de teatro que se moldean a caracterizaciones que remiten a creaciones de personajes propios del director.
Asimismo, el barroquismo visual y la gradilocuencia estilística quedan apuntados como algo aparcado, ya que persiste en el minimalismo y en la intensidad emocional de Mommy, llevando dichos parámetros a un siguiente grado de depuración/concentración. En Solo el fin del mundo la artificiosidad queda cercada en pequeños juegos de edición en secuencias muy puntuales (dos si no me falla la memoria), más como muestra de un virtuosismo audiovisual pero cuidando mucho que dichas operaciones resulten presas de un exhibicionismo excesivo de autosuficiencia. Este crecimiento rechaza salidas de tono o quiebros estilísticos que rompan el hilo narrativo, así como segmentos que parezcan autónomos y autogratificantes en sí mismos. La imagen tiene prohibida su liberación de la cadena narrativa, aunque, aún así, hay una pequeña fuga en una secuencia en la que se sostiene un cruce de miradas entre los papeles de Gaspard Ulliel y Marion Cotillard, donde ambos acaban de conocerse en persona; parecen establecer una comunicación secreta y ajena al resto de integrantes de la familia.
Cabe preguntarse si dicha decisión es fruto de una necesidad evolutiva o más bien es presa de algo que ha condicionado la carrera de Xavier Dolan, dada la polarización que siempre han generado sus obras. Hablo de la respetabilidad. Su participación en el Festival de Cannes (primero en las paralelas para ya formar parte de la Sección Oficial) – a excepción de Tom à la ferme (2013) que cayó de rebote en Venecia-, parece ser un factor influyente. ¿Solo el fin del mundo es víctima (involuntaria) de dicha aspiración (legítima, por otra parte)? ¿Es necesario sacrificar las salidas de tono y el regodeo formal como signo de una madurez fílmica? Yo pienso que no necesariamente, solo depende de cómo se articulen, porque además podrían funcionar como un signo de no domesticación, de una actitud que mantener para seguir queriendo realizar un cine inquieto y vivo, poco destinado a complacer a todo el mundo. En esa línea, ¿no habría sido suficiente Mommy para por fin alcanzar la meta de que le tomen en serio dentro de la comunidad cinematográfica? Si así hubiese sido, Solo el fin del mundo sería un filme más libre y menos calculado como al final me acaba resultando.
Dicho de otra manera, después del logro conseguido con su anterior film, ¿Solo el fin del mundo no podría haber sido un descanso, algo desengrasante y de transición? Sabemos, además, que ante el retraso de su proyecto en suelo norteamericano dio salida a este largometraje que tenía en cartera. Un ejemplo. Uno no puede ser demasiado severo con La juventud (Paolo Sorrentino, 2015) porque no sería justo calibrarla bajo el mismo prisma que La gran belleza (Paolo Sorrentino, 2013). Hablamos de ambiciones y pretensiones completamente diferentes. Solo el fin del mundo, no, Dolan insiste en que la valoremos igual que sus anteriores trabajos y ella misma, una vez vista, reclama dicho lugar. Y aquí es cuando, inevitablemente, acaba situada en la cuerda floja. Dejo al margen un factor de la que no es responsable. La conexión visceral que yo personalmente tuve con Mommy aquí no se repite. Dado que eso es circunstancial, no lo considero como un elemento de análisis en perjuicio de Solo el fin del mundo.
Como en Tom à la ferme vuelve a recurrir a una obra teatral y como en aquella vuelve a contar con Gabriel Yared como principal responsable de la parte musical. Las canciones en Solo el fin del mundo pierden su protagonismo, quedan circunscritas a un remanente, a un pálido reflejo de un signo característico en su marca autoral. Dado que cada vez cuenta o maneja menos elementos para dar forma a su película, como reduce al máximo esos sobrantes que tanto se le discutían, uno sospecha que recurre aquí a ellas para dar salida a su necesidad de caracterizarse como director con sello. Pero desgraciadamente no se me integran con la misma organicidad que sí me pasaba en sus anteriores filmes. O no logran dotar de una cierta tonalidad que defina y caracterice el film, como sí pasa, por ejemplo, en American Honey (Andrea Arnold, 2016), largometraje que he visto en el mismo día y el cual es imposible pensarlo sin las canciones que suenan. Ellas quedan completamente adheridas a sus personajes, forman un tono y una atmósfera que definen perfectamente la arquitectura fílmica de la directora. En Solo el fin del mundo, por desgracia, no sucede lo mismo.
Y sin embargo, planteado el melodrama en sus mimbres más minúsculos, Solo el fin del mundo busca en todo momento su afirmación visual. Su sistema de imágenes, más que nunca, se funda en una orquestación incesante de primeros planos. Unos primeros planos que tratan de revelar matices de la interpretación, alcanzar aquel punto oculto donde la palabra no llega ni puede. Pero, además, por una parte, al excluir de forma reiterada elementos externos ajenos al rostro, revelan la poca importancia física del lugar. Cuando el protagonista insiste en volver a visitar la antigua vivienda familiar, la opción visual se alinea con su propio personaje y su nula implicación emocional con el espacio en el que vive ahora su familia. Pero al convertir a los rostros en el elemento principal está constriñendo el filme, lo somete a un rígido esquema que si bien permite una cercanía máxima al espectador y potencia la intimidad en grado extremo, en su contra acaba reduciendo el impacto, ante el abuso continuado. Esas directrices de composición tan agudas, en mi caso, me acaban restando efectividad en aquello que se trata de buscar desesperadamente, que nos sintamos cerca e implicados. El filme, como se suele decir, apenas respira. Es consistente y compacto, coherente, sí, pero no se modula. O lo que es lo mismo, Dolan ya no agita. Hace espeleología de los comportamientos, tratar de llegar a aquella zona que siempre queda detrás de la imagen, aquello que podemos inferir, centrándose especialmente en la mirada, en los ojos, los que centran su trabajo de iluminación cuidadísimo para que lleguen a nosotros como llenos de vida, que sean la puerta de acceso a un complejo y turbulento estado mental.
En un filme sobre el reencuentro, bajo la modalidad de una reunión familiar donde uno de los integrantes efectúa el retorno al núcleo relacional, Dolan lo reduce a sus mínimos acordes y como si estuviésemos ante la concisión del cine clásico expone la premisa en su principio y prácticamente lo absuelve de todo sustrato argumental. Este se centrará en el subtexto, en aquello que queda camuflado tras el abultado palabreo insustancial. Solo el fin del mundo se focaliza en las relaciones entre los personajes, en lo subterráneo y aquello que queda opaco para el espectador, debido a un pasado que se encuentra fuera de campo pero que condiciona las interacciones que vemos en pantalla. A partir de aquí, como Bazin 1 comentaba a propósito de Diario de un cura rural (Journal d’un curé de campagne, Robert Bresson, 1951) en Solo el fin del mundo «Los eventos se suceden efectivamente de acuerdo con un orden necesario, y no obstante dentro de un marco de sucesos accidentales». Desde el primer acceso al grupo cuando entra en casa, cada personaje tendrá su contacto individual con el hijo pródigo que vuelve a casa tras doce de años de ausencia. Una cuñada (Catherine – Marion Cotillard) que trata de establecer un vínculo artificial, como un puente que sirva de líquido mediador entre dos hermanos para suplantar un enorme vacío; una hermana que no conoce (Suzanne – Léa Seydoux) y que tratará de construir una imagen de un hermano que le ha resultado esquivo, cómo construir una figura que se corresponda con una elucubración previa a partir de lo que le han comentado el resto de sus familiares; una madre (Nathalie Baye) que dentro del grupo se mantiene en un segundo plano y con una actitud distendida y frívola pero que, en la intimidad, cuando tiene la oportunidad de quedarse a solas con su hijo, revela su auténtico rol de matriarca y de jefa de la familia; y un hermano, el primogénito (Antoine – Vincent Cassel), la figura masculina de la familia, con el que mantiene una tensa relación. Bajo estas correspondencias y desencuentros que se van dado a lo largo del día, Solo el fin del mundo se construye como una vigilia, como ese lugar donde los personajes, sus diálogos y sus acciones motivan desarrollos psicológicos que dan consistencia e integridad a todo el conjunto. Bajo un ruido de gritos y palabras exaltadas se da forma a un clima cerrado basado en la estridencia como signo de una situación incómoda para todos los integrantes. Bajo este vestido, una capa subyacente construida a partir de información oculta y de mentiras como columna vertebral del melodrama. Louis (Gaspard Ulliel), depositario de la información velada, del elemento relevante en la trama argumental, camufla constantemente sus verdaderos sentimientos. Mientras todos los personajes revelan su personalidad en el modo en el que se comunican, Louis mantiene firme su circunspección y su imperturbabilidad. Trata de permanecer en un área de distancia como una membrana aislante que le oculte, mientras que los demás exhiben una emotividad movediza e intricada. El rol desmitificado, el masculino heterosexual personificado en Antoine, el depositario de la aridez y lo desagradable en un ecosistema femenino será, sin embargo, la llave que abra la puerta a los recovecos del drama doméstico. Louis trata de restablecer un equilibrio siempre pospuesto, Antoine lo frustra -es el único que consigue desarmar el muro de su hermano- pero a la vez protege a todos del cisma, del gran precipicio que está por venir. La redención de Louis es transferida a Antoine y con esta acción Dolan niega al melodrama su clímax catárquico, le sesga una salida como reescritura del modelo prototípico sobre el que se sustenta. El drama se resuelve negando sus exigencias y es aquí, en esta vía de la imposibilidad, donde Dolan inscribe Solo el fin del mundo dentro de su forjado universo autoral.
- Recogido en Bordwell D., Staiger J., Thompson K (1997): El cine clásico de Hollywood. Barcelona, Paidós. ↩