Solo los amantes sobreviven
Vampires from Mars Por María Caballero
Todos los amantes del cine deberían recordar a Julien Davenne, aquel periodista pessoniano del diario de provincias interpretado por François Truffaut que estaba obsesionado con la muerte y tenía el oficio más bonito del mundo. Julien Davenne hacía notas necrológicas, quería conocer a las personas, aunque ya no fuesen nunca más. Para él el recuerdo y la evocación era la forma más latente de pasión y la memoria era más grande que la vida.
Hay en el último Jarmusch mucho de Julien Davenne. Hay entre La habitación verde (La chambre verte, François Truffaut, 1978) y Solo los amantes sobreviven un paralelismo que roza el encantamiento hasta lo insalubre. Existe en ambas películas, lúgubres y sombrías un canto a la vida más bello que en cualquier musical o cine de género nacido para el blanco puro.
Pese al hastío existencial, la melancolía sempiterna del director, la aparente melancolía, Solo los amantes sobreviven es un canto al humanismo, a esas personas románticas, inmersas en el más bello decadentismo, aquellos a quienes la posmodernidad, a veces, provoca náuseas. Es la sofisticación del romanticismo, la oda a ese itinerario inmóvil de las pasiones, de las frustraciones, las letras eternas y la ceguera embriagadora de lo que sea, de virtud, de cine o de vino.
Jarmusch siempre ha sido explícitamente el director asociado al rock, y de una forma más subyacente al malditismo, estas dos características de Jarmusch, la del rock y la de poeta maldito, son altamente valiosas ya que su estilo es, en casi todas sus obras, absolutamente minimalista. Ha sido lo suficientemente perspicaz como para hermanar el minimalismo underground con el esteticismo decadente sin caer en la vacuidad de uno o la ampulosidad del otro. Underground porque Jarmusch es rock antes que cine, porque creció en la new wave neoyorkina y porque es discípulo de Cassavetes. Un contexto cultural determinante en el que Jarmusch crece con la idea del cineasta músico, colega de Patti Smith o Neil Young y un círculo postpunk que reivindicaban a Bresson, el culmen del reduccionismo místico, añorado por todos ellos, poetas malditos y snobs, los mismos modernos que ponen una mirada cautelosa en el postmodernismo actual, la misma mirada que se aprecia en los amantes del filme.
Parece que los vampiros en Jarmusch son algo nuevo, pero sus personajes marginales o desencantados son muy vampíricos en el sentido de encontrarse siempre al margen de un contexto social que los oprime. Recordamos al excéntrico personaje de Permanent Vacation (1980), al poeta y cowboy William Blake de Dead Man (1995), al primo simpático y fracasado de Extraños en el paraíso (Stranger tan Paradisem, 1984). Samuráis, cowboys, perdedores y simpáticos. Todos ellos vampiros.
Volvemos a lo de siempre, lo eterno, la memoria del cine y su rescoldo fantasmagórico. Adam, entre lo postpunk y lo renacentista, humanista a la vez que romántico, mental e imposiblemente suicida, convierte su habitación en un santuario, la adoración a los muertos, a la sabiduría y a lo que ya no estará presente jamás, como Truffaut y su habitación verde, Jarmusch nos habla de su condición a través de rostros queridos como Buster Keaton, cómico que traspasa la tragedia, como Adam y Eve, llora riendo, otras evocaciones como Poe, Kafka, Screaming Jay Hawkins, Samuel Beckett y Aki Kaurismäki, entre otros. Todos conviven con muertos y evocaciones ideales, evocaciones que no decepcionan, como las ruinas, siempre bellas, como las salas de cines, solemnes, el cine como rincón vaginal, como decía Umbral en un fragmento de Las ninfas:
“El cine barato y sin tiempo es el refugio negro y cálido de los que vagamos al atardecer por la ciudades de nieblas, el rincón vaginal donde el hombre acorralado por la vida va a parar cada anochecer, cuando todo queda en suspenso y él ve con claridad indeseada que sus existencia no va a ninguna parte, que no tiene amigos ni dinero ni amantes ni nada que hacer en todo el planeta. Son esos claros que hace la existencia, de pronto, esos remansos donde se enlaguna el tiempo, ocasiones que debieran aprovecharse para meditar en el propio destino y en el destino de la humanidad, pero que nadie aprovecha, pues nadie quiere ver con demasiada evidencia lo que hay cuando cierran las tiendas, se van los amigos y se duermen las preocupaciones: nada”
Es fundamental darle a este panteón de Adam la importancia que se merece, porque en él se aprecia la línea vampírica que nos ha humanizado a lo largo de la historia, la metafísica del vacío en los personajes de Jarmusch, antihéroes pero con estilo, estetas hasta la saciedad frente a un mundo en el que los triunfadores son zombies apáticos y pseudosensibles, pirañas de pacotilla que se atribuyen el don de la belleza, el querido Jep Gambardella en La gran belleza (La grande bellezza, Paolo Sorrentino, 2013), otro vampiro, bien nos advertía de esos pseudosensibles, no encuentro otro concepto, esos dominadores del mundo muertos en vida que disfrutan aterrando al vampiro definitivo, lo mejor que la humanidad ha dado.
En las propias imágenes se refleja el desencanto de hombre ante la obligación de adaptarse a un presente, el de una contemporaneidad que ni el propio hombre, pese a ser su máximo artífice, llega a comprender en su esencia. Ante la reflexión el hombre prefiere el movimiento, la amoralidad y la impostura porque filosofar y pensar acerca del tiempo sea el nuestro o el de antaño, provoca cansancio, como el personaje de Tom Hiddleston, inmerso en el vacío más absoluto, un narrador excepcional.
No existe en absoluto un vínculo entre la filmografía de Jarmusch y la intención didáctica, pero la relación entre Humanismo y Solo los amantes sobreviven está patente. Con el visionado de ésta película es más fácil evocar a Rossellini que al cine de género de vampiros. No solo el ya mencionado Julienne Davenne, sino el personaje de Salvatore de ¿Dónde está la libertad? (Dov’è la libertà…?, 1954) que prefiere el cautiverio a la dificultosa reinserción social a principios de siglo XX, donde ya los zombies eran una plaga.
Solo los amantes sobreviven es, para muchos, la película en la que Jarmusch vuelve a la hermosura y a la languidez a la que nos tenía acostumbrados, y sobre todo, es la no-película que tanto echábamos de menos en Jarmusch en la el argumento no es destacable, solo el hombre y su introspección en este caso a través de un delicioso y travieso sentido del humor.
La indolencia y la belleza como expresiones estéticas cinematográficas, Adam y Eve son vampiros y dandis, estrellas del rock, literatos tuberculosos, como un Ziggy Stardust y un Rimbaud ascéticos y exacerbados, son héroes clásicos reflejados en espejos cóncavos.
Salimos del cine con ganas de Detroit y Tánger, de tuberculosis y bares, de humanidad y plumas a altas horas de la noche, de mitomanías, mitomanías, y más mitomanías, desolación y evocación como alternativa a la dicha, pero sobre todo con un apetito voraz de poética y entusiasmados al ver cómo Jarmusch reconcilia el concepto de romanticismo con el séptimo arte, muy malinterpretado por el cine en numerosas ocasiones, romanticismo no de cursilerías, sino de flores rotas, de flores del mal, de lujuria estética y podredumbre a la luz de las velas.
Y no olvidar la meditación que también me parece exacerbada mente bella el colapsado núcleo de una estrella un diamante eterno que resuena cómo un gong gigante.
«¿Como no rodearte de belleza cuando te sabes inmortal?», es lo que leí en otro sitio con respecto a ésta película. A estos seres les gusta la música, la ciencia, la literatura; y lo mejor es que el tiempo no es impedimento para ellos. Con esto, mmm…….., creo que vale la pena correr el riesgo de la no-muerte.