Soul
Elogio de los tibios Por Samuel Lagunas
Por tanto, como no eres ni frío ni caliente, sino tibio,
estoy por vomitarte de mi boca.
Hay dos vetas temático-ideológicas que recorren el universo cinematográfico de Pixar. Una tiene que ver con el cuestionamiento sobre la vigencia y la actualización de los grandes mitos y relatos estadounidenses: la elección, la expansión imperialista, la ética (neo)liberal del trabajo, el sueño americano. Otra apunta hacia una reflexión en clave identitaria sobre los distintos modos de apropiación cultural en un mundo cada vez más globalizado. No es difícil encontrar las películas que mejor expresan cada veta. Por un lado, está la saga de Toy Story (John Lasseter, 1995, 1999; Lee Unkrich, 2010; Josh Cooley, 2019) y Los increíbles (The Incredibles, Brad Bird, 2004, 2018), con personajes que buscan constantemente nuevas formas de salvar a los demás para justificar su vocación heroica; o Cars (John Lasseter, 2006, 2011; Brian Fee, 2017), una epopeya típicamente neoliberal sobre el éxito y el triunfo en medio de las adversidades anímicas y ambientales; o los sueños expansionistas bienintencionados de Carl en Up (Pete Docter, 2009); o ese canto de cisne que es Monsters, Inc. (Pete Docter, 2001) en cuanto a las nuevas formas descentralizadas y horizontales del mundo laboral.
Por el otro, encontramos cintas como Ratatouille (Brad Bird, 2007), Coco (Lee Unkrich, 2017) y los cortometrajes de Los superhéroes de Sanjay (Sanjay’s Super Team, Sanjay Patel, 2015) y Bao (Doome Shi, 2018), donde el conflicto principal se centra en cómo el sujeto dialoga e incorpora prácticas y referentes ajenos a su cultura. Es claro que ambas vetas se entrecruzan continuamente en películas como El buen dinosaurio (The Good Dinosaur, Peter Sohn, 2015), un western que se interroga sobre la vigencia de formas arcaicas o tradicionales de vida en un paisaje en incesante transformación; Brave (Mark Andrews y Brenda Chapman, 2012), una parábola feminista en la época vikinga; u Onward (Dan Scanlon, 2020), un cuento de elfos y hadas donde un par de hermanos quieren rescatar la memoria paterna del olvido y, con ello, devolverle a la magia su lugar en un mundo cada vez más desencantado. En todo este universo ˗que abarca ya alrededor de 50 películas˗ el motivo de la familia se ha esgrimido como bandera para crear un “lenguaje universal” que lleve las historias a un público cada vez más amplio y diverso.
Soul (Pete Docter, 2020), la más reciente piedra de esta enorme casa que es Pixar, parte también del cruce entre ambas vetas, el cual funciona como un trampolín a priori del argumento central, desde donde emprende un arriesgado ejercicio de imaginación en torno a la vida después de la muerte. A diferencia de Coco y Bao, en Soul la identidad del personaje no es puesta en duda. Joe Garner es un músico de jazz afroamericano que da clases en una secundaria a un grupo de adolescentes desenfocados y con escaso interés en tocar la tuba o el trombón. Aunque hay una huella vaga del subgénero de las high school movies en la película, la historia de Gardner muy pronto se desvía hacia otro lado. Ante la encrucijada de tomar una plaza definitiva como profesor y buscar una oportunidad más como músico profesional, se abre una tercera vía que trastorna todas sus expectativas. Justo después de recibir la alegre noticia de que tocará junto a la célebre saxofonista Dorothea en el Half Note, Joe cae en una alcantarilla y aparece en un limbo donde puede elegir morir o convertirse en mentor de almas no nacidas. En este punto Soul retoma algunos elementos de ese subgénero motivacional típicamente norteamericano que es el de las películas de “segundas oportunidades”-pensemos en cintas que van desde Qué bello es vivir (It’s a wonderful life, Frank Capra, 1946) a Ojalá fuera cierto (Just like heaven, Mark Waters, 2005)- donde el personaje principal atraviesa una experiencia cercana a la muerte que le sirve para reconciliarse con su vida, remendar relaciones rotas o recuperar proyectos viejos.
Con esta acumulación de pastiches, la trama de Soul empieza a llenarse de pequeñas inconsistencias. La geografía del entretiempo en el que vive Gardner, por ejemplo, carece de la precisión que sí tiene el espacio de la psique en Inside Out (Pete Docter, 2015) y tanto el funcionamiento como la raison d’etre del Great Beyond y el Great Before dejan muchas dudas en los espectadores que parecen ser más consecuencia de una tibieza creativa que de una ambigüedad intencional. En el intersticio entre la vida y la muerte hay una zona para las almas no nacidas, el Great Before, que es administrada por un grupo de inteligencias cuánticas quienes se encargan de asignar personalidades y lanzar a la Tierra a las almas que han obtenido su chispa. Para esto último, los no-nacidos necesitan un mentor y, tras una confusión también resuelta apresuradamente, Gardner es asignado a 22, un alma que ha sido alumna de la Madre teresa, Muhammad Ali, Copérnico y otros personajes icónicos que han fracasado en persuadirla de vivir en la Tierra. Aquí la historia de Soul descansa en ambos protagonistas arrojándolos a una subtrama de cambio de cuerpo con chamanes y bongos de por medio que viene a embrollar más toda la película. No que se vuelva imposible de seguir, pero sí existe una acumulación de giros que dificultan mantener en mente el hilo principal.
Pero esa sucesión de vueltas de tuerca y ese bricolaje de motivos genéricos no es el principal problema de la cinta (de hecho, el equipo de guionistas sale airado de casi todas las subtramas); en cambio, el mayor cuestionamiento que tengo para Soul radica en la estrategia neutralizadora que va apareciendo una y otra vez durante los cien minutos de duración. En primer lugar, hay que señalar que el color de piel en Joe Gardner funciona más como elemento de ornato que como factor identitario. Gardner es un personaje simplón y sin cultura, en tanto carece de rasgos que lo particularicen como parte de un grupo social históricamente definido. Ni siquiera la inclusión de Kemp Powers como codirector de la cinta proveyó al personaje de profundidad. En comparación con Miguel de Coco, quien es consciente de su pasado familiar y colectivo, Gardner es más una tabula rasa que, por si fuera poco, cuando muere pierde su color de piel. En este sentido, el jazz aparece también exorcizado de todos los componentes históricos que pudieran incomodar al multiculturalismo hegemónico y se limita a proveer a la cinta de una estructura afectiva sólida y complaciente que le permite, además, disfrazar las tibiezas argumentales y dramáticas. El jazz es elogiado, dentro de Soul, como un medio de lo sublime, de la misma forma que pueden serlo los ritmos africanos, el yoga o la contemplación de una hoja cayendo del árbol. No hay, por lo tanto, una inclusión real de lo afroamericano en Soul como no la hubo de las minorías indias en Los superhéroes de Sanjay o de los migrantes chinos en Bao, pues solo se da entrada a los elementos más inofensivos, pero todo el pasado colectivo y el presente tenso y contradictorio es limpiado por completo. Pixar es una maquinaria incesante de asepsia cultural.
Hay que señalar que Soul enarbola con creces el mito de la religión americana, esa hibridación de gnosticismo, protestantismo y evangelicalismo que Bloom describe, con su usual autoritarismo, como uno de los logros más potentes de la imaginación occidental. Sin embargo, y aquí se advierte de nuevo una decisión neutralizadora, el “más allá” no incorpora ningún elemento de las espiritualidades afroamericanas (acaso la vertiente más original de esa religión americana), sino que se limita a repetir la fórmula harto común en la industria reciente del limbo con una estructura jerárquica gerencial y donde se habla en términos de coaching para empresarios; todo esto maquillado desde una espiritualidad mindfulness que debe más a los discursos gentrificadores del orientalismo post-new age que a vertientes menos ingenuas como la de Sam Harris.
Soul no es una película fallida y a pesar de ser una cinta “menor” dentro del universo de Pixar, tiene momentos encantadores y no dudo que resulte disfrutable para toda la familia. Con todo y su virtuosismo técnico ahora expresado en el cuidadoso trazo de la ciudad que nos remite al Nueva York de The Warriors (Walter Hill, 1979) y en el estilo abstracto y levemente psicodélico del paisaje post-mortem (¿alguien más pensó en los edificios curvos de El planeta salvaje de Laloux [La planéte sauvage, 1973] o en las líneas escuetas de los paisajes de Hertzfeldt?); con todo ello, sí resulta desalentadora la falta de imaginación patente en la representación del mundo-después que, en vez de inaugurar algo radicalmente distinto, se convierte en una estilizada repetición de la vida en la Tierra. Todo indica que Pixar se refugia cada vez más desesperadamente en el hiperrealismo de la técnica a medida que se le agotan sus recursos para imaginar mundos nuevos. Qué lástima, y qué agravio, para la industria de la animación.
Quizas podria haberle dado un tinte mas filosofico y menos critico a la pelicula, como estamos acostumbrados a lo que se publica en esta pagina.
Si no le gusto, no deberia dedicarse a criticarla, para eso hay pasquines baratos en la web.
La pelicula es buena, utiliza bien la mitologia y su mensaje revela un trasfondo humano creacional y hasta sublime, parecido a lo que se ve en Inside Out, ademas que, como casi todo Pixar, nos intenta dar una leccion de vida, de como debemos amarla y como podemos mejorarnos como seres humanos.
Saludos.